Mark Zuckerberg admite que el
gobierno de Biden presionó reiteradas veces a su empresa, META, para que
retirara contenido sobre la COVID-19 y una nota de New York Post acerca del comprometedor contenido de la computadora
portátil del hijo del presidente estadounidense; Pavel Durov, el magnate dueño
de Telegram, es arrestado en Francia acusado de no aplicar criterios de
moderación y control del contenido que se vierte en la plataforma; un juez
brasileño ordena la suspensión inmediata de la red social X (Twitter) acusando
a la empresa de Elon Musk de no designar un representante que enfrente,
eventualmente, las responsabilidades legales de oponerse a bloquear cuentas que
habrían difundido mensajes de odio y noticias falsas. No twittearás, parece ser
el nuevo mandamiento progre.
Lo más curioso es que todo eso
pasó en las últimas dos semanas en una espiral que ubica a las redes sociales
en el centro del debate público y donde se solapan varias discusiones. Por lo
pronto, la más general y que lleva ya varios años, refiere a la responsabilidad
de las plataformas por el contenido vertido allí. Dicho más simple: ¿tiene, por
ejemplo, Facebook (META), la misma responsabilidad por el posteo de sus
usuarios que la que tendría el director de Clarín por las notas publicadas en
su diario? La respuesta intuitiva sería que no, pero desde hace mucho tiempo
sabemos que las plataformas tampoco son meros canales neutrales de información,
a punto tal que todas cuentan con criterios de regulación y edición.
Sin embargo, como suele ocurrir,
los conflictos se dan en las zonas grises. Dicho de otra manera, todos vamos a
acordar que las plataformas deberían tener criterios rigurosos para impedir el fomento
de información asociada a, supongamos, pornografía infantil, trata de personas,
etc. De hecho, la policía francesa adjudicó la detención de Durov a una
investigación por la cual se acusa a Telegram de no haber hecho lo suficiente
para bloquear e impedir la circulación de información asociada a este tipo de
delitos.
Sin embargo, claro está, hay
otros casos donde la intromisión de los gobiernos parece tener motivaciones
políticas y se posa sobre noticias u opiniones que, en todo caso, son
controvertidas y hasta equivocadas, pero de ninguna manera censurables.
Hablando de las últimas declaraciones de Zuckerberg, estar en contra del
confinamiento al que los gobiernos sometieron a los ciudadanos, no es una fake news ni fomenta el odio. Quizás sea
un error y, en lo personal, creo que los que encontraban oscuras conspiraciones
detrás de ello, estaban equivocados. Sin embargo, también creo que estaban en
lo cierto quienes observaron que muchos gobiernos se aprovecharon del hecho
objetivo de la pandemia, sea para aplicar sistemas de vigilancia, sea
simplemente, porque el encierro les significaba rédito político frente a una
sociedad asustada.
Asimismo, por ejemplo, ¿decir que
hay solo dos sexos es lenguaje de odio? ¿Por qué? Quizás esa afirmación sea
falsa, quizás ofenda a determinados usuarios, quizás haya más sexos, quizás
deberíamos hablar de géneros, quizás la biología no cumpla ningún rol en la
determinación de la identidad de las personas, pero ¿afirmarlo implica odiar a
alguien o a un grupo de personas?
En la misma línea, hay
información que pertenece, sin dudas, a la categoría de noticia falsa, al menos
así lo entendemos los que consideramos que hay una realidad externa y que los
enunciados deben confrontarse con ésta. Pero hay situaciones más problemáticas
donde, en todo caso, nuevamente, puede haber sesgo, intencionalidad, intereses
o hasta una retórica particular con el fin de persuadir… pero llamar a eso
estrictamente “fake news” es
complejo. Si volvemos al caso de la pandemia, es falso que la vacuna mate y ha
sido vergonzosa la cantidad de información que han hecho circular los
denominados “antivacunas”, entre ellas, la inolvidable teoría conspirativa de
la introducción de un microchip subcutáneo para controlarnos. Sin embargo, no
es falso que, en algunos casos muy puntuales, la vacuna tuvo efectos
secundarios que, eventualmente, pudieron ocasionar la muerte de quienes fueron
inoculados. Lo aceptaron las propias compañías farmacéuticas. No es una fake news. Es de mucha mala fe hacer
foco solo en esos casos; es de mala fe también englobar a todas las vacunas
allí; es de una profunda irresponsabilidad no cesar en propagar esa información
sin tomar en cuenta la abrumadora evidencia de que, en la mayoría de los casos,
la vacuna funcionó bien. Pero hablar de una noticia falsa que habría que
censurar es problemático.
Es que esta dificultad objetiva
es permeable a las intencionalidades políticas en un contexto muy particular en
el que, más allá de ser siempre un terreno en disputa, las redes parecen ser el
canal donde las expresiones de derecha tienen un espacio, especialmente si lo
comparamos con el modo en que estos puntos de vista han sido relegados a un
segundo plano por la hegemonía cultural progresista de los canales
institucionales y los medios tradicionales. Porque, digámoslo, el conflicto en
Brasil con X, que ha llevado a la demencial idea de quitarle la posibilidad a
millones de brasileños de expresarse a través de un canal masivo, es un
conflicto ideológico que se explica por la prédica libertaria de Elon Musk.
Pero, sobre todo, expone la vehemencia y la tozudez con que las miradas
progresistas intentan dar cuenta del fenómeno del auge de las derechas en el
mundo. Por ello no hay que sorprenderse que la problemática del odio y las
noticias falsas aparezcan cada vez que el progresismo pierde o está cerca de
perder una elección.
Es que, herederos de las
“vanguardias iluminadas” y, por tanto, con un doble discurso respecto a su
presunta extracción popular, el progresismo no puede concebir que haya razones
para votar alternativas a sus propuestas. Trump, el Brexit, Bolsonaro, Milei y
cualquier buena elección de la ultraderecha en el mundo se explicaría así por
la manipulación de una masa ignorante guiada por la pantalla del Smartphone,
esa que ocupa ahora el lugar que antes ocupaba la TV para “dominar a las
masas”. Así, la noticia falsa y el odio siempre son ajenos, siempre son la
razón que explica el voto del que no me vota a mí. No llegar a las mismas
conclusiones que yo solo puede ser producto del engaño al que son sometidas
personalidades débiles, fácilmente manipulables por el odio y la mentira.
Nosotros estamos en la Verdad. Si perdemos no es por estar equivocados. La
autocrítica llega como mucho a un “no hemos comunicado bien”, como si el problema
fuera de forma y no de contenido.
Para concluir, entonces, digamos
que “lenguaje de odio” y “fake news”,
las dos grandes estrellas de las cuales se sirven gobiernos, instituciones y
algunas plataformas para legitimar intentos de regulación, resultan claros solo
en los casos extremos, pero acaban siendo categorías demasiado laxas, abiertas
a la discrecionalidad del editor de turno, sea la propia plataforma, sean los
gobiernos.
Por ello, es necesario decir que
las plataformas son, en buena medida, responsables de parte del nivel de
toxicidad que invade el debate público en tanto promotores conscientes, y con
intereses económicos detrás, de la polarización. De modo que inocentes no son y
algo hay que hacer.
Pero la alternativa a la
desregulación total, no puede ser nunca, bajo ningún concepto, una regulación
sesgada.
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