Con el rechazo al proyecto de una
nueva Constitución en Chile parece darse por cerrado el proceso iniciado en
2019 tras un conflicto social de enorme magnitud cuyo detonante había sido el
aumento del boleto del metro.
Para quienes no lo recuerdan, lo
que parecía ser una “estudiantina” liderada por jóvenes de la escuela
secundaria contra una decisión del gobierno, derivó en una ola de protestas
masivas que denunciaban la desigualdad estructural que se encontraría detrás del
“exitoso” modelo chileno. Fue tal la crisis social y política que el presidente
Piñera acabó cediendo a la presión popular y avaló el inicio de un proceso
constituyente.
Aunque en su momento casi el 80%
de los chilenos votó a favor de reemplazar la varias veces modificada Constitución
legada por el pinochetismo, y el reemplazo de Piñera fue un joven universitario
de izquierda, lo cierto es que, en 15 meses, el pueblo se pronunció en contra
de las dos propuestas de cambio: la primera, allá por septiembre de 2022,
realizada por una mayoría radical de izquierda; la segunda, plebiscitada este
último domingo, encabezada por una mayoría de derecha conservadora.
El análisis sobre ganadores y
perdedores es complejo. De hecho, existen buenas razones para indicar que todos
los actores políticos han perdido y ganado algo. Evidentemente la gran derrota
la lleva “la derecha”, más allá de sus internas y del hecho de que no se trata
de un espacio homogéneo. Pero, a su vez, que la moción “En contra” haya salido
victoriosa, permite que continúe la Constitución de matriz pinochetista, esto
es, la Constitución que los espacios de derecha defendieron de los intentos
reformistas de la izquierda. Hay derrotas que también son victorias.
En ese mismo sentido, podría
decirse que después de la estrepitosa derrota que pesó sobre el actual presidente
Boric cuando se intentó una reforma “maximalista” de izquierda en septiembre de
2022, el espacio del mandatario se anota un triunfo más allá de que esta vez
decidió no participar de lleno en la contienda. Sin embargo, claro está, el
rechazo a la nueva propuesta implica el sostenimiento de la Constitución que la
izquierda quería reemplazar. Hay victorias que también son derrotas.
En todo caso, independientemente
de las particularidades del proceso chileno, lo que sí resulta evidente es la
dificultad, tanto por izquierda como por derecha, de interpelar a mayorías
robustas como las que se necesitan para que un texto constitucional sea
representativo. Pasa en Chile pero también en España. Es como si atravesados
por la dinámica facciosa nos olvidáramos de aquello común subyacente sobre lo
cual expresamos las diferencias. En otras palabras, con sociedades partidas al
medio, parece imposible avanzar en un texto constitucional porque lo que ha
dejado de existir es la idea de que tenemos una identidad común con historias,
tradiciones, territorio, y una serie de principios civiles y políticos que
permiten definir lo que somos. Empecinados en observar las diferencias, la
fragmentación es la consecuencia y el conflicto permanente el desenlace, en una
sociedad que se regodea en su eterna insatisfacción.
A propósito de ello, quisiera
detenerme en una segunda enseñanza que deja esta elección. Se trata de un
aprendizaje para Latinoamérica pero que también es representativo, al menos en
parte, de lo que ocurre en España y buena parte del mundo. Partamos del
siguiente dato: desde el 2018 hasta la fecha, 20 de los 23 oficialismos
latinoamericanos que se han presentado a elecciones han sido derrotados.
Contrariamente a la tendencia existente años atrás en la que los oficialismos
solían ser los favoritos para garantizarse la continuidad en el poder, lo
cierto es que el último lustro deja ver un fenómeno muy particular, sin ninguna
diferencia entre países más estables y prósperos, y países con profundas crisis
económicas.
Este aspecto es por demás relevante
porque durante los últimos 40 años, (aproximadamente la fecha en que las
dictaduras militares dieron espacio al establecimiento de las democracias), las
tendencias, llamemos, “ideológicas”, de la región, estuvieron claramente
marcadas: socialdemocracia en los 80, neoliberalismo en los 90 y gobiernos populares/populistas
de izquierda entre el 2000 y el 2015.
Pero desde el inicio del cuarto
lustro hasta hoy, la región parece trabada en un presunto “empate hegemónico”
en el que gobiernos más de izquierda o más de derechas, se alternan en el poder
y son reemplazados al final de su primer mandato.
Sin embargo, se hace necesario cambiar
el enfoque y las categorías porque lo que marca la tendencia ya no es la ideología
del espacio que gobierna; no se trata del tiempo de los socialdemócratas, los neoliberales
o los populares sino del tiempo de la bronca, una época marcada por el hartazgo
y la insatisfacción de la población, sin importar el color del gobierno. Esto
es lo que explica que, en 4 años, una sociedad como la chilena, pueda prácticamente
cargarse un gobierno de derecha, elegir constituyentes de extrema izquierda y
votar un presidente radical, para luego rechazar abiertamente la Constitución impulsada
por ese presidente y más tarde elegir constituyentes de derecha a los que
finalmente también se les rechazaría el texto propuesto.
No se volvieron locos ni
fluctuaron de izquierda a derecha y viceversa. Es que la gente está comprobando
que vive mal con gobiernos de cualquier signo y culpa a la administración de turno.
Se equivocan los analistas, entonces, en establecer nuevas tendencias de
izquierda o derecha como ocurriera otrora. La única tendencia que permanece es
la de una ciudadanía siempre al borde del estallido con gobiernos que no
resuelven las demandas insatisfechas heterogéneas y que acaban abandonando la
administración en medio de crisis de representación profundas.
A su vez, dado que en muchos
casos la alternancia se da entre los dos espacios mayoritarios que suelen
coincidir con posturas del centro a la izquierda, en algunos casos, y del
centro a la derecha, en otros, la salida suele llegar de la mano de outsiders de la política y de la
implosión del sistema de partidos, los consensos básicos y buena parte de las
instituciones. Como la novedad ha reemplazado a la moral y a la política como
criterio al momento de decidir, se prefiere un malo por conocer antes que los
malos conocidos.
El tiempo dirá cómo el gobierno
de Boric logra relanzarse y cuál habrá sido el efecto sobre la sociedad chilena
de este intento de reforma que parece haber quedado trunco. Sin embargo, lo más
preocupante es que tanto en el país trasandino como en muchos otros, asistimos
a sociedades partidas en dos que, a su vez, descreyendo de una clase política
lastrada por el comportamiento faccioso, acaban perdiendo la fe en las propias
instituciones democráticas. Este largo lustro de la bronca, entonces, surge del
hiato entre la agenda de la clase política, que azuza la diferencia en lugar de
lo común, y las necesidades de sus presuntos representados.
No sabemos cómo será ni siquiera
el futuro inmediato, pero la bronca y la insatisfacción crónicas generadas por
una clase dirigente que no está a la altura de las circunstancias, es el caldo
de cultivo para monstruos y experimentos que poco tiempo atrás parecían
inverosímiles y hoy son ya una realidad preocupante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario