Todos sabemos
qué es la patria grande pero ¿sabemos qué es la patria chica? Uno está tentado
a definirla por oposición, en el sentido de que si patria grande es aquel sueño
continental que impulsó San Martín y que llama a borrar las fronteras con
nuestros países vecinos, la patria chica sería, estrictamente, la Argentina. Justamente,
siguiendo esta misma lógica, en uno de los discursos que Rafael Correa diera
tras triunfar en las últimas elecciones presidenciales, éste afirmó: “Estamos
construyendo la patria chica (Ecuador) y la patria grande (nuestra América)”.
De esto se
sigue que la construcción de la patria chica no va necesariamente en detrimento
de la patria grande, o, para decirlo sin rodeos, que una política nacional no
deviene necesariamente en un nacionalismo beligerante como muchos quieren
presentar.
Ahora bien, la
idea de patria chica puede también referir a unidades referenciales más
pequeñas como la ciudad, el barrio, la comunidad, el vecindario pues, al fin de
cuentas, lo chiquito y lo grande siempre es relativo y de lo que se está
hablando es de ese primer núcleo de pertenencia, inmediato, que luego, claro está,
puede formar parte de otras pertenencias más amplias.
¿Pero hay
alguna patria chica que se oponga a la patria grande? Por supuesto. En este
sentido, para muestra, obsérvense, dentro de todas las variantes, que los
nacionalismos agresivos recién mencionados buscan engrandecer la patria chica,
muchas veces, al precio de achicar la patria grande, es decir, al precio de
diferenciarse del vecino entendiendo la frontera no como una distinción
administrativa sino como una fractura esencial entre un nosotros y un ellos.
Pero también
hay otra forma de entender la patria chica y es aquella a la que refiere Arturo
Jauretche en un libro que no es de sus más reconocidos: Ejército y política.
Para el
célebre creador de las zonceras, en la historia argentina hay dos grandes
concepciones en pugna: la que posee una mirada nacional y la que posee una
mirada de facción. Esta última es defensora de una patria chica pero no en el
sentido de una defensa nacional frente al extranjero sino todo lo contrario: se
trata, dice Jauretche, de aquella que, con pensamiento unitario, impulsó la
balcanización de los territorios del virreinato favoreciendo sus intereses (los
de la elite de Buenos Aires), los cuales, por supuesto, coincidían con los
intereses ingleses.
Para decirlo
con sus palabras: “Hay dos concepciones: la de la Patria Grande y la de la
Patria Chica. La que atiende al ser
de la Nación en primer término, y la que posterga ésta al cómo ser; la que pone el acento en la grandeza, y la que lo pone en
la institucionalidad, en las formas. La primera tiene la atención puesta en las
campañas de la independencia, en el Alto Perú y en la Banda Oriental; es la que
genera la epopeya sanmartiniana y artiguista. Se siente continuadora de la
política de España en el continente, ahora para los americanos. Su ámbito es
tan grande que sus hombres se llaman así, y no argentinos. (…) La Patria Grande
piensa y actúa en medidas continentales (…) En cambio los hombres de la Patria Chica
solo ven instituciones y gobiernos: la ordenación jurídica antes que la tierra
y los hombres. Alberdi no ha inventado la fórmula, pero ellos la presienten;
ven como abogados o ideólogos lo que los otros ven como soldados y nativos”.
De este modo,
Jauretche traza una continuidad entre Rivadavia, el triunfo en Caseros, Mitre,
la guerra de la triple alianza y la Argentina como granero del mundo, para
oponerlos a San Martín, los caudillos, el yrigoyenismo y el peronismo.
Dejando de
lado la cuestión acerca de, quizás, algunos matices ausentes, Jauretche, como
indica el título de su libro, aplica esta idea a una descripción del ejército
para mostrar la transformación que éste sufriera ya desde que Rivadavia le negara
su apoyo a San Martín y comenzara un lento repliegue que terminará identificando
los intereses del país con los intereses de los porteños. La consecuencia de
ello son provincias relegadas, algo bastante natural, por cierto, dado que los
iluministas de Mayo y los románticos de la generación del 37 entendían la
extensión del territorio como un problema. En esto hay una clara diferenciación
con Brasil que Jauretche explota muy bien pues mientras nosotros impulsamos un
camino vertiginoso de progreso de una parte (el puerto), nuestros vecinos
apuntaron a fortalecer las fronteras. En otras palabras, el terror a la
extensión hizo que nos refugiáramos en una parte de nuestro territorio y que
los intereses de la facción que dominaba el puerto apareciesen como
representativos de la nación; en cambio, Brasil tuvo una política nacional que
llevó mucho más tiempo pero logró estabilizar un territorio, fijar con claridad
la frontera hacia afuera, para, desde allí, comenzar con el crecimiento hacia
adentro. A tal punto fue lento este proceso que Jauretche lo piensa como de
plena actualidad y observa en la decisión de constituir la capital en Brasilia
(algo que se oficializaría en 1960) un signo de este proceso de impulso hacia
el interior.
Si bien el
texto de Jauretche aquí mencionado es de 1958, su apreciación acerca del modo
en que el ejército argentino dejó de representar una política nacional para ser
solo el instrumento de imposición de los intereses de una parte (minoritaria)
contra la otra parte (mayoritaria), tuvo su desenlace más atroz en las décadas
posteriores, algo que en lo ideológico se justificó del peor modo, esto es, en
términos de un enemigo interior. En otras palabras, un ejército cooptado por
una parte, por una facción, asumió como propia la representatividad del ser
nacional para dirigirlo hacia adentro, es decir, hacia grupos que fueron
tildados de antinacionales.
Y es porque
tenemos memoria y hemos sabido de la utilización de algunos términos, que
considero que hay que manejarse con cuidado respecto a plantear que todo aquel
que tiene una mirada crítica a la política económica de la actual
administración es un antipatria. De hecho, de manera muy interesante, el propio
Jauretche introduce una variable que muestra que no todo es tan lineal pues,
frente a lo que se podría suponer, el liberalismo no es descripto como un
agente de la patria chica que necesariamente se encuentra al servicio de los
intereses foráneos. En todo caso, ése ha sido el derrotero del liberalismo
argentino, antes y después de 1958, pero no ha sido, según indica, insisto, el
propio Jauretche, el camino del liberalismo en, por ejemplo, Brasil y Estados
Unidos, pues allí éste se impulsó desde una perspectiva nacional que no se
privó de utilizar todo tipo de medidas proteccionistas. En esta línea, el autor
de Los profetas del odio afirma: “El
mal no está en las doctrinas; está en que se utilizan contra la política
nacional. Es de orientación. Ya hemos visto cómo Estados Unidos y Brasil son
también liberales, pero nacionales. Allá el liberalismo fue adecuado a la
Nación; aquí se adecuó la Nación al liberalismo”.
¿Serán capaces
de entender esto nuestros liberales contemporáneos, aquella patria chica que tiene
su pequeña alegría en la decisión arbitraria de un juez en Estados Unidos? ¿Estarán
en condiciones de comprender estos argentinos que la posibilidad de éxito,
incluso del programa económico que ellos promueven, presupone la afirmación de
soberanía?
Preguntas retóricas las mías, preguntas
dirigidas a quienes, en nombre de una facción, de una parte, acusan de
chauvinista a todo aquel que entienda que patria puede ser algo más que la
extensión de su propiedad privada.
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