Nos hemos identificado con esta
selección de fútbol. De eso no hay duda. Sin embargo las razones de esta
identificación son diversas.
A primera vista, cabe preguntarse
si el hecho de celebrar un subcampeonato con miles y miles de personas en las
calles recibiendo al equipo a pesar de la derrota en la final, daría cuenta de
una sociedad argentina que entiende que no es el éxito lo único que importa.
Seguramente que algo de eso hay
pero permítame ser algo escéptico al respecto. Pues aun en lo que se restringe
estrictamente a los resultados, esta selección fue exitosa en tanto llegar a
una final del mundo resulta un hecho deportivo de enorme trascendencia que
pocas veces sucede. Lo digo de otro modo: si la selección se hubiera quedado,
digamos, en los cuartos de final habiendo perdido con Bélgica, supongamos, por
penales, el San Mascherano, la historia de vida de Di María y la épica de
gladiadores no hubiera existido a pesar de ser los mismos jugadores y el mismo
técnico. Es una enorme obviedad pero el reconocimiento parte del éxito
deportivo. Esto no significa necesariamente que a la sociedad argentina le
importe ganar como sea si bien probablemente, si preguntásemos acerca del gol
con la mano de Maradona, una enorme cantidad diría que prefiere ganarles a los
ingleses aun de ese modo.
En esta línea, si la comparación
se hace con el mundial del 90 se observará que lo que logró una identificación
con aquel equipo no fue su buen juego sino dos triunfos resonantes (frente a
Brasil e Italia), y una lucha contra la adversidad que incluyó un polémico
arbitraje en la final, un equipo diezmado por lesiones, amarillas y rojas, en
algunos casos, injustas, y los silbidos al himno en la semifinal.
Sin embargo, en este 2014, especialmente
a la luz de los partidos que Argentina disputó desde octavos de final, la
sensación que queda es que lo que el público destacó es una serie de valores
que habría transmitido el equipo. Esto se puede ver en que, por lo pronto, dejamos
de poner el énfasis en los “4 fantásticos que atacan” para hablar de los “7
fantásticos que defienden”, esto es, el arquero, los 4 defensores y los 2
volantes de contención. Del equipo que debía hacer 4 goles porque seguro le
convertirían 3, pasamos a ser la defensa inexpugnable que enfrentó a temibles
seleccionados europeos con enorme capacidad goleadora y recibió 1 gol en 450
minutos.
En otras palabras, de estos 7
fantásticos, lo que resaltó fue la figura de Mascherano pero más allá de su
nivel individual, se reconocía, a partir de él, el sentido del esfuerzo, del
cubrir al compañero, de, literalmente, “romperse el culo” en función del
equipo. En Mascherano, entonces, se encarnaban valores con las que el futbolero
y la ciudadanía se sintieron identificados.
Pero, antes del mundial, e
incluso, en la fase de grupos, lo que identificaba a buena parte de la
ciudadanía y al mundo del fútbol con la selección eran las individualidades,
era qué podrían hacer cada uno de esos “4 fantásticos que tenemos arriba y que
le pintan la cara a cualquiera”. Allí no aparecían los valores del esfuerzo, la
solidaridad, el trabajar con el otro, etc. Todo lo contrario: se resaltaba la
destreza individual, que la capacidad de uno de los jugadores resuelva y sea
efectivo en la red como hiciera Maradona en 1986; que “los de atrás aguanten
como sea pues, total, los de adelante nos van a hacer ganar”.
Esto no es casual pues si bien la
era Bilardo puso en tela de juicio la identidad del fútbol argentino, lo que
cualquier veterano hincha afirmaría es que “la nuestra” es la gambeta, la
destreza individual, lo que te da el potrero, y que los que corren y meten, en
la mayoría de los casos, sacrificando el buen juego, son “picapiedras”. Desde
el origen del fútbol argentino que la gambeta se estableció como la
característica esencial de nuestro modo de jugar frente al de los inventores
del fútbol, los ingleses. Así, a pesar de que en los primeros enfrentamientos,
allá por principios del siglo XX, las goleadas que nos propinaban eran
abundantes, de a poco, el fútbol individualista del argentino pudo equiparar la
maquinaria colectiva de los ingleses, la idea de que, en el fútbol, cada jugador
era importante en tanto cumplía una función como parte del equipo. No era
casual que el fútbol argentino se pensase así pues, si Borges tenía razón, los
argentinos éramos/somos profundamente individualistas, como se puede observar
en nuestra literatura con Fierro, Moreira o Segundo Sombra, figuras
contestatarias, que “hacían la suya”, por fuera del sistema y del Estado.
La descripción de Borges y
cualquier descripción que comience diciendo “los argentinos somos” violenta la
pluralidad de características de los individuos que formamos parte de esta
comunidad pues convivimos con vecinos, familiares y amigos que tienen valores
contrapuestos. De aquí que podamos seguir imaginando comunidades homogéneas o
hacer como si pudiéramos englobar lo argentino en una cosmovisión común pero
cualquier intento en ese sentido está condenado al fracaso. Hay sectores de la
sociedad profundamente individualistas, preocupados porque la escasez de
dólares les traía algún contratiempo para veranear en Punta del Este; caceroleros
hartos de que el Estado redistribuya una parte de la riqueza, y habitantes de
la ciudad de Buenos Aires que han votado masivamente a Mauricio Macri, emblema
de una ideología que resalta las bondades del egoísmo como motor del progreso
de la sociedad. Éstos conviven con gente que valora más la solidaridad, que es
capaz de resignar aspectos personales en función del bienestar de la comunidad
y que, el momento de elegir a quién votar, pueden inclinarse por una opción
política que le plantea que el único héroe verdadero es el héroe colectivo.
Es más, ni siquiera es que existe
una división tan tajante. Sería fácil decirlo y hablar entonces de “la grieta”,
“las dos argentinas”, etc. Pero si bien
no es del todo falsa esta demarcación también puede darse que, en diferentes
circunstancias, una misma persona se incline más por valorizar aspectos
individuales en detrimento de lo grupal y viceversa. Así, un cacerolero que no
quiere pagar impuestos puede que tenga como foto de perfil en su Facebook a
Mascherano caracterizado como el Che Guevara apoyado en una leyenda que dice “La
Argentina sale adelante con el esfuerzo de todos. Gracias Masche”. Asimismo,
alguien puede tener la remera de El Eternauta y, al mismo tiempo, traicionar a
su grupo intentando sobresalir guiado por sus ambiciones personales.
No es que lo hagan necesariamente
por incoherencia o cinismo sino simplemente porque la mayoría de las personas
oscilamos entre diferentes valoraciones y porque éstas no siempre derivan en un
tipo de acción clara, concreta y unívoca.
Entiendo que no pasa solo en la
Argentina y que se trata de un fenómeno típico de comunidades grandes en el
marco de un proceso globalizatorio que nos hace más homogéneos y heterogéneos a
la vez, tanto en relación con otras naciones como en relación a nosotros
mismos. De este modo, puede darse que todos nos identifiquemos con una
selección pero que esa identificación se dé en base a valoraciones diversas y
contradictorias, todas ellas aparentemente derivadas de un mismo objeto, en
este caso, un equipo de fútbol.
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