La consulta formulada por la senadora republicana, Elise
Stefanik, había sido precisa y pretendía (y merecía) una respuesta por sí o por
no: ¿instar al genocidio de los judíos viola las normas de la institución
educativa? Las personas interpeladas eran las rectoras de algunas de las más
importantes universidades estadounidenses.
¿El escenario? Una audiencia de la Comisión de Educación
y Trabajo de la Cámara de Representantes de Estados Unidos. ¿El marco? La creciente
ola de violencia que comenzó en estas universidades tras el ataque terrorista
de Hamas en octubre último. ¿La respuesta? “Depende del contexto”.
Como era de esperar, la consecuencia fue prácticamente
inmediata y, al día de hoy, supuso la renuncia de dos de las interpeladas: Liz
Magill, rectora de la Universidad de Pensilvania, y Claudine Gay, la primera
rectora negra y segunda rectora mujer en la historia de la Universidad de
Harvard. Si bien días después se arrepintió de sus dichos, en la audiencia
mencionada, además de apelar a reconocer las circunstancias, Gay indicó que, en
todo caso, el problema se daba cuando “el discurso se convierte en conducta”. Aun admitiendo que es
una respuesta posible, no deja de ser una salida curiosa en boca de quienes nos han vendido una interpretación
infantil de los actos de habla, la performatividad del lenguaje y los
“discursos del odio”.
Con
todo, esta última renuncia no es otra cosa que un paso más en una escalada que
nadie sabe dónde culmina y que, en casas de estudio enormemente politizadas,
parece haberse desmadrado completamente. De hecho, si nos situamos en algunos
de los hechos acaecidos después del 7 de octubre, en diversas universidades
estadounidenses, y en apenas semanas, encontramos una riña tras el intento de quemar una bandera israelí,
amenazas de muerte a alumnos por su condición de judíos, escraches, la
desaparición de los carteles con los rostros de los israelíes secuestrados, y
manifestaciones violentas entre aquellos que apoyan y aquellos que critican la
respuesta del Estado de Israel.
A propósito de esto, el
psicólogo social Jonathan Haidt, coautor de
La transformación de la mente
moderna, publicó en la red X un mensaje advirtiendo una suerte de
“antisemitismo institucional” y un doble estándar:
“Como profesor que está a
favor de la libertad de expresión en el campus, puedo simpatizar con las
respuestas “matizadas” dadas ayer por las rectoras de las universidades, sobre
si los llamados a atacar o aniquilar a Israel violan las políticas de expresión
del campus. Lo que me ofende es que, desde 2015, las universidades se hayan
apresurado a castigar las “microagresiones”, incluidas las declaraciones
destinadas a ser amables, incluso si una sola persona del grupo se ofendiera (…)”.
Efectivamente, aun cuando fuera enormemente
controvertido, las casas de estudio podrían echar mano a una tradición de
tolerancia, a la primera enmienda o a la simple costumbre, para intentar encuadrar
estas manifestaciones en el ámbito de la libertad de expresión. Sin embargo, se
trata de las mismas universidades que han estado a la vanguardia del impulso de
una serie de normativas que serían risibles si no fueran tan dañinas. Pues de
esos Think tanks progresistas es que
han salido las ideas de los “espacios seguros” y las “trigger warnings” para estudiantes adultos cada vez más
infantilizados, o los “lectores sensibles”, aquellos que en tiempos de menos
eufemismos solíamos llamar “censores”. Son los mismos responsables de la
peligrosa cultura de la cancelación que lleva a la muerte civil de manera
indistinta y arbitraria a un criminal abominable o a un idiota que pudiera
haber hecho un comentario poco feliz en una red social 15 años atrás, todo
según el humor social del enjambre cibernético.
Sin negar que,
eventualmente, algunas de estas manifestaciones escondieran un antisemitismo
más o menos larvado, creo que Haidt acierta en denunciar el doble estándar,
pero se equivoca al adjudicarlo a una acción “institucional” antijudía. En todo
caso, se los ataca “por ser de derechas” y no por ser judíos. En otras
palabras, las diferencias no son étnico-religiosas sino políticas y se produce
por un insólito solapamiento entre el abrazar una religión y el tipo de
política llevada adelante por el gobierno de un Estado.
Hacer equivalentes una
religión y el gobierno del Estado le permite al progresismo hacer un giro muy
particular. Con esto me refiero a que la progresía de universidades como
Harvard es la que ha hegemonizado culturalmente Occidente con la ideología
victimista, esto es, aquella que impone que solo la víctima está en la verdad y
que la única meritocracia válida es una competencia por probar un mayor
padecimiento que permita exigir una deuda eterna. El punto es que si hay un pueblo
que ha sido víctima, ha sido el pueblo judío. Sin embargo, pareciera que solo
se puede ser víctima si se es progresista. En otras palabras, es como si el
hecho de estar gobernados por la derecha les quitara a los judíos su estatus de
víctimas del holocausto.
De esta manera, los derechos
humanos pasan a ser derechos de mi tribu y ser la víctima acreedora deviene un
beneficio del que solo pueden gozar los propios. En este mismo sentido, solo
los nuestros tienen libertad de expresión y el sentirse ofendidos es un límite
a la expresión que podemos usar contra los otros pero que no admitiremos nunca
contra nosotros. Lo que sucede con la Iglesia católica es un buen ejemplo, y se
los dice un no creyente: todo tipo de burlas y acusaciones se pueden hacer
sobre ésta y sus fieles sin importar que alguno de ellos pueda sentirse
ofendido. Sin embargo, no sucede lo mismo contra otras religiones o contra determinadas
minorías a las cuales hasta puede ofenderles la biología.
Para finalizar, digamos que tomando
en cuenta que de estas universidades surgirán los líderes del mañana, no
podemos más que expresar preocupación. Mientras tanto, sabremos que aquello que
la moral neopuritana señala hoy, será el manual con que se nos juzgará de
manera absoluta, independientemente de circunstancias y el tiempo histórico. En
cambio, las aberraciones que comete el progresismo y cierta izquierda, tienen y
tendrán el beneficio del “contexto”.
Porque como todos ya lo
sabemos: lo que hace mal la derecha está mal; lo que hace mal la progresía,
depende.
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