Rehenes
desesperados; familias enteras acribilladas al costado de la ruta entre autos
quemados; cuerpos de mujeres ultrajados sobre una camioneta. Las imágenes que
circularon en redes y medios tradicionales de lo que fue el ataque sorpresivo
de Hamas en territorio israelí nos llenan de espanto.
Naturalmente,
desde el momento en que estos actos se perpetraron hasta aquí, infinita
cantidad de tinta se ha vertido posicionándose desde un lugar u otro de un
conflicto de larga data y en el cual no me interesa ingresar.
Simplemente
quisiera hacer foco en la cuestión de las imágenes. A propósito, recuerdo que
algunos meses después del inicio de la pandemia había leído una entrevista a
Pérez Reverte en XLSemanal donde él indicaba: “No vimos bastantes muertos”. En
aquella ocasión, quien, como todos sabemos, supo ser cronista de guerra,
llamaba la atención sobre el hecho de que no habíamos visto las imágenes de los
ancianos muertos en las residencias, ni las de los cuerpos agonizantes ni las
de las lágrimas de los familiares, etc.
Efectivamente,
la pandemia, salvo algunas excepciones, se había tramitado dentro de la
burocracia administrativa y con una economía del dolor. Los muertos, los
enfermos y, luego, los vacunados, en plena era de la imagen, fueron solo una
estadística valiosa como insumo de una política pública tendiente al ejercicio
de un control biopolítico sobre las poblaciones.
En
aquella ocasión, esa particular ausencia de imágenes advertida por Pérez
Reverte me llevó naturalmente a la ya clásica elaboración del filósofo francés
Jean Baudrillard alrededor de la guerra del Golfo y que fuera compilada en un
libro titulado La guerra del Golfo no ha
tenido lugar.
Es que
para Baudrillard, aquella guerra inauguraba el período de lo que él llamaría
“guerras irreales”, sin imágenes; guerras donde parece no haber muertos, ni
dolor, ni angustia; guerras mediadas, relatadas, a distancia, pulcras, sin
salpicaduras. Se trataba de pura virtualidad, similar a la que se enfrentan los
jóvenes en sus videojuegos, o a las simulaciones de vuelos con las que se entrenan
los pilotos de guerra, tal como bien mostrara en su momento el cineasta Harun
Farocki en instalaciones como Eye/Machine.
Desde
aquel momento hasta ahora hubo todo tipo de conflictos o atentados
espectacularmente terroríficos como el de las Torres Gemelas donde sabemos que
han muerto miles de personas, y, sin embargo, las imágenes de las víctimas no
están. Ahora mismo, sabemos por los reportes que mueren miles de personas en
Gaza pero no los hemos visto. A su vez, los cronistas de guerra ya no actúan en
el territorio, sino que transmiten desde un balcón y, en el mejor de los casos,
logran mostrarnos, de lejos, luces que son misiles pero que parecieran ser fuegos
artificiales. Si a esto le agregamos las posibilidades tecnológicas que hoy en
día hacen casi imposible diferenciar si una imagen es verdadera o no, estamos
más que nunca frente a guerras “que no tienen lugar”, que “no suceden”; guerras
en las que, como les indicaba, el dolor es un problema de administración.
Sin
embargo, al ver las últimas imágenes barbáricas recordaba al mismo tiempo las
producciones cinematográficas del ISIS donde las decapitaciones de los
presuntos impíos se realizaban con una producción cinematográfica digna de
Hollywood. En el caso de la última intervención de Hamas en Israel, la
disponibilidad de celulares hace que proliferen las imágenes amateurs pero, naturalmente, de lo que
se trata es del “retorno de las imágenes”, aunque más no sea en este caso con
la presunta finalidad de sumir al mundo entero en el terror, pues, claro está,
ninguna de esas capturas de video tienen como objeto la denuncia de lo ocurrido
sino que son vehiculizadas por los propios responsables de la atrocidad.
Si
bien es muy difícil hacer elaboraciones sobre un tema tan sensible, y sin ánimo
de falsa equidistancia, me interesa pensar la diferencia en el tratamiento de
las imágenes entre las “guerras que no tienen lugar” de Baudrillard y este uso
descarnado y crudo de la imagen que realiza, en este caso, el terrorismo. Sin
embargo, sobre este punto, lo que me surgen son más dudas que certezas y lo que
puedo ofrecer son solo algunas aproximaciones.
Es que
reducir todo a un Occidente que lleva adelante guerras culposas que no quiere
mostrar porque el horror producido recibiría el rechazo de su propia opinión
pública, sería simplista, si bien al mismo tiempo parece evidente que el hecho
de que no veamos las imágenes de víctimas de esas acciones obedece a una
decisión política antes que a razones estéticas o morales; asimismo también
parece simplista afirmar que la conexión entre este tipo de ataques salvajes
como los de Hamas y la difusión voluntaria de esas imágenes sea simplemente la
búsqueda de diseminar el terror. Es eso, claro, pero quizás sea algo más
también. En esa misma línea, sea para encontrar similitudes, sea para encontrar
diferencias, las cuales, sin duda, son importantes, cabe tomar en cuenta, por
ejemplo, cómo operan los casos de esos “lobos solitarios” que, casi siempre en
Estados Unidos, un día toman su ametralladora e ingresan a masacrar gente en un
colegio mientras transmiten todo en vivo en su red social. En estos casos,
además del terror, parece haber componentes desde narcisísticos hasta
megalómanos que resultan alejados de las motivaciones político o religiosas que
buscan justificar acciones injustificables. Pero allí también hay un uso de la
imagen bastante particular, como si la acción no fuera completa sin la imagen; como
si parte esencial de la acción sea el ser vista por los otros.
En
síntesis, sin que la perspectiva de Baudrillard haya quedado falsada, las
guerras “profesionales” y “administradas” que “no tienen lugar” parecen
comenzar a convivir con actores y conflictos que por diversas razones
consideran que las imágenes, sobre todo las más terroríficas, ocupan un lugar
central en la disputa. Sumido en la perplejidad, a la espera de que la guerra
cese e implorando que no se cobre más vidas civiles, esto es todo lo que hoy
les puedo aportar.
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