Más allá de
vivir tiempos posmodernos no es fácil convivir con una profunda sensación de
descreimiento hacia determinadas instituciones sociales. En el caso de la
Argentina, por ejemplo, por muy buenas razones, se descree de los militares, de
la dirigencia política, de la Iglesia, del sindicalismo, de la prensa y del
poder judicial.
Respecto de
los primeros, más allá de la renovación generacional, la huella que ha dejado
en la memoria colectiva lo ocurrido en la última dictadura es enormemente
difícil de borrar. En cuanto a la dirigencia política, más allá de la
reivindicación del militante en los últimos años y la efervescencia de una
disputa que atrajo a muchos jóvenes que se vieron identificados por determinados
ideales, las siempre existentes decepciones y la ideología antipolítica que se sostiene
en, al menos, una parte de la sociedad, supone todavía niveles altos de escepticismo
respecto de la actividad política.
Por su parte,
la jerarquía eclesiástica encerrada en su dogma y también comprometida con los
años más oscuros del país, naturalmente perdió influencia y se fue alejando
cada vez más de una sociedad que cambia vertiginosamente, en un proceso que se
ha dado no solo en la Argentina y que la llegada del Papa Francisco intenta
revertir.
El
sindicalismo, en tanto, tiene una historia de traiciones y enriquecimientos
vergonzantes que han opacado a aquellos representantes honestos. A su vez,
junto a la Iglesia, es una de las instituciones que, salvo casos puntuales, es
reacia a la renovación y a la democratización de sus estructuras, algo que no
ha mejorado con el avance de las corrientes sindicales de extrema izquierda.
En cuanto a la
prensa, la discusión que se dio en el marco de la sanción de la Ley de
Servicios de Comunicación Audiovisual, desnudó una realidad harto evidente: los
periodistas no son neutrales ni independientes ni objetivos. Si bien no se
trata de ninguna novedad, la incidencia que en las sociedades como las nuestras
tiene la prensa desde que se conjugaron procesos como la globalización, la
concentración y el avance de las nuevas tecnologías, se contrapone al
sentimiento de una buena parte de la ciudadanía que entiende ya no se puede
creer ingenuamente en todo aquello que proviene de un medio masivo de
comunicación.
Por último, en
lo que respecta al poder judicial, una vez más, no se descubre nada si se
observa el modo en que, a lo largo de la historia argentina, ese poder del
Estado resultó el reducto aristocratizante desde el cual se legitimaron las más
aberrantes desigualdades.
Ahora bien, esta
desconfianza en las instituciones es, en un sentido, preocupante, sin dudas,
porque finalmente son constitutivas de la comunidad en la que vivimos. Sin
embargo, puede que sea una oportunidad, no para una salida “a lo 2001”, en el
sentido de abogar por una mezcla de individualismo virtuoso-mesiánico y
trueques románticos, sino para comprender mejor que en el entramado de nuestras
instituciones no hay acuerdos ni consensos entre iguales sino poder.
Y si queremos
referirnos al poder, debemos referirnos a la Verdad como aquella primera
imposición que realiza el poder pues se trata de la distinción fundante que
divide a la sociedad entre aquellos capaces de un decir verdadero y aquellos
condenados a una vida subordinada atravesada por la falsedad y el deber de
obediencia.
En este
sentido, bien cabe recordar uno de los cursos que diera el filósofo francés
Michel Foucault en el College de France en el año 78 y 79 y que oportunamente
citáramos en esta columna. Se trata de aquel publicado bajo el nombre de El nacimiento de la biopolítica. Allí
Foucault habla del modo en que el Mercado se transformó en un tribunal del buen
gobierno, un tribunal de Verdad. En otras palabras, la tan ostensible muestra
del modo en que la economía ha subordinado a la política, Foucault la explica
en los términos de un Mercado que pasó de ser un espacio de jurisdicción a un
espacio de veridicción. Esto significa que el Mercado dejó de ser un lugar
donde se transaban mercancías hasta alcanzar el precio justo para convertirse
en una institución “dadora de verdad” y tribunal de las acciones de los
gobiernos. Parece abstracto pero se lo ve todo el tiempo: un gobierno es malo o
bueno según cómo reaccionan los mercados, cómo lo ve el sistema financiero
internacional o cómo lo evalúan las calificadoras de riesgo, etc. Ellos son el
lugar desde el cual emerge la Verdad de nuestro tiempo.
Creo que esto puede ser útil para relacionar
con lo que veníamos desarrollando porque a lo que estamos asistiendo es a la
puesta en tela de juicio de un conjunto de instituciones que se erigían como
espacios de Verdad, lugares desde los que se juzgaba el accionar de un gobierno
independientemente de la visión que el pueblo tuviera sobre el mismo.
Probablemente sea
adecuado hacer un análisis diferenciado e histórico que dé cuenta de la
evolución de estas instituciones pero hoy no parece sensato separarlas de un
determinado sistema económico para el que cumplen funciones específicas. Así,
si nos restringimos a aquellas instituciones que más se han puesto en tela de
juicio en los últimos años, encontraremos a la corporación periodística constituyendo
sentido común hegemónico para naturalizar lo que no es más que el producto
histórico de una ideología y un sistema económico, y a la corporación judicial
defendiendo, desde las leyes, los privilegios y la desigualdad inherente al
sistema.
Sin dudas esto
se ha dado en un contexto en el que hay un gobierno que decidió avanzar contra
determinadas corporaciones y que lo ha hecho a veces mejor y a veces peor, a
veces robustamente y a veces con flancos, por momentos con convicciones y por
momentos con más pragmatismo. De aquí que muchos lo acusen de haber montado una
operación de desprestigio de tales instituciones. No creo que haya sido así. En
todo caso, la confrontación del gobierno con esas corporaciones lo que hizo fue
ponerlas en evidencia lo cual claro está, no significa que la dirigencia
política esté formada por un coro de ángeles.
Entiendo que
puede ser frustrante darse cuenta que no se puede confiar en el periodismo o en
el poder judicial. Pero eso no debe llevarnos ni a la desesperación ni al
cinismo. En todo caso, simplemente es la muestra de que toda institución es el
fruto de una disputa de poder y que, aun asumiendo ello, un país puede seguir
adelante y, por sobre todo, puede transformase, no hacia un consenso idílico
sino hacia una democracia donde ninguna institución ocupe el lugar privilegiado
de erigirse como fuente desde la que emana la Verdad y desde la que se juzgan
interesadamente políticas de gobiernos elegidos por la ciudadanía.
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