Creo que estamos
cerca de descubrir el primer elefante argentino. Pero no festejen señores
zoólogos: les voy a hablar de política, de un libro y de las posibilidades de
comparar la sociedad estadounidense con la nuestra.
Déjenme
presentarles la pregunta inicial: ¿por qué sectores medios y bajos que se
benefician directa o indirectamente con subsidios de espíritu redistributivo
son los primeros en criticarlos? La pregunta es central porque explicaría, en
parte, por qué una parte importante de esos sectores le ha dado la espalda al
oficialismo en las últimas elecciones trasladando el voto a candidatos que
consideran que los planes sociales son injustos y son sinónimo de vagancia y
corrupción.
Un intento de
respuesta a este interrogante puede esbozarse a partir de la mirada de un
lingüista cognitivista estadounidense llamado George Lakoff quien, en 2004,
publicó un libro que compilaba diversas conferencias con un título sugestivo: No pienses en un elefante. El elefante
es el símbolo del partido republicano y Lakoff, un demócrata confeso, afirmaba
que toda batalla discursiva está perdida de antemano si se adopta la
terminología y las categorías del adversario. Así, “no pensar en un elefante”
significa que los demócratas deben pensar con categorías y palabras propias si
es que desean obtener buenos resultados en las elecciones y resultar vencedores
en los principales debates públicos.
De las tantas
cosas interesantes del libro quiero destacar su intención de barrer con ese
prejuicio en el que una y otra vez caemos los analistas cada vez que gana un
oficialismo que no nos gusta. Me refiero, claro está, al famoso “la gente vota con
el bolsillo”. En otras palabras, muchas veces suponemos que la única razón que
tiene un votante para depositar su voto en una urna es el autointerés
económico. Sin embargo, la hipótesis de Lakoff es que a la hora de decidir por
un candidato u otro, las razones morales son las que priman, aun por sobre la
mirada sobre el terrorismo, la guerra, la economía, la salud y la educación.
Lakoff llega a
tal afirmación tras estudiar el comportamiento electoral de la sociedad
estadounidense y lo hace en su intento de asesorar al partido demócrata. De
hecho, su libro es presentado como un pequeño programa de consejos que les
permita a los demócratas ganar elecciones.
Ahora bien,
Lakoff cree que esos valores morales decisivos al momento de votar pueden
sintetizarse en el ideal familiar que cada uno tiene. Más específicamente, él
considera que la diferencia entre demócratas y republicanos tiene como
principal cimiento la mirada acerca de cómo se constituye una familia. De
hecho, la visión acerca de la familia funciona como una suerte de sinécdoque
que pretende ser representativa del ideal de nación estadounidense.
Según
Lakoff, la visión familiar de los republicanos puede denominarse “de padre
estricto” mientras a la de los demócratas la llama “de padres protectores”.
La moral
familiar del padre estricto supone que el mundo es un lugar peligroso y que
existe el bien y el mal absolutos. Además, afirma que los niños nacen malos,
esto es, quieren hacer lo que les place en lugar de hacer el bien. Asimismo,
esta perspectiva se sostiene en la idea de que el mundo no es sólo un lugar
peligroso sino competitivo en el que habrá ganadores y perdedores y en el que,
por lo tanto, hay que prepararse para ello. Esta suerte de darwinismo social
mezclado con sesgos religiosos implica, además, una justificación del castigo
físico a los niños. En otras palabras, la única manera de no desviarse hacia el
mal es tener un padre estricto que castigue los malos comportamientos. La
violencia física “endereza” al niño y le fomenta una autodisciplina, un
autocontrol de sus “malos instintos” y le permite ingresar en un ámbito público
competitivo regulado por las leyes del mercado. En palabras de Lakoff, la moral
del padre estricto supone que “si las personas son disciplinadas y persiguen su
propio interés en un país de oportunidades como América, prosperarán y serán
autosuficientes. Así, el modelo del padre estricto asocia moralidad con
prosperidad. La misma disciplina que se necesita para ser moral es la que
permite prosperar. El engarce entre ambas es la búsqueda del propio interés”.
De esto se sigue una mirada acerca de la vinculación
entre el individuo y el Estado porque el padre estricto actúa hasta la llegada
a la adultez del niño. Si llegado ese momento el niño no ha alcanzado la
disciplina que la competitividad del mundo necesita quedará “a la buena de
Dios”, que en Estados Unidos, y si se es pobre, se parece bastante a la policía
y a las leyes penales. Este punto es interesante porque el Estado no viene a
cubrir la moral del padre estricto que no logró ser aprendida durante la etapa
del desarrollo. Más bien todo lo contrario: de la moral del padre estricto se
deriva la prescindencia del Estado. Ya no hay más papá. Si no aprendiste todo
lo que te enseñé aun a fuerza de castigos físicos, lo siento. El Estado no es
papá. Bienvenido al mundo.
¿Se imagina usted cuál es la mirada que esta
moral republicana tiene acerca de los planes sociales? Los planes sociales son
inmorales porque premiarían a los que han fracasado y los que han fracasado lo
han hecho porque no han logrado alcanzar la autodisciplina que les imponía la
moral del padre estricto. Subir impuestos a los ricos para ayudar a los pobres,
sería, desde este punto de vista, entonces, injusto e inmoral. A su vez, de la
moral del padre estricto se deriva la negativa a la despenalización de aborto (porque
quita el castigo a la “falta de disciplina y a la irresponsabilidad de la
embarazada”) y una política exterior unilateralista e intervencionista que
conocemos bien.
Frente a la
moral del padre estricto, la visión demócrata, la de los padres protectores,
supone que los chicos nacen buenos y que el padre no es el jefe de familia sino
que tanto la madre como el padre son responsables de proteger a los hijos.
Asimismo, esta idea de protección se traslada al Estado y, aun en la adultez,
la visión demócrata supone que es una obligación estatal proteger al medio
ambiente, a los trabajadores y al ciudadano en general en temas de salud,
vivienda, etc. Asimismo, a diferencia de la moral del padre estricto, se supone
que la competitividad está viciada desde el comienzo por un modelo que no da
las mismas oportunidades a todos. De aquí que el Estado tenga que ser activo
para que todos puedan comenzar la carrera desde el mismo lugar y proteja, a
través de planes sociales, a los que corren con desventaja. Esta mirada se
traduce a todos los órdenes y, por supuesto, aboga por la despenalización del
aborto y por una política internacional distinta a la que impone el Pentágono
tanto a las administraciones republicanas como demócratas.
Como reflexión
final, la sociedad estadounidense no es la sociedad argentina y los enormes
presupuestos de psicología cognitiva que incluye Lakoff y que aquí no fueron
desarrollados, merecen una discusión aparte. Sin embargo, esta mirada puede dar
lugar a algunos disparadores interesantes con consecuencias políticas diversas
no sólo en las estrategias de campañas sino en el diseño de políticas públicas.
¿Será que una parte importante de los sectores postergados en la Argentina,
aquellos que se benefician con ingentes sumas de subsidios y planes, sostienen una
moral de padre estricto y creen que en el fondo es injusto e inmoral que el
Estado los ayude? De ser así, ¿a través de qué mecanismos discursivos esos
sectores acabaron naturalizando una mirada que, trasladada al Estado, acaba
perpetuando la iniquidad? ¿Se puede hacer frente a esta perspectiva hegemónica?
¿Acaso no es esa la verdadera batalla cultural? Responder este tipo de
preguntas parece central pues, de no poder hacerlo, cualquier intento de
transformación social profundo chocará con un elefante argentino suelto que,
con un poquito de estímulo, será capaz de destruirlo todo.
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