¿Qué evaluación podemos hacer a
20 años de haberse sancionado la Constitución vigente? ¿Ha sido un paso
adelante tal reforma? ¿Hay una gran distancia entre el espíritu de la “ley de
leyes” y las interpretaciones posteriores? Las preguntas pueden continuar
infinitamente y son solo algunas de las que han partido los comentaristas en
las últimas semanas.
Lo cierto es que aquella reforma
estuvo lejos de surgir de la voluntad popular, más allá de que buena parte de
la ciudadanía quería volver a votar a Menem y para ello necesitaba que se
habilite la posibilidad de una reelección. Pero el texto estuvo condicionado
por un acuerdo entre los dos grandes partidos mayoritarios siendo la inclusión
del tercer senador, el senador por la minoría, uno de los artilugios para
perpetuar un bipartidismo que gracias a acuerdos entre cúpulas profundizaba la
enorme crisis de representatividad de la clase política.
En aquella coyuntura, el PJ,
controlado por el menemismo, había amenazado con llamar a una consulta popular
para que la reforma y la reelección recibieran apoyo, algo que, como se decía
anteriormente, se daba por descontado. A tal punto esa amenaza fue efectiva que
la UCR, liderada por Alfonsín, interpretó que era mejor negociar la reforma e
intentar incidir en puntos clave que en algunos casos obedecían a razones de
conveniencia electoral y, en otros, a los principios de la tradición
socialdemócrata en la que siempre se mantuvo la línea radical liderada por
Alfonsín.
Más específicamente, el
radicalismo se sabía fuerte, electoralmente hablando, en la Ciudad, y por ello
presionó para que se declarase la autonomía de Buenos Aires lo cual implicaba,
entre otras cosas, que sean los habitantes de la ciudad quienes eligiesen su
propio Jefe de gobierno y se acabe la insólita situación de un territorio que
albergaba 3 millones de personas y tenía un intendente puesto a dedo por el Poder
Ejecutivo nacional. En cuanto a las transformaciones vinculadas a la tradición
socialdemócrata, se trató de avanzar hacia un modelo semipresidencialista o de
moderación del hiperpresidencialismo, con, por ejemplo, la figura del Jefe de
Gabinete o la aparición del Consejo de la Magistratura, creaciones que buscaban
atenuar la prepotencia del Ejecutivo. En esta misma línea se incluyeron figuras
para profundizar los contrapesos y el equilibrio entre los poderes como el
Defensor del Pueblo y la Auditoría General de la Nación. Si bien sería injusto
pasar por alto el paso adelante que significó el reconocimiento de garantías
como el hábeas corpus, el hábeas data y los recursos de amparo, y el hecho de
haberle dado rango constitucional a los tratados Internacionales, quisiera
detenerme en el intento de moderar el presidencialismo, pues ¿era el
presidencialismo el problema de la Argentina?
El énfasis puesto en los
mecanismos de protección de los derechos individuales se comprende
perfectamente por tratarse de una Constitución que aparecía apenas 11 años
después del fin de la dictadura más sangrienta de la historia. ¿Pero por qué
tanto énfasis en el presidencialismo como problema? La pregunta es válida para
todo Latinoamérica por una operación conceptual bastante perversa: la
suposición de que el hiperpresidencialismo era el culpable de las rupturas del
orden institucional que se habían suscitado una y otra vez a lo largo del siglo
XX.
Es más, se instaló que el modelo
parlamentario era más evolucionado, más acorde a sociedades modernas no
atravesadas por líderes populares y caudillistas que pueden llegar al poder
indistintamente a través de los votos o de la fuerza.
¿Pero los golpes militares se
dieron por el presidencialismo o porque había presidentes que decidieron seguir
políticas que desafiaban los intereses de la facción dominante? ¿A los
militares latinoamericanos y a los
civiles cómplices apoyados por Estados Unidos les molestaba el presidencialismo
o que se avance con políticas económicas que contradecían el proyecto de país
que los favorecía a costa de las grandes mayorías?
