En los momentos previos a una elección
es de esperar que cada uno de los candidatos exponga sus promesas de campaña
con mayor o menor grado de credibilidad. Los análisis deben realizarse caso por
caso, pero en general podría decirse que los opositores pueden prometer gozando
al menos del “beneficio de la duda” porque no les ha tocado gobernar; para los
oficialismos, en cambio, la situación es más compleja porque si prometes
demasiado quiere decir que algo de tu gestión está en falta.
Asimismo, oficialismos y oposición
tienen, a priori, distintos límites en cuanto al contenido de las promesas. En
Argentina, este fenómeno es conocido como “Teorema de Baglini” en referencia al
dirigente del partido radical que alguna vez lo expresara. El teorema indica que
cuanto más alejado del poder se está, más margen existe para promover
propuestas irrealizables. Como contrapartida, la otra cara del teorema, indica,
entonces, que cuando más cerca se esté del poder, hay una mayor tendencia a que
las propuestas se moderen y que se adopten perspectivas algo más realistas. Teniendo
el 1% de intención de votos, puedo decir cualquier cosa. Teniendo el 30%, no.
De aquí que no deba sorprender que los
partidos mayoritarios tiendan a acercarse hacia el centro y que los partidos
ultra, sea por izquierda o por derecha, sabedores de que sus posibilidades de
llegar al gobierno son bajas, sean proclives a la desmesura y a las propuestas
hiperbólicas.
Yendo al caso concreto y aunque sería
injusto circunscribirlo a España, digamos que la coalición oficialista es
generosa en promesas y medidas de cumplimiento inmediato de claro corte
oportunista. Tenemos la promesa de viviendas que ya no sabemos cuántas son y que
se multiplican como los panes y los peces; el bono “interrail” y el cultural,
además de avales y créditos para viviendas orientados a los jóvenes, y para los
viejos quedó la posibilidad de ir al cine por 2 euros a ver lo último de
Casanova y Alba Flores; también hubo ayudas para la agricultura, y la lista
puede continuar. Como les indicaba al principio, a quien tiene
responsabilidades de gobierno y lanza promesas o medidas previas a la campaña,
en todo caso le cabe la pregunta acerca de por qué demonios no lo ha hecho
antes.
Siguiendo con el oficialismo está la
zona gris de Yolanda Díaz, gobierno y oposición al mismo tiempo que busca
“correr al gobierno por izquierda” y mostrarse más radical que Sánchez. Ella
toma al pie de la letra el teorema y avanza con una propuesta de 20.000 euros
para los que tengan el mérito de haber dado 18 vueltas al sol y, como si esto
fuera poco, deseen emprender o formarse. Para el resto, se ofrece una reducción
de la jornada laboral a 32 horas con el mismo salario. Lo interesante es que
podría haber propuesto un subsidio de 500.000 euros o reducir la jornada
laboral a 20 horas y a nadie le hubiera importado demasiado. Esto tiene que ver
con que, como indicábamos, son propuestas de quien sabe que no va a ganar. Pero
hay algo más y en eso quisiera centrarme ahora. Es que a nadie le importa
demasiado porque en el fondo, el costo del incumplimiento de una promesa es
cada vez más bajo.
Dicho de otra manera, y una vez más cabe
aclarar que no se trata de un fenómeno estrictamente español, una coalición
oficialista capaz de prometerlo todo o apurar medidas con fines estrictamente
electoralistas no tiene grandes consecuencias en las urnas. En todo caso, si el
próximo 23J Sánchez es derrotado, no será por ello.
¿Por qué incumplir las promesas no tiene
un alto costo? La respuesta necesitaría más desarrollo, pero podemos mencionar tres
aspectos.
En primer lugar, a pesar de que la
tecnología nos ofrece la posibilidad de acceder a archivos donde se pueden
refrescar las promesas de los candidatos para evaluar su cumplimiento, la nueva
temporalidad en la que vivimos lo aniquila todo. Velocidad mata archivo. La
información fluye tan rápido que ya nada puede ni debe durar demasiado. No más
que un par de días de escarnio público en redes si algún usuario con mínimos
conocimientos de edición se ha tomado el trabajo de armar un video de menos de
un minuto y ya. En el mejor de los casos, la promesa incumplida se hace meme o un
slogan y allí puede tener más potencia, aunque también, de tanto circular,
puede esterilizarse.
El segundo aspecto, quizás más profundo
todavía, es que la promesa, como bien han trabajado muchos filósofos, desde
Nietzsche a Arendt por solo citar algunos, es central para establecer lazos de
continuidad en el tiempo tanto en el plano individual como comunitario. La
promesa permite generar una conexión entre pasado y futuro porque supone un
compromiso que abarca desde el momento de su formulación hasta su pretendido
cumplimiento; y también es lo que permite crear grados de confianza y
responsabilidad para un universo común. Pero esto a nadie le importa. Hoy hay
que fluir. Lo perdurable es de derecha y el pasado solo existe para ser
reescrito por los dueños de la moral actual; el presente es un espacio a ser
habitado desde la emergencia del desastre por venir y la indignación; y el
futuro es el lugar a rechazar por una sociedad infantilizada que sabe que allá
adelante deberá ser adulta.
Por último, el incumplimiento de la
promesa no tiene ningún costo porque al no haber una realidad común, nadie
puede afirmar a ciencia cierta que una promesa se ha incumplido. Por ello, un
presidente puede decir que no ha mentido, sino que ha cambiado de opinión. Para
mentir o para incumplir una promesa tiene que haber una realidad común que
pueda establecer si nuestros enunciados se corresponden o no con ella. Si los
interlocutores hablan de mundos distintos e inconmensurables, y si lo que
existe depende de la autopercepción y no de una realidad externa, ya no hay
verdad ni incumplimiento, sino solo opiniones que valen todas lo mismo y que
son intercambiables.
Para finalizar, entonces, si este
enfoque es correcto, más que indignarnos respecto al bajo costo electoral que
tiene el incumplimiento de las promesas, deberíamos apuntar a cuáles son las
condiciones de posibilidad de este escenario. Abrumados y alienados por una
información que fluye a velocidades extremas, gobernados por una casta de
tecnócratas sociales dispuestos a romper todo vínculo intertemporal e
intergeneracional, y asistiendo a un debate público donde los interlocutores
hablan de realidades distintas y paralelas, que la política incumpla lo que
promete, parecería ser casi lo de menos.
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