A pesar de no tener ninguna pretensión
de texto científico o analítico, torpe sería prescindir de las herramientas que
nos brinda 1984, la novela distópica que
George Orwell publicara en 1949, si nuestra pretensión es la de dar cuenta de
una gran cantidad de fenómenos y procesos que se desarrollaron durante el siglo
XX. Sin embargo, aunque muchas de las ideas allí presentes siguen teniendo potencia
esclarecedora, lo cierto es que, al menos desde la década del 80 del siglo
pasado, se vienen acelerando una serie de cambios que requieren abordajes
novedosos.
Con
todo, comencemos teniendo en cuenta que la figura emblemática de aquella
novela, El Gran Hermano, remite, casi de manera natural, al famoso panóptico de
Bentham, que, a su vez, es la figura elegida por el filósofo francés Michel
Foucault para describir lo que él denomina “sociedad disciplinaria”. Como
indica la etimología de la palabra, una estructura panóptica es aquella
constituida de modo tal que todo puede ser visto. En el caso de Bentham, él
hablaba de una cárcel en la que, desde la torre principal, un guardián pudiera
observar las acciones de cada uno de los presos en sus celdas. La
particularidad de esta estructura es que los prisioneros no pueden verse entre
sí ni tampoco ver al guardián. La visibilidad es unívoca: solo uno (el
guardián) puede ver sin ser visto. Esto trae consecuencias que cualquiera habrá
experimentado sin haber estado necesariamente en la cárcel. Me refiero al modo
en que actuamos sabiéndonos potencialmente vigilados. Dicho de otra manera, la
eficacia del panóptico está en que los prisioneros, al no poder observar si se
los vigila, actúan como si lo estuviesen, de modo que la estructura es eficaz
aun cuando no hubiera vigilante observando. Pensemos, si no, en el efecto
disuasivo de las cámaras de seguridad. Éstas son efectivas incluso cuando en la
central de monitoreo no haya nadie. Así, el solo hecho de la existencia de la
cámara, es decir, de una tecnología que permita ver sin ser visto, hace que el
delincuente se comporte “como si” estuviese siendo observado.
Foucault
cree que este modelo de la cárcel panóptica es representativo de un tipo de
sociedad que llamará “disciplinaria” y que tuvo plena vigencia en los siglos xviii, xix
y parte del xx. Es que, para
Foucault, la sociedad disciplinaria se caracteriza por distintas instituciones
de encierro. Esto incluye no solo a la cárcel sino a la escuela, la fábrica, el
ejército, el hospital y hasta la propia casa. Todas estas instituciones regulan
nuestra vida, nuestros cuerpos, haciéndolos dóciles gracias a un dispositivo
que concentra a los individuos, los distribuye en el espacio, les impone un
tiempo y los obliga a maximizar su productividad constituyendo, a su vez, un
tipo particular de subjetividad.
Aunque
todas estas instituciones de encierro siguen existiendo, otro filósofo francés,
Gilles Deleuze, advirtió en el año 1990 una crisis del modelo disciplinario y
una transición hacia un tipo de sociedad nueva: la sociedad de control. En
ésta, la tendencia ya no es al encierro. Más bien la sensación es la contraria,
y la gran paradoja es que las sociedades de control parecen ser sociedades de
la plena libertad, pues no hace falta ir a la fábrica ya que podemos trabajar
desde nuestras propias casas; no tenemos que asistir a la universidad porque a través de la computadora nos podemos
formar con cursos virtuales a distancia; gracias a la automedicación o a
diversos tratamientos evitamos acudir a centros asistenciales salvo alguna
situación excepcional, y hasta algunos presos pueden permanecer en libertad
mientras se monitorean sus pasos gracias a las tobilleras electrónicas.
El
paso de la sociedad disciplinaria a la de control acompaña también el cambio
del capitalismo clásico al poscapitalismo. Se abandona así un proceso de
producción y acumulación en el que a lo largo de nuestro día y nuestra vida
pasamos de una institución de encierro a otra y en el que nos constituimos como
individuos, para adoptar un proceso en el que lo que importa es el acceso a
servicios, la especulación financiera y en el que, sin haber encierro, el
control no cesa. En otras palabras, no salimos y entramos a instituciones de
encierro pero todo el tiempo estamos controlados, incluso creyendo que somos
libres.
Una
institución de encierro como la fábrica tenía una localización, un espacio, y
el trabajo que allí se desarrollaba ocupaba determinada cantidad de horas ante
la atenta mirada del jefe. Hoy muchos pueden trabajar desde sus casas,
despeinados y en pantuflas pero trabajan por objetivos que pueden llevar mucho
más que las horas de trabajo que tenía un obrero. El jefe no está presente en
persona pero está presente todo el tiempo en la medida en que el empleado tiene
un celular abierto por el cual puede recibir directivas las veinticuatro horas
del día. Está en su casa y parece libre. Pero está más controlado que nunca y
siempre tiene una deuda, en cuanto constantemente se le puede pedir más. El
encierro, en determinados interregnos, está ausente. El control, en cambio, no
cesa nunca. De aquí que Deleuze afirme que el Hombre ya no es el “Hombre
encerrado” sino el “Hombre endeudado” que carga con una suerte de moratoria
ilimitada que lo ata a ser un deudor eterno.
