Bienvenidos a la hipocracia, forma degenerada
y sofística de la representación en el marco de un sistema democrático, modelo
a seguir en los tiempos venideros, panacea para una Argentina agotada de tanta
división y tantos malos modales.
Si bien se indagará en las diferentes
acepciones que este término puede alcanzar, usted puede deducir inmediatamente
que por hipocracia me estoy refiriendo, en primer lugar, a la posibilidad cierta
de un futuro cercano en el que estemos gobernados por hipócritas, esto es, por
un conglomerado de hombres y mujeres que llegan al poder de la mano de un tipo
de discurso que, una vez en el gobierno, girará radicalmente. Para comprender tal
idea permítame remitir a la rica historia de este término.
Hipócrita se
le llamaba al actor en el teatro griego. ¿Por qué sucedía esto? Por dos razones
vinculadas a la utilización de máscaras. En primer lugar, el actor utilizaba
una máscara para que su voz se amplificase, más allá de que, claro está, los
espacios en donde se exponían las principales tragedias habían sido construidos
con una acústica que sorprende hasta el día de hoy y que los estudiosos siguen
intentando explicar (véase cómo, por ejemplo, en el Teatro de Epidauro, construido
en el siglo IV AC en la zona de la Argólida y con capacidad para 14000
espectadores, el sonido de una moneda
cayendo en el centro del escenario puede oírse en el escalón de la última fila
que está a unos 70 metros de altura). Pero, en segundo lugar, que la idea de
hipócrita se encuentre indisolublemente ligada a la de máscara se explica por
la razón de que el uso de ésta no sólo servía a los fines auditivos sino que
también permitía que un mismo actor interpretara a diferentes personajes
cambiando la forma de la máscara. Con esta breve explicación es que puede
comprenderse que actor e hipócrita eran sinónimos puesto que el primero es el
que está “por debajo” de la máscara, de aquí que el término en cuestión tenga
el prefijo “hipo” que hoy se utiliza para designar a los que están por debajo
de cierto umbral, por ejemplo, los “hipoacúsicos” o los que han sufrido una
crisis de “hipotermia”. Con el tiempo, claro está, el término hipócrita dejó de
tener el carácter, si se quiere, descriptivo, para transformase en valorativo y
referir a aquellos sujetos que muestran o dicen una cosa pero hacen o piensan
otra, individuos que, como sucedía en el teatro griego, esconden lo que
verdaderamente son detrás de una máscara.
Ser un
representante hipócrita, entonces, pone en riesgo todo el sistema
representativo más allá del modo en que las democracias en las repúblicas
liberales han intentado generar mecanismos de control sobre el comportamiento
de los representantes. Porque está claro que en estos tiempos posmodernos se
votan hombres y trayectorias personales pero algún programa de gobierno y/o
legislativo hay que exponer y se supone que, en principio, debería tratar de
cumplirse con esa promesa de campaña. Caso contrario, queda la mentira o el
cinismo de declaraciones brutales como aquella de Carlos Menem cuando algunos
años después de asumir y de realizar la reforma neoliberal más extraordinaria
que pudiera haberse consumado, a pesar de no figurar en el programa de campaña,
afirmara “si hubiera dicho lo que iba a hacer no me votaba nadie”. Esa frase
condensa todo el problema de la representación y revela una dificultad de
origen, esto es, la presuposición de que el representante sabe mejor que el
propio pueblo lo que es deseable para el pueblo. En otras palabras, el
representante supone que él conoce el buen camino antes que el pueblo y por
ello encuentra justificado esconderse detrás de una mascarada, presentarse como
lo que no es, para granjearse la estima popular y luego transitar el camino
contrario (el cual, por cierto, es justo reconocer, luego sí recibió apoyo de
la ciudadanía).
Pero en el
primer párrafo adelantaba que es posible encontrar otras acepciones de la hipocracia
y del gobierno de los hipócritas, también explicables a partir del prefijo
“hipo”. Porque una hipocracia no sería sólo un gobierno con representantes que,
por ejemplo, semanas antes de una elección afirman que subirán el mínimo no
imponible gracias a gravar la renta financiera pero cuando esta propuesta es
llevada adelante por el oficialismo emiten su voto en contra; más bien se
trataría de un gobierno de los que están “por debajo” que no son, claro está,
“los de abajo”: son los que toman las decisiones que ejecutan los que llevan la
máscara. Así, la hipocracia no sólo debe rechazarse por las razones éticas de
un representante que dice una cosa y hará otra, sino también por las razones
políticas de transformarse en un gobierno en el que el pueblo y sus
representantes ceden su soberanía ante la prepotencia de aquellos decisores que
se imponen por la fuerza de las balas, de las leyes a medida o de la
construcción hegemónica del sentido común.
Dicho esto,
mencionaré una tercera acepción vinculada con las dos anteriores y con el
desarrollo de la etimología que venimos exponiendo porque “hipo” también puede
interpretarse como equivalente a “poco” o a “menos”. El hipoacúsico es el que
oye poco y el que sufre una crisis de hipotermia es el que tiene menos
temperatura en su cuerpo. De aquí que las dos acepciones antes mencionadas se
complementen, creo yo, necesariamente, con la idea de una hipocracia entendida
como el “poco gobierno” y el “menos Estado”. Porque para que una mayoría
ciudadana crea que una opción de gobierno puede estar dada por candidatos que
dicen algo y hacen lo contrario, se necesita un gobierno debilitado incapaz de generar
mayorías y un Estado pequeño que “deje hacer” y renuncie a todo afán
regulatorio y a la promoción de canales de participación y control ciudadano
sobre sus representantes en el interregno que se produce entre una elección y
otra.
Prometer detrás
de una máscara lo que finalmente no se hará, delegar las decisiones en la
pequeña casta que siempre gobernó el país y no se sometió a la legitimidad del
voto popular y estimular gobiernos débiles con un Estado empequeñecido son,
entonces, las tres características de la hipocracia cuyo vínculo es casi
indisociable.
De aquí que
quepa preguntarse: ¿esta es la propuesta que viene a reemplazar al kirchnerismo
tras lo que algunos plantean como un indeclinable fin de ciclo? ¿Se harán cargo,
estos hombres de la oposición, del daño que le harán a la democracia y a la
política cuando, llegando eventualmente a algún tipo de espacio de
representación, sea legislativo o ejecutivo, muestren su verdadero rostro? Por
último, ¿qué precio está dispuesto a pagar el electorado no kirchnerista con
tal de que este proyecto nacional, popular y democrático se termine? ¿Se
asumirá la responsabilidad que todos tenemos a la hora de votar o Argentina se
verá atestada de ciudadanos desmemoriados que dentro de unos años lucirán la máscara
de la tragedia mientras se preguntan por qué se retrocedió en conquistas objetivas
que los habían beneficiado?
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