Desde la ola de militares y
policías trans sospechados de cometer “fraude de ley” hasta el episodio en Televisión
Canaria con Emma Colao, no hay semana en la que la “cuestión trans” esté
ausente del debate público.
No se trata, claro está, de un
fenómeno estrictamente español. De hecho, en estos días, Escocia se ve envuelta
en una polémica nacional a propósito de la entrada en vigencia de una ley sobre
los denominados “delitos de odio”; las principales portadas de los diarios
ingleses dan cuenta de la publicación del “Informe Cass”, impulsado por el
gobierno británico, cuyas conclusiones son lapidarias respecto a las
consecuencias de los tratamientos de hormonización sobre menores que
manifiestan disforia de género; y las más importantes publicaciones del mundo
dedican sus páginas a reseñas a favor y en contra de Who’s Afraid of Gender?, el nuevo
libro de Judith Butler, probablemente, una de las máximas referentes de la
teoría de género abrazada por los nuevos feminismos.
Es imposible resumir en pocas
líneas toda la riqueza del debate, pero cabe preguntarse por qué el feminismo,
originalmente circunscripto a reivindicar la igualdad de las mujeres, digamos, “biológicas”,
abraza la causa trans. Y allí puede haber muchas respuestas, pero lo que no se
puede pasar por alto es que “lo trans” es cosustancial a cierto feminismo
constructivista en su cruzada antibiologicista. ¿Por qué? Porque si el género
(y, para algunos, el sexo mismo) son construcciones sociales, la biología solo
puede ser un límite material a ser superado tras el proceso de deconstrucción
cultural.
Pero, claro, si no hay una base
material/biológica, si todo es una construcción social, aparece el problema de la
definición, es decir, qué es, al fin de cuentas, una mujer (la misma pregunta
valdría para los varones, claro está). Y en este punto es que nos enfrentamos a
episodios risueños. Como aquel joven que, interpelado por un periodista en una
manifestación, dijo que una mujer es una “comunidad política”; o la propia
Irene Montero, que definió a la mujer como “una persona que sufre de más
violencia, de más pobreza y de más discriminación”, pero luego se quedó sin
palabras cuando el entrevistador advirtió que, según esa definición, la propia Montero
no podría ser considerada una mujer. Es más, según esta perspectiva, todos los
varones que sufren más violencia, más discriminación y más pobreza que la
propia Montero, probablemente una importante cantidad de los varones españoles,
serían mujeres.
Una perplejidad similar
encontramos en ese documental del activista Matt Walsh, What is a Woman?, que interroga a diversas personalidades,
intelectuales, etc., acerca de qué es una mujer. Más allá del evidente sesgo
que tiene Walsh y de los valores de la familia tradicional que pretende
defender, el documental es esclarecedor porque muestra que, al intentar eludir
la respuesta “biológica”, nadie puede dar una explicación satisfactoria a la
pregunta, aparentemente simple, de qué es lo que define a una mujer.
Así observamos que la mujer está
en el centro del debate público, pero quienes dicen reivindicar sus derechos,
no pueden ofrecer una definición básica de qué entienden por tal, y lo hacen
por intentar evitar un presunto esencialismo y, sobre todo, por rechazar algún
tipo de conexión material/biológica con el género/sexo. Este punto es curioso
porque no son pocos los trans, gays y lesbianas que acuden a la biología y/o a
razones innatas para dar cuenta de su identidad. De hecho, son mayoría los
relatos de los miembros de la comunidad LGBT afirmando “ya desde niño/a yo me
sentía diferente… jugaba a vestirme de… sentía atracción por …, etc.” En esos
relatos, entonces, aparece el elemento “precultural” como una potencia que los
mandatos y las imposiciones de la sociedad no pudieron dominar.
Asimismo, el constructivismo
social que, desde la academia, ha irradiado a la agenda pública y a la
legislación, ofrece una serie de inconsistencias de cara a una mayoría de la
sociedad que va bastante más allá de los sectores ultraconservadores. Dicho en
otras palabras, no hace falta ser misógino, homofóbico o transfóbico para
advertir que algunas consecuencias de la legislación trans son problemáticas, paradójicamente,
en especial, para las mujeres.
El mejor ejemplo de esto se da en
el modo en que las mujeres trans obtienen una ostensible ventaja sobre las mujeres
biológicas en determinados deportes. No hay que ser un experto para observar
que, evidentemente, en determinadas disciplinas, la biología de quienes
nacieron varones corre con ventaja.
Una manera más indirecta en la
que las mujeres se ven afectadas, es cuando se producen casos que, podría
sospecharse, son fraudulentos, en el sentido de que son realizados por varones
que en el cambio de sexo a nivel legal obtienen algún privilegio. ¿En qué
sentido las afecta? En el hecho de que expone que hoy en día ser mujer supone
también algunas ventajas de discriminación positiva, lo cual contradice el
discurso oficial. Pero esto se vio claramente en el caso de los militares
mencionados y en otro sinnúmero de ejemplos donde, dependiendo el país, una
mujer puede jubilarse antes que un varón, o tener un trato preferencial
respecto de la tenencia de los hijos en caso de un divorcio conflictivo, por
citar solo algunos.
En este mismo sentido, si la
autopercepción deviene criterio suficiente para un reconocimiento estatal, lo
que puede aparecer como privilegio es todo aquello vinculado a la agenda de
género porque rápidamente alguien podría preguntarse por qué el Estado debe
aceptar mi autopercepción de género, pero no la autopercepción de mi edad, mi
nacionalidad o mi etnia. Al fin de cuentas, todas serían categorías políticas,
constructos sociales que, como diría Butler respecto del género, se van
confirmando performativamente en cada acto que realizamos.
Asimismo, si bien es evidente que
hay fraudes, el hecho de una legislación cuyo único criterio es la autopercepción,
elimina la posibilidad de determinar cuándo se producen los mismos. Si no
importa la palabra de terceros, ni especialistas; si no hay determinados hechos
contra los que contrastar, y lo único a ser tenido en cuenta es lo que la
persona dice de sí misma y de lo que siente, ¿cómo es posible determinar su
mala fe?
Por último, aunque resulte más
inasible, probablemente el elemento más nocivo es que la discusión acerca de
“lo trans” ha llevado al feminismo a quedar preso de cierta endogamia
academicista y lo ha alejado de las reivindicaciones más concretas de los feminismos
clásicos.
Lamentablemente, frente a esas
inconsistencias, en vez de dar un paso atrás para repensar otras opciones, (porque
entre el determinismo biológico más burdo y el constructivismo social más
radical habría muchos puntos intermedios donde acordar), se avanza hacia legislaciones
punitivistas. El ejemplo de la nueva ley contra los delitos de odio que ha
entrado recientemente en vigencia en Escocia y que mencionamos al principio, es
una muestra. Por ésta, J. K. Rowling, la autora de Harry Potter, podría ir a la
cárcel tras insistir en su posición de que una mujer trans no es una mujer.
Para finalizar, soy de los que
cree que los Estados deben dar alguna respuesta a la cuestión trans y que la
solución no puede ser un regreso al estadio existente apenas algunos años
atrás, donde asumirse como tal suponía sufrir discriminación, violencia y/o
estar condenado a la prostitución. Pero esconder o, peor aún, intentar censurar
o cancelar a quienes exponen algunos de los problemas a los que están llevando
algunas teorizaciones que se han encarnado en legislaciones, no parece el más
adecuado de los caminos.
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