Reflexiones acerca del modo en
que la pandemia ha repercutido en nuestras vidas ha habido de las más dispares.
Los más aventurados auguraban un punto de inflexión en la historia de la
humanidad y los más escépticos indicaron que, tras la zozobra inicial, las
cosas volverían a un cauce relativamente normal, para bien o para mal.
Con todo, y más allá de estas
diferencias, en lo que todos parecieron acordar es en que aquel episodio alteró
nuestra relación con el tiempo. Efectivamente, especialmente en los inicios
cuando prácticamente todo el mundo adoptó una estrategia de confinamiento
estricto, la ruptura de la rutina transformó el modo en que trascurrimos los
días en relación con la familia, el trabajo y el tiempo libre.
Es en ese marco que se comprende
mejor el nuevo libro de Jenny Odell, Saving
Time, cuya traducción, ¡Reconquista
tu tiempo!, puede hacernos creer que estamos frente una de las tantas
opciones de autoayuda. Pero no es el caso. Se trata más bien de un manifiesto
radical que es, a su vez, una suerte de secuela de ese manual para “resistirse
a la economía de la atención” que fue su exitoso libro anterior, How to Do Nothing (Cómo no hacer nada).
En su nuevo libro, Odell se
propone reflexionar sobre las raíces sociales y materiales que sustentan la
idea de que el tiempo es dinero. Y sí, señor lector, tal como usted ya se ha
percatado, se trata de aquello que un tal Karl Marx había advertido hace ya un
tiempo.
A propósito, la propuesta de
Odell, tal como ella mismo lo reconoce, es la de un giro copernicano en nuestra
forma de vida. De aquí que no se sume a las modas decrecentistas ni a los
movimientos “slow” que llaman a
detener la espiral de consumo pues, para ella, se trata de simples placebos, anestesias
que brinda el sistema capitalista para que no vayamos contra él.
Así, abrazando sin matiz alguno toda la liturgia woke, Odell afirma cosas tales como:
“Lo que dio origen a nuestro actual sistema para medir y marcar el tiempo
(…) fueron el colonialismo y la actividad comercial europeos (…) los orígenes
del reloj, el calendario y la hoja de cálculo son inseparables de la historia
del extractivismo tanto de los recursos de la tierra como del tiempo de trabajo
de las personas. En otras palabras, quien hoy siente la dificultad de
reconciliar la presión del tiempo y la ansiedad climática está lidiando, en
realidad, con las consecuencias situadas en los dos extremos de una cosmovisión
muy específica que ha producido nuestra forma de medir el tiempo de trabajo
como la devastación ecológica en pro del beneficio económico”.
Por si esto fuera poco, y para comprar el paquete completo, alrededor de
esta manera de entender el tiempo, propia del Occidente capitalista, estaría la
explicación que da cuenta del modo en que operan las jerarquías en torno al
género, la raza, la capacidad y la clase social. Algo así como una “brecha
temporal” por el que todo aquel que no sea hombre, blanco y heterosexual,
padecería el tiempo de una manera desaventajada. De hecho, entre el insólito
sinfín de citas y referencias desjerarquizadas que tiene el libro (en la
edición para e-book, el 30% del libro
son citas y bibliografía, a las que habría que sumar una o dos más en cada una
de las páginas del texto), recoge afirmaciones de activistas capaces de decir,
“Las dueñas del tiempo son las personas blancas”.
Donde el libro amaga con ofrecer
algún elemento conceptual novedoso es en el capítulo 3, cuando se refiere al
ocio. Allí, más allá de que autores como Byung-Chul Han ya se habían referido a
esto con anterioridad, da en el punto cuando refiere al modo en que hoy el ocio
es pensado siempre en relación al trabajo: se descansa para volver descansado
al trabajo. Así, el ocio sería solo un tiempo de “no-trabajo” pero sin ningún
tipo de diferencia cualitativa y, a su vez, se ofrecería en sí mismo como otro
objeto de consumo. Pensemos, si no, en los influencers
vendiéndonos su “ocio” con toda esa palabrería de esta nueva “economía de la
experiencia” en la que el capitalismo nos dice que ahora la tendencia es
consumir momentos antes que objetos perdurables.
En todo caso, el problema de
Odell, algo bastante común, por cierto, es esa especie de obligación que creen
tener los autores/activistas de ofrecer soluciones cuando con un buen
diagnóstico ya hubiera sido suficiente. Y allí, a pesar de que pretende ofrecer
herramientas conceptuales de precisión, abraza definiciones como las que
siguen:
“Si la definición de ocio tuviera alguna utilidad, a mí me parece que
tendría que ser esta: una interrupción, una aprehensión, un atisbo tanto de la
verdad como de algo completamente distinto de todo lo que vemos normalmente.
Este ocio es algo ajeno no solo al mundo del trabajo, sino también a nuestro
mundo habitual, cotidiano”.
Aun para quienes acostumbramos tener lecturas con contenido abstracto, un
pasaje como el señalado resulta espeluznante.
Algo similar sucede cuando siguiendo a un libro de Josef Pieper, El ocio y la vida intelectual, la autora
suscribe a la idea de que “el ocio (…) se asemeja más a un estado mental o una
postura emocional; un estado que solo puede alcanzarse –como ocurre con
quedarse dormido- dejándose ir. Conlleva una mezcla de asombro y gratitud, ‘algo
de la serena alegría del no poder comprender, del reconocimiento del carácter
secreto del mundo’”. Poético, pero conceptualmente inasible.
Lo cierto es que, para Odell, esta nueva concepción del ocio alteraría la
idea del tiempo como elemento cuantificable y ofrecería semillas de revolución
en un mundo “saturado por el patriarcado, el capitalismo y los colonialismos
viejos y nuevos”.
La solución para Odell es, entonces, comprender que hay otras formas de
medir y conectarse con el tiempo. De aquí que dedique los últimos capítulos a
desarrollar distintos ejemplos de lo que ella llama “cronodiversidad” desde la
perspectiva de pueblos indígenas de distintas partes del mundo. El argumento
podría sintetizarse así: si el capitalismo extractivista de Occidente, que se
manifiesta en su forma de entender el tiempo, es el causante del cambio
climático, entonces la concepción del tiempo de las comunidades no occidentales
que viven en supuesta armonía con la naturaleza, podría ofrecer una salida.
En esta línea, la autora se hace eco de debates online en los que se dice que no hay claridad entre qué es estar
vivo o estar muerto y cita a un tal George Tinker que afirma que es arrogancia
del capital globalizado estar seguro de que las rocas no tienen conciencia,
ejemplo que le permite a Odell hablar de árboles que acuerdan entre sí porque
tienen unidad de propósito y concluir que “es difícil mantener las rocas la
margen de lo que (hoy) normalmente consideramos vivo”. Contrariamente a lo que
considera la autora, desde aquí, humildemente, consideramos que no es tan
difícil. De hecho, es bastante fácil.
En síntesis, Odell acierta en posarse en una temática tan interesante como
es la del tiempo, especialmente a partir del gran cambio que significó el modo
en que nos conectamos con él desde la pandemia. Asimismo, se sirve de diagnósticos
certeros, aunque harto conocidos en el mundo académico, que advierten el modo
en que la temporalidad es hija de condiciones materiales e históricas. Sin
embargo, al momento de ofrecer una presunta solución, repite los mantras de la
religión woke trazando una serie de
linealidades y causalidades difíciles de sostener, a lo que suma una particular
combinación entre marxismo radical y romantización indigenista que ofrece menos
sorpresa que perplejidad.
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