En septiembre de
2018, en este mismo espacio, publicaba una nota titulada “La Europa sumisa”
cuyos primeros párrafos planteaban el siguiente escenario:
“En 2022 habrá elecciones en Francia. La candidata del nacionalismo
populista, Marie Le Pen, obtendrá la mayor cantidad de votos pero no le
alcanzará para ganar en primera vuelta. Y cuando todos supondrían que sería el
candidato del socialismo el que llegaría al balotaje, el escenario de
fragmentación y descontento apolítico y posmoderno, sumado al crecimiento de la
población islámica, hará que un nuevo partido denominado Hermandad musulmana,
con el 22,3% de los votos, desplace de la segunda vuelta al candidato
socialista por apenas cuadro décimas. El máximo referente de la Hermandad, su
candidato, se llamará Mohammed Ben Abbes y será un líder potente con un
discurso liberal en lo económico, una propuesta imperial para una Europa
ampliada y una única gran pretensión para Francia: incidir en el laicismo de la
educación.
El día de la segunda vuelta habrá atentados y se
suspenderán las elecciones. Pasadas algunas horas se sabrá que quienes
perpetraron esos atentados son fascistas simpatizantes de Le Pen y yihadistas
musulmanes que nada tienen que ver con la prédica democrática de la moderada
Hermandad. Estos hechos precipitarán un acuerdo entre los socialistas y la
Hermandad, y el electorado progresista acabará votando a Mohammed Ben Abbes en
nombre de la defensa de la democracia y la República Francesa.
Ben Abbes será presidente y la Sorbona se hará
islámica; los colegios laicos seguirán siéndolo pero con menos recursos
estatales que contrastarán con una millonaria inversión de petrodólares saudíes
para las escuelas privadas islámicas; bajará la delincuencia por políticas de
“mano dura” y disminuirá la desocupación porque habrá un retiro masivo de las
mujeres del mercado del trabajo gracias a los incentivos económicos que
otorgará el nuevo gobierno para revalorizar la vida familiar con la mujer en la
casa y al cuidado de los niños; Marruecos, Turquía, Argelia y Túnez ingresarán
a la Unión Europea y se intentará avanzar para que el Líbano y Egipto hagan lo
propio”.
No
se trata de un producto de mi inventiva, sino de la trama de Sumisión, el libro que Michel
Houellebecq publicara en 2015, de manera casual, casi en simultáneo con el
atentado a Charlie Hebdó.
Más
allá de que Houellebecq no pretendía hacer futurología y que la existencia de
un partido islámico donde eventualmente muchos de los que hoy protestan
pudieran canalizar sus reivindicaciones, no parece verosímil al menos en el
corto plazo, hay un punto donde Houellebecq da en el eje. Me refiero a la particular
conexión entre la izquierda socialista y las nuevas políticas identitarias, capaces
de avalarlo todo en contra de la “demoníaca derecha”.
A
propósito, leía una nota de Alejo Schapire en Infobae https://www.infobae.com/america/opinion/2023/07/02/quien-se-siente-frances-la-exacerbacion-identitaria-detras-de-la-furia-callejera-que-sacude-a-francia/ que
reproducía un pasaje de un documental del año 2015, titulado Les Français
c’est les autres (Los
franceses son los otros) en
el que en un colegio secundario claramente multicultural, preguntaban a los
alumnos quiénes de ellos poseían la nacionalidad francesa. Todos respondían
afirmativamente. Sin embargo, cuando se les consultaba quiénes se sentían
franceses, no hubo uno que levantara la mano salvo una chica negra que
respondió que sí porque dijo que dentro de su cabeza ella es blanca. Sin
embargo, lo interesante es que ni siquiera los blancos que eran parte del curso
y que, presumiblemente, nacieron en Francia como sus padres y abuelos, dijeron
sentirse franceses, de modo que no era solo una cuestión “racial”.
Así
que será preciso escuchar al resto de alumnos para comprender algo más la
problemática. Uno de ellos, en la línea de su primera compañera, dijo no
sentirse francés porque él se sentía negro (y en este caso su autopercepción
coincidía con la realidad pues, efectivamente, era negro), y, a continuación,
un compañero elaboró, a manera de crítica, la teoría de que los franceses
blancos son “más franceses” que los franceses negros; otro se autodefinió como
“hindú” a pesar de haber nacido en Francia y que el profesor le indicó que no
hay ninguna incompatibilidad entre ser hindú y ser francés; hacia el final uno
dijo haber elegido ser argelino porque ser argelino significa tener padres que
hayan nacido allí; y otra, en un perfecto francés, reconoció que en su casa se
habla árabe, que sostienen las costumbres de su lugar de origen y que todo eso,
evidentemente, hace difícil que ella se sienta francesa.
Cómo
se puede construir una nación, un país o lo que fuera con cada vez más jóvenes
que no se sienten parte de esa comunidad, es una incógnita. Si bien desde ya
nadie puede imaginar que se lleven adelante procesos de asimilación como los
que eventualmente pudieron darse en los orígenes de la constitución de los Estados-Nación,
hay una serie de preguntas que hay que responder allí cuando el proceso de
integración no se lleva a cabo.
Y lo
que podemos sospechar es que las posiciones radicales en el debate no son las
más adecuadas para dar cuenta de esos interrogantes. La izquierda arcoíris que
tras abandonar a los trabajadores avanza en su agenda fragmentaria y
“guetificadora” creyendo que la revolución vendrá de la mano de identidades
racializadas y queer, es parte del problema y no la solución; asimismo, de más
está decir que tampoco parece el mejor camino encarar la problemática desde
teorías como las de “el gran reemplazo” donde cabalgando sobre novelas
distópicas como El desembarco (1973) se
plantea que hay una suerte de gran plan para sustituir la población occidental
y cristiana europea por la población africana e islámica.
En
todo caso, aceptemos que el fenómeno es complejísimo, lleva décadas y que a su
vez se explica por acciones que en algunos casos se realizaron hace siglos
atrás. Con todo, podría comenzarse indicando que la desindustrialización, la
consecuente pauperización de las condiciones laborales y el fomento de una
inmigración que sería aceptada en la medida que se marche hacia los márgenes,
es un punto a tener en cuenta. Que esto a su vez viene acompañado de cuotas
intolerables de desigualdad y racismo que se viven a diario y que frente a la
justicia y la policía se hacen más ostensibles, resulta evidente también.
Agreguemos a esto la situación particular de Francia, que busca erigirse como
guardián moral de la corrección política al tiempo que debe dar respuesta a
algunos interrogantes como los que planteó la primer ministro italiana, Georgia
Meloni, en octubre del 22 cuando en un discurso público indicó:
“Los cínicos,
Emmanuel Macron, son los franceses que envían a la gendarmería para devolver a
cualquier inmigrante que intente cruzar la frontera en Ventimiglia. Pero sobre
todo, porque las cosas tienen que ser contadas como se debe; vomitivo es quien,
como Francia, continúa explotando África imprimiendo dinero para 14 países
africanos, sobre los que aplica el señoreaje (impuesto sobre la fabricación)
forzando a trabajar a niños en las minas extrayendo materias primas, como
sucede en Níger, donde Francia extrae el 30% del uranio que precisa para operar
sus reactores nucleares mientras que el 90% de la población de Níger vive sin
electricidad. No nos venga a dar lecciones de moral, Macron, porque los
africanos están abandonando su continente por culpa de ustedes. Y la solución
no es transferir africanos para Europa, sino liberar África de algunos
europeos”
Ahora
bien, el punto es que todos estos elementos juegan un rol a tener en cuenta,
pero seguramente no alcanzan para responder por qué en Francia sucede lo que
sucede y por qué una joven población multicultural que goza de los beneficios
del Estado de Bienestar dice no tener un sentido de pertenencia “nacional”.
Y el
punto es que cuando alguien plantea que hay un problema en una inmigración que
se fomenta sin planificación y sin formar parte de un proyecto integral de
desarrollo, es rápidamente tildado de xenófobo. Igual suerte tendrá quien
advierta que los guetos donde se establecen Estados paralelos bajo control de
mafias, que en muchos casos son mafias de inmigrantes que se aprovechan de un
Estado que “deja hacer”, son polvorines que están siempre a punto de explotar.
De
lo que tampoco parece que se puede hablar es del condicionante de la religión.
En eso el progresismo es curioso: impone con potencia de mandato universal sus
valores en el debate público occidental, pero es generosamente relativista con
culturas y religiones donde las identidades privilegiadas por la progresía
sufren algo más que “microagresiones”.
Del
mismo modo, los cambios demográficos veloces gracias a culturas cuyos hábitos
distan mucho de esta suerte de antinatalismo que domina Occidente y que
reemplaza hijos por mascotas, también es algo a atender. Por cierto, quien
escribe no tiene hijos y ama a los gatos, pero de lo que no hay duda es de que
si en un mismo barrio convive una cultura que fomenta las familias numerosas y
otra que no, en pocas décadas habrá un desequilibrio. Y ello generará conflictos
especialmente si ese cambio es rápido y se ve afectada de alguna manera la
dinámica originaria de la vecindad con zonas donde eventualmente se imponga una
religión y hasta un idioma nuevo. Plantear que esto es un problema no es ser
xenófobo o de derecha: es simplemente ser realista.
Pero
no. Hay que hablar del racismo y de la desigualdad. De Occidente solo se va a
permitir que siga exponiendo su culpa y que, como aquel monje de El nombre de la rosa, se autoflagele al
grito de ¡Penitenciagite!
Tampoco
se puede hablar de comunidades que por su religión y por sus propios valores no
desean asimilarse y pretenden imponer sus modos de vida aun cuando vayan en
contra de los hábitos del país de acogida.
En
el mismo sentido, está prohibido indicar que “la ideología de la víctima” que ha
inculcado a todo no-hombre no-blanco una condición de acreedor de una deuda
eterna, es también parte del problema; del mismo modo que es parte del problema
que una presentadora de TV se preocupe menos por los chicos acuchillados que por
cómo un nuevo atentado puede “favorecer” a la derecha de Le Pen.
Si
queremos que el mundo que viene no sea el de fronteras cerradas donde se
estigmatice a culturas y religiones por ser diferentes, lo mejor es poder exponer
toda la problemática y no solo aquella que coincide con nuestra ideología. Negar
la evidencia y la realidad nunca es un buen camino. Ni siquiera cuando favorece
a la derecha.
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