Es curioso porque incluso las dos
grandes construcciones constitucionales de la Argentina, la de 1853 inspirada
en Alberdi y la de 1949 impulsada especialmente por Sampay, eran fuertemente
presidencialistas. Bien podía esperarse ello de una Constitución “peronista”
pero es más extraño en una Constitución liberal. Sin embargo, era tal el sesgo
presidencialista de una Constitución como la de 1853, pensada para un país que
necesitaba, según palabras de Alberdi, “reyes con nombre de presidente”, que el
propio Sampay dejó bien en claro que el gran problema de aquella Constitución liberal estaba en el terreno de
la dogmática y no en la parte orgánica. Dicho de otro modo, el gran déficit del
liberalismo decimonónico de Alberdi estaba en la lista de los derechos pues
allí solo se incluían los civiles y los políticos (a medias). Sin embargo, lo
referido a la organización del Estado, indicaba Sampay, debía mantenerse.
Justamente porque Alberdi, a pesar de ser un liberal en lo económico, entendía
que las constituciones son hijas de su tiempo y de su espacio, es decir, deben
estar vinculadas a la idiosincrasia del pueblo. Por ello discutía con Sarmiento
cuando éste quería trasplantar acríticamente la constitución norteamericana a
estas tierras. Alberdi entendía que la estructuración administrativa que se
había impuesto en la época del virreinato no se podía deshacer de un día para
el otro, y que se necesitaba un Poder Ejecutivo fuerte. Sí, el liberal Alberdi
pedía un Ejecutivo fuerte y también decía que no podía construirse un país con
un Estado incapaz de recaudar fuertes sumas a través de los impuestos.
Ahora bien, en la actualidad hay
otra pequeña trampa conceptual que esgrimen los socialdemócratas críticos de la
construcción política que vienen llevando adelante los gobiernos populares de
la región. Pues se llama todo el tiempo a generar los espacios para aumentar la
participación en nombre de la democracia deliberativa bajo la suposición de que
un Ejecutivo fuerte iría en detrimento de la participación. Sin embargo, los
ejemplos de reformas constitucionales recientes muestran que un presidencialismo
fuerte es perfectamente compatible con el fomento de la participación. Sin ir
más lejos, la reforma constitucional venezolana instituye la reelección
indefinida al tiempo que incluye la posibilidad de un referéndum revocatorio
y diversos mecanismos de participación
como los plebiscitos. Y lo más interesante: el presidente más fuerte, Chávez,
estando en el poder, llamó a un plebiscito para lograr la reelección y perdió
(en una ocasión), del mismo modo que la oposición logró llamar a un referendo
revocatorio contra Chávez y la ciudadanía, en las urnas, le dijo No a la
revocatoria.
Retomando lo dicho algunas líneas
atrás, si el presidencialismo no era ni es el principal problema de la
Argentina, ¿cuál sería el principal desafío que tenemos por delante? Por citar
dos ejemplos al azar, en la reforma constitucional de Colombia, en 1991, el
desafío tenía que ver con la necesidad de encarar la problemática de un país
partido, atravesado por la lucha contra el narcotráfico y el conflicto con la
guerrilla. Asimismo, más cercanos en el tiempo, la reforma en Bolivia,
refrendada en 2009, debía encarar el problema del racismo.
Claro que se me dirá que en la
Argentina hay varios problemas y que es difícil subsumirlos a todos debajo de
uno. Estoy de acuerdo con esa apreciación. Sin embargo quizás pueda tomarse el
desafío de la desigualdad como objetivo general para incluir allí el
desequilibrio todavía existente entre distintas clases sociales y entre las
regiones de nuestro país. Si estamos de acuerdo en este punto que expongo a
manera de hipótesis, recuerde que fue un modelo económico detrás de un proyecto
de país para minorías el que generó tal situación. No fue el populismo. Tampoco
el presidencialismo.
El modelo parlamentario (¿firme como el de Italia?) es una garantía para la reeleción indefinida del primer ministro del partido "fuerte" y para la rosca política de los partidos insignificantes que terminan definiendo las políticas "ultras" (caso israel)
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