Epígrafe: La intención de la neolengua no era
solamente proveer un medio de expresión (…) sino también imposibilitar otras
formas de pensamiento. Lo que se pretendía era que una vez que la neolengua
fuera adoptada de una vez por todas y la vieja lengua olvidada, cualquier
pensamiento herético (…) fuera literalmente impensable (…) en tanto que el
pensamiento depende de las palabras (De la novela de George Orwell, 1984).
Mensajes efectistas y cada vez más breves;
operaciones de prensa para nada sutiles en las que la información es varias
veces regurgitada para una audiencia que busca el entretenimiento de la
indignación; referentes políticos que dejan de ser ideales para ser imaginados
por cultores de la imagen. Hablamos, claro está, de la forma en que se hace
política en el siglo XXI, forma que surge de la complicidad de las grandes
corporaciones de medios con una buena parte de la clase política.
Para no reflexionar en abstracto les daré algunos
datos sorprendentes. Según Manuel Castells en su libro Comunicación y poder, los slogans y mensajes de campaña de los
candidatos en Estados Unidos pasaron de un promedio de 40 segundos en 1960, a
10 segundos en los años 80 y a 7,7 segundos en la primera década del siglo XXI.
Y tal tendencia se confirmó en todos los países donde este tipo de estudios se
realizaron, a saber: Reino Unido, Nueva Zelanda y Brasil, entre otros.
El desuso de la capacidad comunicativa de la
palabra viene de la mano de una cultura que desde hace varias décadas viene
privilegiando el terreno de la imagen. Sin dudas, no descubro nada al respecto
pero valga como ejemplo el señalamiento que Horacio González hace en Historia conjetural del periodismo cuando
refiere a lo sintomático de la utilización, en los medios gráficos, de las
infografías (esa particular forma de presentar las noticias en la que la
subestimación del lector se pone de manifiesto en un mensaje cada vez más
empobrecido, con un manojo de palabras que son encorsetadas en una ilustración).
En palabras del propio González: “Por eso, un tacaño destino de ahorro,
pedagogía y simplificación, impulsa el actual recurso periodístico a la
infografía. La pérdida de creencia en el lector y en la escritura ha llevado a
homenajear la economía del tiempo lectural en la forma de picturas que tienen
el aire de realismo neolítico pero no su vacilante ingenuidad”.
El desprecio por la palabra también está asociado
a cambios tecnológicos y hábitos sociales y de consumo. Tómese el modo en que
la irrupción del vértigo de links que
acerca la web ha hecho que sea cada vez más difícil centrar la atención en un
texto y que el acercamiento a las noticias sea simplemente una lectura de
titulares o, a veces, simplemente, el acceso a un video en el que unas imágenes
descontextualizadas sirven de apoyo a la desinformación antes brindada.
Asimismo la absurda lógica de cafés y lugares de paso que en Argentina incluyen
televisores en voz baja clavados en una señal de noticias, ha hecho que la
cultura del zócalo se transforme en el primer y, a veces, el único acercamiento
a la noticia.
Esta
lógica del capitalismo modo siglo XXI con una sociedad tan estimulada como
desinformada, paradójicamente me recuerda una de las advertencias de un libro
clásico que denunciaba el autoritarismo de los regímenes comunistas. Me refiero
al ampliamente citado 1984 de George
Orwell. Como usted seguramente recordará la historia de El Gran Hermano, me voy
a situar simplemente en un elemento que parece secundario en la novela pero que
tiene una potencia simbólica enorme. Hablo de lo que el autor denominó
acertadamente “neolengua”. La idea es interesantísima y se suma al de la
existencia de un Ministerio de la Verdad en el que expertos del Partido se
ocupaban de modificar los diarios del pasado según las necesidades del presente.
El Ministerio de la Verdad ha pasado a la posteridad como emblema de aquellos
gobiernos que resignifican la historia según su conveniencia y muchas plumas
adherentes al republicanismo liberal han utilizado esa figura para referirse a
los gobiernos populistas de Latinoamérica.
Pero la
neolengua tiene interesantísimos presupuestos filosóficos muy útiles para
nuestras reflexiones, a tal punto que Orwell le dedicó un extenso apéndice del
libro. Según el autor de Rebelión en la
Granja, dado que se piensa a través del lenguaje, una modificación cultural
total solamente podría darse si se pudieran reemplazar las categorías que
expresaban la cosmovisión anterior. Esto significa que no se trata de una
simple traducción de una lengua anterior a una actual. Se trata de crear un
sistema que exprese una nueva forma de ver la realidad capaz de sepultar para
siempre su antecesora. Del mismo modo que toda revolución lo primero que hace
es modificar el calendario para arrogarse la instauración de un tiempo cero y
para arrojar del otro lado de la historia a aquel régimen superado, es
necesario reemplazar el viejo lenguaje por uno nuevo.
En palabras del propio Orwell: “Aparte de la supresión de palabras definitivamente heréticas, la
reducción del vocabulario por sí sola se consideraba como un objetivo deseable
y no sobrevivía ninguna palabra de la que se pudiera prescindir. La finalidad
de la neolengua no era aumentar, sino disminuir el área del pensamiento,
objetivo que podía conseguirse reduciendo el número de palabras al mínimo
indispensable (…) Cada reducción era una ganancia, ya que cuanto menor era el
área por escoger, más pequeña era la tentación del pensar. En definitiva, se
esperaba construir un lenguaje articulado que surgiera de la laringe sin
involucrar en absoluto a los centros del cerebro”.
En mi caso particular no soy partidario compulsivo de aquellas
teorías decadentistas que afirman que los lenguajes juveniles que utilizan tan
abusivamente canales de comunicación que imponen restricciones como los SMS en
un celular o los famosos 140 caracteres de Twitter, derivarán necesariamente en
una suerte de generación mutante tan embrutecida como conectada. Puede que sí
pero siempre me generaron cierto escozor las teorías “del todo pasado fue
mejor”. Lo que sí resulta preocupante es la inevitabilidad deshistorizada de la
cual partimos para reflexionar sobre fenómenos que tienen una incidencia
cotidiana. La neolengua de la imagen y de la economía de la palabra que acaba
con la pluralidad de significados y de interpretaciones para responder
uniformemente a una manera de ver el mundo está reemplazando nuestra herencia
cultural y política que proviene de aquella Ciudad-Estado ateniense que
sobresalía de las demás por la importancia que la palabra tenía para la
política y la democracia. Así que a no confundirse. No sea cosa que el viejo
adagio “una imagen vale más que mil palabras” sea la frase que inaugura el
diccionario de la Neolengua que aprendemos todos los días en cada interacción
con los medios de comunicación.
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