Javier
Milei puede presumir de ser el primer presidente argentino que llega al
gobierno tras anunciar un ajuste durante su campaña. En este punto, y a
diferencia de las dos grandes experiencias neoliberales de la última etapa
democrática de la Argentina, la de Menem y la de Macri, podría decirse que, en
un sentido, Milei no ha engañado a sus votantes.
Efectivamente,
es necesario recordar que Menem llegó a reconocer que si hubiera anunciado en
campaña el giro que daría su gobierno, desde la revolución productiva a la furia
desindustrializadora, nadie lo hubiera votado. En el mismo sentido, Macri tuvo
que mentir y afirmar que “nadie iba a perder lo que había conseguido” en su
afán de obtener los votos necesarios en 2015. Se trata, entonces, sin dudas, de
un gran cambio en el espíritu de época: los liberales de antaño tenían que
mentir para ser votados; a los liberales de la actualidad, en cambio, les
alcanza con decir la verdad.
Este
nuevo escenario, naturalmente y con buenas razones, ha enfervorecido tanto a
Milei como a Macri, quien observa en el presidente electo la comprobación de
una convicción personal: el fracaso de su gobierno se debió al gradualismo
incentivado por el “ala política” de su coalición. Entonces Milei es su
revancha y su desinhibición. Su acercamiento es político pero sobre todo
personal: es la última oportunidad que tiene para demostrarle al mundo que el
que lo tuvo todo también tenía razón. Es su harto anunciado segundo tiempo,
pero en el banco de suplentes, solo como “director técnico”.
En la
misma línea, el presidente electo ha declarado en las últimas horas que el 85%
de los argentinos apoya un ajuste, número del cual, por cierto, podría
sospecharse. Pero dejando de lado esta cuestión menor, lo cierto es que Milei y
Macri creen tener bandera verde para ir a fondo con su plan de transformar en
un sentido liberal la Argentina. Su razonamiento tiene lógica: si dijimos la
verdad y nos votaron, entonces tendremos el apoyo necesario para nuestro plan.
Ahora bien, ¿es este diagnóstico el correcto? La pregunta viene a cuento,
porque un error de cálculo en ese sentido puede precipitar al gobierno y
llevarlo a una vertiginosa pérdida de popularidad, un gran criadero de Orcos,
para decirlo en la nueva terminología.
En
principio podría decirse que tanto Milei como Macri tendrían motivo para la
esperanza gracias a lo que la semana pasada mencionábamos aquí como una suerte
de conato de “antiestatismo popular” que comenzó a circular en los últimos años
y que no estaba presente o, en todo caso, era todavía más incipiente, allá por
2015. Esto significa que una suerte de fiebre emprendedorista se trasladó de
las capas altas y medias a las clases bajas, en línea con este fenómeno tan
contemporáneo de introyección de la explotación: ya no necesitamos un jefe que
nos exprima. Somos nosotros con nuestra necesidad y autoexigencia los que mejor
y más eficientemente reproducimos la dinámica de la explotación, nadando
desesperadamente, ya no para llegar a la orilla, sino para poder continuar en
el mismo lugar. El workaholic como
virtud, esa que se expresa como confesión simpática en una mesa, pero puede esconder
una trama patética de autodestrucción.
Se
trata de un fenómeno que se agudizó en la pandemia cuando, por ejemplo, el
gobierno se enteró de repente que había 10 millones de personas a las que el
Estado no llegaba de ninguna manera y para las que tuvo que crear el IFE. Así,
al gobierno de científicos que presumía también de territorialidad, le salieron
10 millones de tipos de abajo de la tierra pero nadie comprendió lo que se
estaba gestando.
Lo
cierto es que en ese marco también es atendible que el concepto de libertad
interpretado en su tradición “negativa” e individualista surja como
reivindicación frente al Estado y que se interprete como un privilegio el
recibir directa o indirectamente algo de éste. Pero toda la retórica de la fórmula
de “más derechos”, que nadie sabe bien qué significa cuando la mayoría carece
de los mismos, chocó contra una buena parte de la Argentina que tenía que salir
a laburar arriesgando su vida frente a un virus e imponiéndose a un Estado que,
sobrepasado por las condiciones, le ponía trabas burocráticas mientras otros
cobraban del 1 al 5 para hacer home office
(y a veces ni eso) en familia.
Todo
esto es verdad, existe y explica una parte de la realidad. Pero en todo caso es
un hecho del cual no necesariamente se sigue lo que pareciera ser el
diagnóstico tanto de Milei como de Macri. Es que como dijimos aquí hasta el
hartazgo, el voto de Milei fue el voto “anticasta” (en primera vuelta) más el
voto “cambio como sea” en la segunda. Aquí no aparece “el ajuste”; aparece la
necesidad de salir de la mala situación reinante pero no se sigue de allí un
acuerdo con el contenido de las medidas que se implementarán para salir. De
hecho, si bien no se sabe en qué porcentaje, no fueron pocos los que votaron a
Milei en tanto incapaz de hacer lo que promovía. Lo habíamos dicho aquí
también. Ese voto era una suerte de valoración de la impotencia, casi un
resguardo.
Donde
sí aparecía la idea de ajuste era en el voto duro mileista, en aquel 30% que
podría verse como un voto plebeyo antiprivilegios. “De la patria es el otro” a
“El ajustado es el otro” significaba, entonces, que votar “anticasta” era votar
que el ajuste lo pague la política. Todo esto basado, claro, en la
objetivamente poco fundamentada noción de que los problemas macroeconómicos de
la Argentina obedecen al “gasto de los políticos”. Pero aun equivocados, se
trataba de una revancha: “Que la paguen ellos”. ¿Esperanza de bienestar?
Ninguna. Más bien, necesidad de hacer tronar el escarmiento.
Se da
así un particular problema con el siempre mencionado “contrato electoral”: si
bien el gobierno que lo propone ha dejado en claro su programa, se podría
considerar que la mayoría de sus votantes lo han apoyado por otro tipo de
razones. Esto no va en demérito de ellos. Ni siquiera se puede hablar de
engaño. Simplemente, una mayoría podría haber votado por razones que no son las
razones por las que el gobierno cree haber sido votado. Y allí tendremos problemas
porque si bien siempre habrá zonzos convencidos como también mercenarios y
cínicos disponibles, no será tan simple explicar que la disparada en los
precios de los alimentos, los servicios y el transporte; o la recesión, la
pérdida de empleo y la caída del poder adquisitivo, sea un precio que esté
pagando “la casta”. Boludos somos todos pero no todos lo van a ser por mucho
tiempo.
En este
sentido, es preocupante que Milei crea que un 85% de los argentinos aceptará un
ajuste. Tendrá un margen como el que tienen todos los gobiernos para achacarle
a la administración anterior los errores propios y, hay que decirlo, sería
injusto endilgarle a Milei inmediatamente la crisis o las consecuencias de un
ajuste que el gobierno de Fernández debió haber hecho y no se animó para no ser
corrido por izquierda. En todo caso se evaluará si las decisiones que el
gobierno adopta ayudan a que esa crisis que hereda se diluya o aumente. En
cuanto al mientras tanto ya lo conocemos: la luz al final del túnel; el segundo
semestre (que habría que rebautizar como “el semestre de Godot”) y la
teleología liberal que pide sufrir hoy para salvarse en un mañana que siempre
se corre y permanece distante como el horizonte.
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