La revolución de la alegría ya no ofrece alegría pero al
menos pretende seguir siendo revolución. Para ello, necesita establecerse como
un tiempo cero, una inflexión en la historia. Los republicanos argentinos no han
modificado los calendarios aún como sí lo hicieran los republicanos franceses a
partir de 1792 y no nos han legado nombres raros para los meses como “brumario”,
“termidor”, “mesidor” o “germinal”. Sin embargo, nuestros revolucionarios,
amparados en la ausencia de credibilidad de las estadísticas oficiales,
decidieron que deberían ser juzgados por un número de la pobreza que comenzó a
ser medido en septiembre de 2016, esto es, diez meses después de haber asumido;
diez meses en los que la devaluación fue del 40% y el poder adquisitivo se
deterioró alrededor de un 10%. Si el mes de brumario en la revolución francesa
correspondía aproximadamente al lapso de tiempo entre el 21 de octubre y el 21
de noviembre de nuestro calendario, septiembre de 2016 equivale a diciembre de
2015 según la revolución macrista. Es más, incluso podría decirse que ésta es
una revolución particular porque más que inaugurar un tiempo nuevo, detuvo el
tiempo en diciembre de 2015 ya que todos los padecimientos ocurridos después se
justifican por lo ocurrido antes de esa fecha.
Si bien las usinas ideológicas del gobierno, más cómodas con
la designación de Think tank, han
hecho del desprecio por la historia un culto, la necesidad de crear una
identidad, incluso antes que la necesidad de justificar la crisis, los ha
obligado desde un principio a diferenciarse de un otro que ha ido variando su
denominación y que se acomoda a los requerimientos de las circunstancias.
Cuando el gobierno todavía podía presentarse como novedad, lo otro era “la
vieja política”; cuando eso ya no bastaba, lo otro fue “el kirchnerismo” y
cuando con la estigmatización hacia el kirchnerismo tampoco alcanzó, lo otro fue
“el peronismo” referenciado en el mantra que las principales espadas
comunicacionales del gobierno repiten cuando afirman que la crisis de la
Argentina comenzó hace setenta años. Pero no se trata de un simple cambio de
denominación sino de una radicalización. Porque oponerse a lo viejo o al
kirchnerismo no es lo mismo que oponerse al peronismo. Digamos entonces que la
cara amable de la revolución de la alegría no devino jacobina pero sí se está
mostrando profundamente antiperonista y conservadora. Y hay buenas razones para
sostener que las radicalizaciones suponen debilidad porque se radicaliza quien
se reconoce en retirada o al menos incapaz de seguir ampliando su base de
sustentación. El radical ve conspiraciones en todos lados y busca una
purificación que cada vez coincide más consigo mismo.
¿Pero de qué hablan cuando recurren a la cifra mágica de los
setenta años? Algunos audaces se animan a decir que esa fecha coincide con el
“peronismo” pero los más solo hacen referencia a esa fecha redonda casi mítica
y no se atreven a nombrar la palabra maldita. Se apuesta, claro está, a que se
instale, como se ha instalado el repertorio difundido por la revolución
libertadora acerca del peronismo en el ya célebre Libro negro de la segunda tiranía y como se instalan en la
actualidad mitos acerca de comandos venezolanos e iraníes, containers
enterrados tan profundamente que llegaron a China y bolsos con dólares que
viajaron en el Arsat para depositarse en un banco extraterrestre.
Pero a no ser por un antiperonismo supurante, no hay nada que
permita justificar semejante segmentación histórica ni ubicar al peronismo como
fuente de todos los males. Hubo déficit antes de 1946 y, a su vez, hubo
períodos de gobiernos peronistas con superávit fiscal o con déficit
absolutamente razonables, incluso más allá del déficit primario, porque no
olviden una cosa: la épica conmovedora del déficit cero que nos vienen a
promover en la actualidad siempre refiere al déficit primario, esto es, a lo
que gasta el Estado sin tomar en cuenta los intereses de la deuda. Y quienes
hablan de los setenta años de penurias, olvidan que hubo gobiernos peronistas
que cancelaron las deudas y/o que dejaron a las mismas con una incidencia muy
baja en relación al PBI. En todo caso, un corte más interesante puede ser el
producido hace “cuarenta años”, esto es, con el período de interrupción del
gobierno de Isabel Perón en lo que fuera el último golpe militar que generó una
aceleración fenomenal de la deuda. Pero, claro está, ese recorte podría
hacernos recordar que las políticas económicas de hoy tienen claros
antecedentes en las políticas económicas impulsadas en el año 1976 y algún mal
pensado podría indicar que hablando de los setenta años de peronismo lo único
que terminamos encontrando son cuarenta años de macrismo. Pero para no caer en
las lecturas tan lineales podría decirse que quizás convenga segmentar los
últimos setenta años en los períodos 1946-1975, 1976-2001 y 2002-2015. Esta
segmentación parece más razonable y coherente y no se trata de una segmentación
basada en el clivaje peronismo/antiperonismo sino de un corte donde se ven claramente
modificaciones enormes en lo que respecta a crecimiento de la deuda,
redistribución del ingreso y nivel de empleo, por citar algunas variables.
Con todo, claro está, la intención del gobierno, además de la
radicalización, es la de despegarse de los otros gobiernos que aplicaron las
políticas que aplica este gobierno. Y en este punto, la radicalización es tal
que asusta porque si el eufemismo que se utiliza para dividir la historia
argentina es la de gobiernos con o sin déficit, caemos en el artilugio clásico
de las posturas neoliberales que han destrozado este país en la macro y en la
microeconomía. Así, por más que el micrófono generoso de los comunicadores le
dé lugar a libertarios caricaturescos como Espert o Milei, para poder mostrarle
a la ciudadanía que hay algo a la derecha del gobierno, ya es voz oficial la
idea de que la actual crisis no es por el modelo de ajuste sino, al contrario,
por no haber ajustado lo suficiente. No ha sido, entonces, el ajuste el que nos
habría traído hasta aquí sino el presunto gradualismo. Para muestra compárense
estas afirmaciones con las de los dichos de los grandes liberales económicos
argentinos que a lo largo de las últimas cuatro décadas han fracasado una y
otra vez pero se justifican afirmando que “lo que pasa es que se metió la
política”, “no se hizo el ajuste profundo que se tenía que hacer” o, como dicen
algunos de los energúmenos actuales, “este país nunca tuvo una política liberal
en serio”.
Podría decirse, entonces, que la actual revolución es
curiosa. Perdió la alegría y cuando se indaga en sus aspectos revolucionarios
nos damos cuenta que no hay nuevo calendario ni un nuevo tiempo sino el regreso
a una Argentina preperonista donde el Estado es sinónimo de gasto populista, la
sindicalización es una extorsión organizada, y la justicia social y la
redistribución del ingreso serían términos que no se adecuan a los cambios del
mundo. Nos prometieron ingresar al siglo XXI en el cohete de la innovación y la
tecnología y, en nombre del emprendedorismo y manejando un UBER, nos están
llevando al siglo XIX y a la pujante pero concentrada y desigual Argentina del
centenario.
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