domingo, 8 de diciembre de 2013

Un elefante argentino (publicada el 5/12/13 en Veintitrés)

Creo que estamos cerca de descubrir el primer elefante argentino. Pero no festejen señores zoólogos: les voy a hablar de política, de un libro y de las posibilidades de comparar la sociedad estadounidense con la nuestra.
Déjenme presentarles la pregunta inicial: ¿por qué sectores medios y bajos que se benefician directa o indirectamente con subsidios de espíritu redistributivo son los primeros en criticarlos? La pregunta es central porque explicaría, en parte, por qué una parte importante de esos sectores le ha dado la espalda al oficialismo en las últimas elecciones trasladando el voto a candidatos que consideran que los planes sociales son injustos y son sinónimo de vagancia y corrupción.
Un intento de respuesta a este interrogante puede esbozarse a partir de la mirada de un lingüista cognitivista estadounidense llamado George Lakoff quien, en 2004, publicó un libro que compilaba diversas conferencias con un título sugestivo: No pienses en un elefante. El elefante es el símbolo del partido republicano y Lakoff, un demócrata confeso, afirmaba que toda batalla discursiva está perdida de antemano si se adopta la terminología y las categorías del adversario. Así, “no pensar en un elefante” significa que los demócratas deben pensar con categorías y palabras propias si es que desean obtener buenos resultados en las elecciones y resultar vencedores en los principales debates públicos.
De las tantas cosas interesantes del libro quiero destacar su intención de barrer con ese prejuicio en el que una y otra vez caemos los analistas cada vez que gana un oficialismo que no nos gusta. Me refiero, claro está, al famoso “la gente vota con el bolsillo”. En otras palabras, muchas veces suponemos que la única razón que tiene un votante para depositar su voto en una urna es el autointerés económico. Sin embargo, la hipótesis de Lakoff es que a la hora de decidir por un candidato u otro, las razones morales son las que priman, aun por sobre la mirada sobre el terrorismo, la guerra, la economía, la salud y la educación.
Lakoff llega a tal afirmación tras estudiar el comportamiento electoral de la sociedad estadounidense y lo hace en su intento de asesorar al partido demócrata. De hecho, su libro es presentado como un pequeño programa de consejos que les permita a los demócratas ganar elecciones.
Ahora bien, Lakoff cree que esos valores morales decisivos al momento de votar pueden sintetizarse en el ideal familiar que cada uno tiene. Más específicamente, él considera que la diferencia entre demócratas y republicanos tiene como principal cimiento la mirada acerca de cómo se constituye una familia. De hecho, la visión acerca de la familia funciona como una suerte de sinécdoque que pretende ser representativa del ideal de nación estadounidense.           
        Según Lakoff, la visión familiar de los republicanos puede denominarse “de padre estricto” mientras a la de los demócratas la llama “de padres protectores”.
La moral familiar del padre estricto supone que el mundo es un lugar peligroso y que existe el bien y el mal absolutos. Además, afirma que los niños nacen malos, esto es, quieren hacer lo que les place en lugar de hacer el bien. Asimismo, esta perspectiva se sostiene en la idea de que el mundo no es sólo un lugar peligroso sino competitivo en el que habrá ganadores y perdedores y en el que, por lo tanto, hay que prepararse para ello. Esta suerte de darwinismo social mezclado con sesgos religiosos implica, además, una justificación del castigo físico a los niños. En otras palabras, la única manera de no desviarse hacia el mal es tener un padre estricto que castigue los malos comportamientos. La violencia física “endereza” al niño y le fomenta una autodisciplina, un autocontrol de sus “malos instintos” y le permite ingresar en un ámbito público competitivo regulado por las leyes del mercado. En palabras de Lakoff, la moral del padre estricto supone que “si las personas son disciplinadas y persiguen su propio interés en un país de oportunidades como América, prosperarán y serán autosuficientes. Así, el modelo del padre estricto asocia moralidad con prosperidad. La misma disciplina que se necesita para ser moral es la que permite prosperar. El engarce entre ambas es la búsqueda del propio interés”.
 De esto se sigue una mirada acerca de la vinculación entre el individuo y el Estado porque el padre estricto actúa hasta la llegada a la adultez del niño. Si llegado ese momento el niño no ha alcanzado la disciplina que la competitividad del mundo necesita quedará “a la buena de Dios”, que en Estados Unidos, y si se es pobre, se parece bastante a la policía y a las leyes penales. Este punto es interesante porque el Estado no viene a cubrir la moral del padre estricto que no logró ser aprendida durante la etapa del desarrollo. Más bien todo lo contrario: de la moral del padre estricto se deriva la prescindencia del Estado. Ya no hay más papá. Si no aprendiste todo lo que te enseñé aun a fuerza de castigos físicos, lo siento. El Estado no es papá. Bienvenido al mundo.
 ¿Se imagina usted cuál es la mirada que esta moral republicana tiene acerca de los planes sociales? Los planes sociales son inmorales porque premiarían a los que han fracasado y los que han fracasado lo han hecho porque no han logrado alcanzar la autodisciplina que les imponía la moral del padre estricto. Subir impuestos a los ricos para ayudar a los pobres, sería, desde este punto de vista, entonces, injusto e inmoral. A su vez, de la moral del padre estricto se deriva la negativa a la despenalización de aborto (porque quita el castigo a la “falta de disciplina y a la irresponsabilidad de la embarazada”) y una política exterior unilateralista e intervencionista que conocemos bien. 
Frente a la moral del padre estricto, la visión demócrata, la de los padres protectores, supone que los chicos nacen buenos y que el padre no es el jefe de familia sino que tanto la madre como el padre son responsables de proteger a los hijos. Asimismo, esta idea de protección se traslada al Estado y, aun en la adultez, la visión demócrata supone que es una obligación estatal proteger al medio ambiente, a los trabajadores y al ciudadano en general en temas de salud, vivienda, etc. Asimismo, a diferencia de la moral del padre estricto, se supone que la competitividad está viciada desde el comienzo por un modelo que no da las mismas oportunidades a todos. De aquí que el Estado tenga que ser activo para que todos puedan comenzar la carrera desde el mismo lugar y proteja, a través de planes sociales, a los que corren con desventaja. Esta mirada se traduce a todos los órdenes y, por supuesto, aboga por la despenalización del aborto y por una política internacional distinta a la que impone el Pentágono tanto a las administraciones republicanas como demócratas.     
Como reflexión final, la sociedad estadounidense no es la sociedad argentina y los enormes presupuestos de psicología cognitiva que incluye Lakoff y que aquí no fueron desarrollados, merecen una discusión aparte. Sin embargo, esta mirada puede dar lugar a algunos disparadores interesantes con consecuencias políticas diversas no sólo en las estrategias de campañas sino en el diseño de políticas públicas. ¿Será que una parte importante de los sectores postergados en la Argentina, aquellos que se benefician con ingentes sumas de subsidios y planes, sostienen una moral de padre estricto y creen que en el fondo es injusto e inmoral que el Estado los ayude? De ser así, ¿a través de qué mecanismos discursivos esos sectores acabaron naturalizando una mirada que, trasladada al Estado, acaba perpetuando la iniquidad? ¿Se puede hacer frente a esta perspectiva hegemónica? ¿Acaso no es esa la verdadera batalla cultural? Responder este tipo de preguntas parece central pues, de no poder hacerlo, cualquier intento de transformación social profundo chocará con un elefante argentino suelto que, con un poquito de estímulo, será capaz de destruirlo todo.    
                      

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