Francia, enero de 1793. Luis XVI
apresado espera la decisión de la Asamblea. El bando jacobino, radicalizado,
propone la guillotina. Las posiciones están divididas y Joseph Fouché es, en
ese momento, un político moderado que entiende que la muerte del rey puede
traer funestas consecuencias para la revolución. Sin embargo, los jacobinos
mandan a una turba a presionar y las almas débiles de muchos girondinos ceden,
especialmente la de aquellos que, como Fouché, juran lealtad a un solo partido:
el victorioso.
Efectivamente, Fouché, quien iba
decidido a dar un discurso a favor de la clemencia, hizo una cuenta rápida
entre los presentes y notó que los jacobinos eran mayoría. Así, cuando le cedieron
la palabra, decidió cambiar su voto para sentenciar a muerte al rey. A raíz de
este giro, su biógrafo, Stefan Zweig, define a Fouché como un hombre que “le
bastan veinticuatro horas, a menudo solo una, a menudo un minuto, para arrojar
sin más la bandera de su convicción y envolverse susurrante en otra”. El final
de este episodio ustedes ya lo saben porque conocen qué sucedió con el rey y
tienen presente cómo la revolución que había despertado la euforia de los
espíritus ilustrados culminó en un baño de sangre. De modo que será mejor
centrarnos en la figura de Fouché.
Para Zweig, Fouché fue el
Maquiavelo de la edad contemporánea y una de esas figuras que, por diversas
razones, la historia suele pasar por alto injustamente. Pero la mejor
definición del personaje parece ofrecerla Napoleón: “Solo he conocido a un
auténtico y completo traidor: ¡Fouché! Completo traidor…, no ocasional, una
genial naturaleza de la traición, eso es lo único que fue, porque la traición
no es tanto su intención, su táctica, como su más auténtica naturaleza”.
Efectivamente, Fouché fue
profesor de seminario y saqueador de iglesias; hombre de paz y “carnicero” de
Lyon; antimonárquico y realista; protocomunista y aristócrata multimillonario
que alcanzó a ser Duque de Otranto. Todo eso y más fue Joseph Fouché quien
también fue amigo, funcionario y enemigo del ya mencionado Napoleón como así
también de Robespierre. Por cierto, que haya sobrevivido a la ira de ambos es
un dato que muestra la habilidad de un hombre pusilánime, de aspecto bastante poco
agraciado por la lotería natural, pero con una inmensa capacidad para construir
poder en las sombras sin ninguna pretensión de exposición.
Ahora bien, los insólitos cambios
de posición de Fouché a lo largo de su vida hacen que Zweig, muy al pasar,
agregue un comentario sobre el que quisiera enfocarme para reflexionar sobre el
conflicto político e institucional que atraviesa España y sobre todo por el
perfil de liderazgos que transversalmente surgen en distintos espacios políticos
a lo largo del mundo.
Así, cuando refiere al modo en
que nuestro personaje cambia de posición en cuestión de segundos tras
cerciorarse que estaba en minoría, Zweig afirma que Fouché “no va con una idea,
sino con el tiempo”. Lamentablemente, Zweig no desarrolló este concepto, pero
como definición es esclarecedora pues estamos asistiendo a toda una camada de
dirigentes políticos que no ofrecen ni ideas ni convicciones ni valores, sino
“tiempos”, esto es, la capacidad de metamorfosearse según el momento; de aquí
que puedan hacer campaña contra la amnistía y semanas después ofrecerla como
solución política si es que los votos no alcanzan. Son líderes que no tienen
ideas sino “decisiones temporales” y que, por ello, no aceptan ser evaluados
por la coherencia sino por el éxito en el sostenimiento del poder. Solo
circunstancias sin convicciones, capacidad de percibir los momentos en función
del autointerés. Todo un arte, por cierto. Un marxismo de Groucho.
Esto explica cómo Fouché puede
pasar, en cuestión de semanas, de ser el diplomático timorato que buscaba
cambios moderados, a ser el responsable de la masacre de Lyon contra los
rebeldes y a afirmar, en palabras de Zweig: “Todo está permitido a quienes
actúan en interés de la revolución. El único peligro para los republicanos es
quedarse por detrás de las leyes de la República. El que las supera, el que en
apariencia dispara más allá del objetivo, aún sigue a menudo sin haber llegado
a la meta correcta”.
Pero este “modelo Fouché” que
caracteriza muchas de las acciones de líderes políticos tanto en España como en
el mundo, tiene un elemento distintivo que resalta particularmente en una época
donde los archivos están al alcance de la mano gracias a la tecnología. Porque
tránsfugas y mentirosos hay desde el origen de los tiempos, pero la novedad
está en un transfuguismo que se hace en frente de nuestras narices y en tiempo
récord. Es como si habiendo ya tantos archivos, a nadie le importaran los
archivos.
Y aquí, una vez más, la
descripción de Zweig viene a cuento porque, sobre todo, lo que caracteriza a
Fouché, es que sus traiciones no se hacen a escondidas o de madrugada. Todo lo
contrario. De aquí que el biógrafo entienda que lo propio de Fouché es su
desfachatez: “Cuando abandona traidoramente un partido, jamás lo hace lenta y
cautelosamente, no se escurre saliendo sin ser visto de sus filas, sino que se
marcha en línea recta, a plena luz del día, sonriendo fríamente, con una
naturalidad asombrosa y aplastante, a las filas del hasta ahora contrario, y se
apropia de todas sus palabras y argumentos. (…) Lo único que sigue siendo
importante para él es estar siempre con el vencedor, jamás con el vencido. En
la velocidad de ese cambio, en el desmesurado cinismo de ese cambio de carácter,
mantiene tal medida de descaro que involuntariamente deja estupefacto y fuerza
la admiración”.
El cambio de posición, que para
cualquiera de nosotros sería una acción vergonzante que siempre es mejor
mantener lo más oculto posible, aquí es expuesto ante el público generando esa
mezcla de sensaciones que con tanta precisión menciona Zweig y que solo se
puede sostener bajo el manto más extenso de la incredulidad.
Líderes sin ideas ni convicciones
que funcionan como máquinas de toma de decisión en función de las
circunstancias; líderes sin valores para los cuales la pertenencia a un partido
u otro es indiferente porque se definen a través de momentos y no de valores.
Entendidos los partidos como
meros instrumentos, cáscaras vacías al servicio de un liderazgo, lo más natural
es que los Fouché de la vida no paguen costos políticos y hasta ganen
elecciones. El problema es cuando esta misma dinámica de la ausencia de límite
se dirige al propio sistema y a los grandes consensos democráticos que a España
y a muchos otros países tanto les ha costado conseguir. En este contexto, que
haya una crisis de identidades partidarias sería casi lo de menos.
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