¿Puede una joven mujer afroamericana y activista ser
traducida por alguien que no sea ni joven, ni mujer, ni afroamericana ni
activista? La respuesta parece obvia, tal como atestigua la rica historia de
las traducciones a lo largo de los siglos. Sin embargo, lo que era obvio hoy ha
dejado de serlo. La polémica se da a propósito de una de las sorpresas en el
acto de asunción de Joe Biden en enero último. Me refiero a la aparición de una
joven poetisa que tuvo la responsabilidad de leer un poema en dicha ceremonia.
Los medios y las redes hicieron el resto para que la desconocida Amanda Gorman
se transformara de repente en una celebrity
a la que distintas editoriales del mundo pretenden traducir. En tiempos de
políticas de la identidad y con un gobierno que ha hecho de esas políticas su
bandera frente al trumpismo, haber seleccionado a Gorman no parecía casual. Sin
quitar mérito alguno a sus sentidas palabras, más que la calidad de su
intervención, los organizadores parecieron estar más preocupados por el hecho
de que quien vertiera un mensaje como ése sea una oradora mujer, joven,
afroamericana y activista, esto es, el perfil identitario de una buena parte
del electorado demócrata. Hasta aquí, nada que no haya ocurrido en otras partes
del mundo. Sin embargo, lo curioso fue lo que vino después, justamente, en
torno a la traducción de su libro The
Hill We Climb.
Para quienes no estén al tanto, al menos hasta el día en que
escribo estas líneas, hubo dos controversias que no pueden más que calificarse
de insólitas. La primera ocurrió cuando la editorial Meulenhoff eligió a la
premiada Marieke Lucas Rijneveld como la persona encargada de traducir el libro
al neerlandés.
Enterada de la noticia, la periodista y activista negra
Janice Deul publicó una columna en el periódico De Volkskrant criticando duramente
a la editorial por haber elegido a una persona que tiene los antecedentes para
realizar el trabajo pero que, a pesar de ser joven como Gorman, no es negra,
sino blanca, y, además, se autopercibe
no binaria. Ante la polémica, Rijneveld decidió renunciar a la propuesta aunque
no sin antes declarar que comprende la crítica y que desea que el mensaje de
Gorman llegue a la mayor cantidad de lectores y corazones.
En esta misma línea, algunos
días más tarde, por decisión de Viking Books, el sello estadounidense que edita
a la poetisa, se exigió que la editorial catalana Univers releve al traductor Víctor
Obiols quien había sido designado para la tarea de traducir a Gorman. Obiols
reaccionó de manera mucho más políticamente incorrecta que Rijneveld y escribió
en Twitter: “Vetado porque, a pesar de admirar mi
curriculum vitae, quieren una traductora mujer, activista y preferiblemente
negra”. Si bien luego habría borrado los twitts, más tarde declaró a AFP: “Es
un tema muy complicado que no puede tratarse con frivolidad. Pero si yo no
puedo traducir a una poeta porque es mujer, joven, negra, estadounidense del
siglo XXI, tampoco puedo traducir a Homero porque no soy un griego del siglo
VIII a. C. o no podría haber traducido a Shakespeare porque no soy inglés del
siglo XVI”.
A propósito de
la polémica recordé un texto que ha marcado un punto de inflexión en las
discusiones sobre las traducciones: me refiero a “Pierre Menard, autor de El
Quijote”, un cuento del escritor argentino Jorge Luis Borges incluido en el
libro Ficciones de 1944.
Pierre Menard
es un escritor francés de primera mitad del siglo XX creado por Borges para
llevar adelante la temeraria tarea de escribir “El Quijote”. La empresa, más
que temeraria, parece absurda o, cuando menos, confusa. ¿De qué se trata?
¿Quiere traducir al francés El Quijote
de Cervantes publicado en 1605? ¿Lo quiere reescribir para hacer una nueva
versión, una suerte de Quijote contemporáneo? ¿Quiere copiarlo con la ingenua
pretensión de que nadie se dé cuenta? Ese tipo de preguntas aparecen a lo largo
del cuento y la respuesta nos va a sorprender:
“[Menard] no
quería componer otro Quijote –lo cual es fácil- sino El Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica
del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas
páginas que coincidieran –palabra por palabra y línea por línea- con las de
Miguel Cervantes (…) Ser en el siglo XX un novelista popular del siglo XVII le
pareció una disminución. Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al quijote
le pareció menos arduo –por consiguiente, menos interesante- que seguir siendo
Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre
Menard”.
Llegados a
este punto es comprensible que no entendamos bien qué quiere hacer Menard.
Finalmente no lo quiere copiar en el sentido de una transcripción literal; de
lo que se trata, parece, es de escribir “El Quijote” tal como el original pero
a través de su propia experiencia, esto es, la de un escritor francés de
primera mitad del siglo XX. ¿Pero esto no sería lo mismo que una vil copia?
Para sumar algo más de confusión, Borges agrega que el texto de Cervantes y el de
Menard “son verbalmente idénticos pero el segundo es casi infinitamente más
rico”. ¿Cómo puede un texto ser más rico que otro si ambos son idénticos? Para
responder, Borges, propone comparar ambos textos en un pasaje que reproduciré
completo porque es de antología:
“[Cervantes
escribió] ‘…la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de
las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia
de lo porvenir’
Redactada en
el siglo XVI, redactada por el “ingenio lego” Cervantes, esa enumeración es un
mero elogio retórico de la historia. Menard en
cambio [la cursiva es mía] escribe:
‘…la verdad,
cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo
de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir’
La historia,
madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William
James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su
origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos
que sucedió (…) También es vívido el contraste de los estilos. El estilo
arcaizante de Menard –extranjero al fin- adolece de alguna afectación. No así
el del precursor, que maneja con desenfado el español corriente de su época”.
De este cuento de Borges donde brilla todo, especialmente la
ironía, se pueden inferir varias cosas: por un lado la idea de que en cada
traducción hay una suerte de “obra nueva”. “El Quijote” de Pierre Menard es
distinto al de Cervantes porque lo escribió Pierre Menard en la primera mitad
del siglo XX aun cuando los textos sean verbalmente idénticos. A su vez, en
segundo lugar, son distintos porque es el lector el que completa la obra, de
aquí que el mismo texto leído en el siglo XX tenga un significado distinto al
texto del siglo XVII. Por todo esto es que un texto publicado en 1605 puede
transformarse en una referencia para una lectura pragmatista de la historia
como la que se sigue de William James si y solo si es leído, obviamente, en el
siglo XX, es decir posterior a William James y a la existencia de la tradición
pragmatista; y, por eso, un texto idéntico puede ser al mismo tiempo
“arcaizante” o “desenfadado” según la época y según quien lo lea.
Si esta interpretación es correcta y si hay tantas obras como
traducciones y tantas obras como lectores, la discusión acerca de los
requisitos identitarios de los traductores de Gorman deviene baladí. Por
supuesto que de lo expuesto no se sigue que cualquier traducción valga lo mismo
pero pretender “la traducción perfecta” es absurdo, aunque, sobre todo, más
absurdo es pretenderlo afirmando que solo puede alcanzar esa perfección, o la
cercanía a esa perfección, un sujeto que cumpla con determinados requisitos
identitarios cuyo listado completo también merecería ridiculizarse con sendos
pasajes de cuentos de Borges. En otras palabras, ¿por qué pensamos que lo que
define a Amanda Gorman sobre todo es su condición de mujer a tal punto que un
varón o una persona autodefinida no binaria carecerían de la aptitud para
traducirla? ¿Y si lo que la define es su condición de activista? ¿Acaso ser afroamericana o
joven no podría pesar más? Desconozco el perfil socioeconómico de Amanda Gorman
pero ¿si fuera una joven rica debería ser traducida solamente por una persona
rica y también joven? ¿Y si fuera pobre? La lista se continúa al infinito y
podría incluir aspectos que en muchos casos son sensibles a nuestra identidad
como la familia en la que nos criamos, el barrio en que vivimos, la escuela
donde nos educamos, nuestros hobbies, pasiones, etc.
Llegados a este punto llegaríamos a la conclusión de que
Amanda Gorman solo podría ser traducida fielmente por ella misma, lo que
supondría un problema porque no le alcanzará toda la vida para conocer los
idiomas del mundo a los cuales podría ser traducida. Pero hay algo peor: si
cada idioma es una manera de ver el mundo, entonces cada traducción
desvirtuaría “la identidad del original” y la única traducción perfecta sería
aquella en la que el texto presuntamente traducido coincide palabra por palabra
con el original como coincidía “El Quijote” de Menard con el de Cervantes.
Para concluir, entonces, una de las paradojas que se siguen
de esta polémica es que en la búsqueda de la traducción perfecta, el énfasis
puesto en aquellos aspectos que determinarían la identidad de una persona, en
este caso, Amanda Gorman, lleva a la reducción individualista más extrema por
la cual solo la autora sería capaz de realizar su propia traducción. Solo ella
sería capaz de coincidir consigo misma y solo ella sería capaz de reproducir todas
las experiencias que aparentemente hacen de ése, y de todos los textos, un
texto único e irrepetible como es única e irrepetible toda biografía personal.
Así, paradójicamente, en la búsqueda de la traducción
perfecta quizás acabemos sin posibilidad de traducción alguna y en el
individualismo más extremo donde cada persona será un mundo en sí mismo incapaz
de comunicarse con el otro.
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