jueves, 30 de marzo de 2017

Desaparecidos: el fin del último consenso (editorial del 26/3/17 en No estoy solo)

Uno de los eslogans más repetidos por políticos de centro y de derecha de la Argentina, refiere a la necesidad de emular el llamado “Pacto de La Moncloa” español.  Si bien aquí no se trata de salir de una dictadura ni interviene la realeza, se hace esa referencia cuando se quiere decir que nuestro país necesita que las fuerzas políticas y los diversos actores sociales acuerden una serie de principios básicos o políticas de Estado. Haciendo una analogía con los juegos, podría decirse que hace falta fijar un conjunto de reglas que identifiquen al juego y que los jugadores deben aceptarlo de antemano si es que quieren ser reconocidos como tales.
Es difícil oponerse a esta idea que tanto ha calado en el sentido común y que resulta muy intuitiva pero, claro está, en la medida en que intentamos dar carnadura a esos principios básicos, que hoy serían el juego democrático y un conjunto de políticas públicas vinculadas a qué modelo de país queremos, empiezan a arreciar las diferencias o, en todo caso, a haber desacuerdos interpretativos sobre aquellos principios. Lo diré con algunos ejemplos: ¿cómo se logra una Argentina justa? ¿Haciendo que todos tengan lo mismo o dejando todo librado a la meritocracia? Cuando decimos que Argentina tiene que crecer sostenidamente, ¿pensamos lograrlo impulsando el mercado interno con fuerte intervención estatal o esperando que las inversiones privadas lleguen tal como lo fije el mercado? Por supuesto que siempre hay opciones intermedias y matices, y estos son solo dos pequeños ejemplos de las dificultades que se plantean cuando diversas tradiciones o ideologías llevan al terreno práctico sus valores y cosmovisiones. Porque todas las corrientes de pensamiento, o casi todas, supongo, querrán una Argentina libre, independiente, soberana, justa, donde impere la verdad y donde todos los argentinos puedan vivir dignamente pero hay enormes desacuerdos respecto a qué significa cada una de estas cosas.
Sin embargo, aunque muchas veces no sea tenido en cuenta, los argentinos supimos, en este breve período de recuperación de la democracia comenzado en 1983, acordar en un punto: el decir “Nunca Más” a las dictaduras militares y el enfrentar aquella larga noche nefasta con Memoria, Verdad y Justicia. Lo hicimos con mucha valentía porque fuimos el único país que juzgó a sus militares, más allá de las presiones que llegaron después y que culminaron con las leyes de Punto Final, Obediencia Debida e Indulto. Llevó y llevará mucho tiempo recomponer aquel horror que persiste en las víctimas directas e indirectas y que todavía se expresa dramáticamente en la búsqueda de los hijos apropiados, pero hubo un acuerdo generalizado en este sentido que se fue sedimentando con el tiempo, tal como se puede observar respecto a la discusión en torno a la teoría de los dos demonios que todavía se dejaba ver en el prólogo original del Nunca Más.
Digamos, entonces, que la sociedad Argentina, gracias al impulso y a la decisión política, primero de Alfonsín y luego, también, de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, saldó ese debate entendiendo que la violencia del Estado no es comparable a ningún otro tipo de violencia y que la cifra de desaparecidos era de 30.000, a pesar de que el trabajo de la Conadep, presumiblemente incompleto, había arrojado aproximadamente un tercio de aquella cifra, o que documentos militares desclasificados en EEUU indicaran que los militares argentinos reconocían unos 22000 desaparecidos hasta 1978 (ver la nota de Hugo Alconada Mon, en La Nación, el 24 de marzo de 2006, cuyo título es “El ejército admitió 22000 crímenes” <http://www.lanacion.com.ar/791532-el-ejercito-admitio-22000-crimenes> ).
Está claro que la cifra de 30000 es simbólica y que probablemente nunca sepamos si fueron algunos más o algunos menos pero aquello no importa, justamente, porque se trata de una cifra simbólica. Sin embargo, en los últimos años, y con mayor presencia desde la asunción del último gobierno, el debate retornó casi siempre en torno a la veracidad de la cifra “30000” como una forma bastante perversa de poner en tela de juicio y de reflotar un debate que estaba saldado. Primero comenzaron algunos periodistas y políticos opositores a la administración kirchnerista cuando, imposibilitados de poner en tela de juicio la noción universal de Derechos Humanos, apuntaron a denunciar la presunta apropiación partidaria de los mismos. Reapareció así, aggiornada, la teoría de los demonios con títulos alternativos como “Memoria completa” o “Dos verdades” y colaboraron con ello sectores negacionistas y ex guerrilleros con repentino fervor de concordia liberal y republicana. Y en los últimos meses, de boca del propio presidente se volvió a hablar de “guerra sucia” y de “el curro de los derechos humanos”, un Ministro de Cultura de la Ciudad indicó que el número “30000” había sido un invento para cobrar subsidios, y el Titular de la Aduana, un excarapintada, se negó a admitir que los militares hubieran realizado un plan sistemático tal como determinó la justicia.        
Esto, claro está, acompañado de programas de TV que en su lógica polemista ponen en igualdad de condiciones a debatir cara a cara a una víctima de la represión estatal con un referente negacionista, debate que curiosamente es presentado como la panacea de una sociedad democrática en la que se escuchan todas las voces. Si bien podemos discutir si lo hacen por razones ideológicas o por la lógica espectacularizada de los debates basada en la aceptación boba de una interpretación banal de cierto principio del periodismo que arrojaría que siempre hay que presentar “las dos caras” del debate (pasando de largo la discusión acerca de si la voz negacionista y antidemocrática, es decir, la voz que no acepta las reglas del juego democrático, puede ser ubicada allí sin más), lo cierto es que habiendo pasado ya largamente las tres décadas de recuperación democrática, los sectores que nos hablan de sentarnos en una mesa para acordar los puntos básicos de nuestro “La Moncloa” lograron quebrar, quizás, el único y más importante consenso que teníamos los argentinos.
Para ser una derecha moderna, digamos que lograron un éxito digno de las derechas más recalcitrantemente arcaicas.        

       

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