¿La
caracterización deleuziana es útil para pensar hoy? Absolutamente. Pero dentro del
paradigma de las sociedades de control, resultará útil agregar lo que, con el
filósofo coreano Byung-Chul Han, denominaremos “panóptico digital”. Para
comprender mejor ello, nos puede servir hacer una comparativa con el Gran
Hermano de Orwell, que, como indicábamos al principio, era representativo de la
sociedad disciplinaria que describía Foucault.
En
primer lugar, en 1984, el Partido
utilizaba la tortura como modo de conseguir información, obtener delaciones y
constituir subjetividades. En cambio, la era digital, lejos de torturarte,
promueve que te comuniques y que consumas. No te restringe. Te invita. Así lo
dice el propio Han en las páginas 29 y 30 de la edición castellana de su libro Psicopolítica:
El poder inteligente […]. No
enfrenta al sujeto. Le da facilidades. El poder inteligente se ajusta a la
psique en lugar de disciplinarla y someterla a coacciones y prohibiciones. No
nos impone ningún silencio. Al contrario: nos exige compartir, participar,
comunicar nuestras opiniones, necesidades, deseos y preferencia; esto es,
contar nuestra vida. Este poder amable es más poderoso que el poder represivo.
Escapa a toda visibilidad. […] La diferencia entre el viejo capitalismo y el
nuevo es el Me gusta. Es decir, el viejo te prohibía disciplinariamente, en
cambio este te seduce.
En
segundo lugar, podríamos detenernos en la interesantísima labor del Ministerio
de la Verdad en 1984 para
preguntarnos si hace falta manipular hoy el pasado. El interrogante es pertinente
porque tanto en Argentina como en España, por ejemplo, existen enormes
controversias respecto a perspectivas revisionistas de la historia que son
acusadas de acomodaticias con las necesidades del presente.
Según
Han, la técnica del poder neoliberal que seduce y aparenta otorgar libertades
no necesita controlar el pasado porque controla psicopolíticamente el futuro.
No estoy de acuerdo con tal afirmación pues el futuro es, en un sentido, un
tiempo que el actual capitalismo ha destruido y que solo aparece como comodín
justificador de algún plan de ajuste en el presente. El único tiempo
verdaderamente existente para el capitalismo actual es el presente, porque todo
debe ser consumido de manera inmediata y porque lo esencial de la circulación
de signos es la deshistorización y la descontextualización, los hechos como
meras sumatorias de “y” sin conexión alguna con lo pasado ni con aquello que
estaría por venir. ¿Para qué manipular el pasado si todo lo que vivimos es
continuo presente?
Por
último, quisiera reflexionar acerca de la internalización de la vigilancia que
suponía el panóptico de Bentham, pues resulta claro que tal idea no es
aplicable al panóptico digital. Los reclusos acomodaban sus comportamientos
porque se sabían potencialmente vigilados en cuanto eran cuerpos “puestos a la
vista”. Hoy en día, millones de personas en el mundo exponen sus vidas en las
redes sociales contándole al mundo entero su vida, sus deseos, sus fracasos, y
atiborrando de selfies un universo
cada vez más onanista. Son reclusos voluntarios de las redes, porque nadie los
obliga a brindar información y consideran que salirse de ellas es estar “afuera
del mundo”. El gran temor de las distopías clásicas aquí descriptas era la
posibilidad de ser controlado y observado todo el tiempo, era la posibilidad de
que nos extrajeran información. En el mundo actual el gran temor es a no ser
visto, a ser ignorado, a tener menos “Me Gusta” que mi amigo y a tener menos
amigos virtuales que mi vecino; el gran temor es que la información que voluntariamente
quiero brindar sea pasada por alto. Y lo más curioso es que, en un mundo donde
todos creemos conocer las grandes conspiraciones, lo cierto es que, a
diferencia de los prisioneros de la cárcel de Bentham, no nos sentimos
vigilados. Nos creemos libres a pesar de que ahora el vigilante no está arriba
de la torre. Es más: el vigilante tampoco es el servicio de inteligencia ni el
señor dueño de Facebook. Es mucho más simple el asunto: el control está en
cualquiera. De hecho, en las redes sociales, todos funcionamos como control de
los otros. De aquí que sea un control sin centro pero mucho más afectivo en
cuanto la gran trampa es que ahora los reclusos pueden verse entre sí y, de
hecho, están hipercomunicados. El control actual, entonces, no está en el
aislamiento ni en la compartimentación, sino justamente en todo lo contrario,
en abrir el juego a la visibilidad total y en plantear que es necesario y
deseable exhibirse tal cual uno es en sus perfiles.
En
el marco de Estados totalitarios exigíamos nuestros derechos individuales
contra la ubicuidad bestial de quienes por razones políticas, religiosas o
sexuales eran capaces de meterse hasta en nuestras camas. Se luchaba por
diseñar la esfera del goce de determinados derechos que no podían ser invadidos
por la esfera estatal. Hoy, en tiempos de las dictaduras de mercado y las
censuras moralizantes de la corrección política, generaciones enteras claman
por el derecho a acceder a una red social para poder exhibirse y ser libres. De
hecho, hay quienes dicen que, en breve, observaremos una pintada en algún muro
(real o digital) que rezará: “Facebook o Muerte. Venceremos”.
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