El hombre lobo del hombre, la guerra de todos contra todos. A
eso podría reducirse el estado de naturaleza, al menos desde la perspectiva del
famoso contractualista Thomas Hobbes. Por supuesto que hay otros puntos de
vista como los de John Locke o Jean-Jacques Rousseau acerca de cómo sería ese
estado sin ley y de la discusión entre estos autores surgen robustas teorías
para defender principios vinculados a la monarquía absoluta, el liberalismo o
la democracia. Pero no es mi intención entrar allí. Me basta con comenzar desde
la suposición de que la mirada de Hobbes es la que más se ha extendido. En
otras palabras, parece haberse instalado en cierto sentido común que la
naturaleza humana es violenta y egoísta de modo que, ante la ausencia de un
Estado de derecho, llegaría la anarquía y el (des) gobierno de la fuerza.
¿Pero tiene esto algún asidero? Podría decirse que sí y que
la confirmación se hace diariamente. Es más, aun bajo el imperio de la ley, las
peores miserias humanas se presentan diariamente. Sin embargo, dado que
estrictamente es imposible encontrar hoy en día una civilización que viva
completamente por fuera de las leyes y la civilización, generalmente se acude a
experimentos mentales, grandes ucronías para imaginarnos cómo podrían haber
sido las cosas. Dejando de lado los autores mencionados, en la literatura hay
muchos ejemplos. Por citar uno, José Saramago en Ensayo sobre la ceguera también realiza un experimento mental para
indagar en la naturaleza humana o al menos en el estado actual de la
civilización. La pregunta que guía la novela podría ser: ¿cómo se comportaría
la gente si una inexplicable y repentina ceguera atacara a cada persona? La
respuesta que da Saramago es dramática y es similar a la respuesta que dio una
serie francesa que ha cultivado muchísimos elogios y que de casualidad, claro,
ha sido asociada con el clima de época
pandémico. La serie se llama “El colapso” y fue realizada en 2019 cuando nadie
sabía nada de este virus que marcaría nuestras vidas poco tiempo después. Se
trata de 8 capítulos de unos 20 minutos cada uno, filmados en plano secuencia,
con un hilo común: el colapso de nuestra civilización tal como la entendemos.
Nunca se explica por qué ni se echan culpas más allá de que lamentablemente, en
el último capítulo, los tiempos de la corrección política probablemente hayan
obligado a los realizadores a sugerir una suerte de colapso ambiental (quizás en
línea con la agenda del Gran Reseteo mundial 2030) que transforma a unos
oenegistas radicalizados y conspiranoides en héroes. Pero si pasamos por alto
ese final “obligado”, a lo largo de los siete primeros capítulos, la serie
muestra cómo unos jóvenes de clase media acaban robando un supermercado ante la
escasez de toallitas femeninas, comida y la caída del sistema de pago con
tarjetas de crédito; el modo en que la situación se desmadra en una gasolinería
que cargaba nafta a cambio de alimentos porque el dinero ya no le interesaba a
nadie; un rico que había contratado un seguro para el día del colapso final
pero que, sin embargo, no le sirve para escapar y evitarlo; una aldea en la que
dos grupos se enfrentan por las raciones; una central de energía que no se
puede mantener por la falta de combustible; un hogar de ancianos que es
saqueado por un grupo de personas y en el que el único enfermero que no los
había abandonado decide, tras acordarlo con ella, realizarle un suicidio
asistido a la paciente que más quería antes de que muera de hambre; y una mujer
en una isla que secuestra un barco hasta encontrarse con un límite en el mar
custodiado por drones que disparan a todo aquel que pretenda vulnerarlo.
Como comentaba anteriormente, la idea de “colapso”, apenas
algunos meses después de la filmación de la serie, dejó de ser un cuento de
ciencia ficción o una amenaza más o menos lejana cuando, prácticamente de un
día para otro, miles de millones de personas acabaron confinadas mientras las
autoridades se veían desbordadas. Imágenes de las principales ciudades del
mundo sin presencia humana y, en algunos casos, copadas por animales salvajes,
bien podrían haber sido parte de uno de los capítulos de la serie o de una
novela distópica. No faltó en alguna parte del mundo algún saqueo; escasez de productos
(en el caso de Argentina, por ejemplo, hubo furor y posterior falta de papel
higiénico, algo que confirma la necesidad de mantener nuestro culo limpio);
ricos y pobres padeciendo por igual un virus que atacaba sin distinción de
clases; escenas de peleas en hospitales colapsados por acceder a respiradores, etc.
Algunos ansiosos, incluso, llegaron a vaticinar el fin del capitalismo. Y sin
embargo, en poco tiempo todo volvió a acomodarse y, como dice la canción,
volvió el rico a su riqueza y el pobre a su pobreza. El virus democrático
encontró que los países más desarrollados y ricos acapararon vacunas, mientras
que los más pobres cuentan muertos de a miles y nuevos pobres de a millones
para fervor de la estadística. El dinero que por un momento no servía para nada,
porque todos debíamos estar encerrados en casa, comenzó a valer de nuevo, más
allá de la burbuja del bitcoin, y la recuperación de los países centrales fue
en forma de V. Las agendas fragmentadas volvieron a ocupar el centro y las
reivindicaciones cada vez más atomizadas regresaron a conformar el escenario
donde lo importante es quejarse aunque más no sea por motivos personales. En este marco, bien cabe afirmar que la gran
rebelión frente al colapso pandémico la llevaron adelante los jóvenes. ¿Acaso
una revolución comunista? No. Solo exigen que los dejen hacer fiestas mientras
gobiernos como los de Estados Unidos van a las playas a pedirles por favor que
se vacunen, o que al menos lo hagan a cambio de donas, cerveza o marihuana. Estos
jóvenes pasan a la clandestinidad como décadas atrás pero, en este caso, no
como guerrilleros o terroristas sino para hacer fiestas. La policía los persigue…
pero para que se pongan un barbijo. Hacen disturbios menos por ideología que
por alto nivel de alcohol en sangre. Con todo, y para no caerles a ellos
enteramente, cabría indicar que son dignos hijos de la generación pos 68 de sus
padres y abuelos.
Quizás, entonces, podría decirse que, en realidad, la
sociedad mundial estaba más colapsada previo a la pandemia o, para decirlo en
los términos con los que comenzamos, es evidente que el imperio del Estado de
derecho no había eliminado la imposición de la fuerza ni la prepotencia de los
poderosos. Ya los hombres estaban siendo lobos del hombre. Por ello, el colapso
de la pandemia trajo a la sociedad colapsada la profundización de sus
características. La nueva normalidad es la vieja normalidad empeorada y la
rebelión es cínica y casquivana: todo lo que tiene para ofrecer son jóvenes
peleando para que los dejen beber una hora más tarde y teorías conspirativas sumando
likes.
La lógica de la amenaza cercana, del fin del mundo a la
vuelta de la esquina, funciona como moral disciplinadora, de aquí que el
colapso más efectivo sea siempre el que está por venir. Pero en este caso, lo
que el colapso pandémico mostró es que había un colapso entre nosotros antes
que aparezca el virus. Que la respuesta sea hoy una farsa y que las rebeliones,
entrado el 2021, sean cinismo de cotillón, demuestran, parafraseando la famosa
frase de Marx en El 18 brumario, que
el colapso estaba presente en el marco del imperio de la ley y que estaba tan
naturalizado que no nos habíamos dado cuenta que ya era toda una tragedia.
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