Los
comentarios sobre los Alharepres son, como mínimo, contradictorios. La razón es
atendible: son monstruos sin forma que aparecen entre multitudes que
manifiestan reivindicaciones heterogéneas. Dicho de otro modo, se trata de
seres cuya única materialidad es el sonido característico que los identifica.
Sus detractores se mofan de ellos espetándoles ser sólo ruido; sus admiradores,
en cambio, ven en sus súbitas apariciones señales contra los gobiernos de
turno.
No hay
estudios ni tratados serios sobre los Alharepres. A lo sumo un conjunto de
crónicas dispersas cuyos primeros registros aparecen en escritos de la
tradición musulmana al menos desde el siglo IX. Me permitiré citar una de éstas
con fecha no del todo precisa pero, sin duda, en el contexto de la ocupación
mora en el sur de España. Se cuenta que frente a una serie de decisiones
populares del Sultán, las clases acomodadas salieron a manifestarse en la
puerta del Alcázar. La convocatoria habría sido espontánea y no existían
representantes de esos intereses sino sólo el reclamo de aquellos hombres. Ante
la persistencia de la manifestación, el Sultán tuvo una idea particular. Mandó
a rodear todo el perímetro de la manifestación con espejos de unos dos metros
de altura y en apenas algunas horas la multitud se vio dentro de una precaria
pero eficaz estructura cuyo sentido resultaba desconocido, hasta que ocurrió lo
que el Sultán había planeado y se ha transformado en una de las páginas más
mágicas de la tradición islámica: la multitud se enfrentó a los espejos pero no
podía reflejarse en ellos. Ninguno de los que allí estaba. La turba enloqueció
y comenzaron los gritos mientras los manifestantes corrían hacia cada uno de
los espejos con esperanza de hallar representación. Pero ninguno los reflejaba.
Naturalmente, comenzó la violencia, y una enorme cantidad de pedreadas derivó
en decenas de espejos rotos y “cronistas” heridos. Sólo aquellos que no habían
entrado en un brote histérico, creyendo que se trataba de falsos espejos, acudieron
a los objetos personales que portaban y podían generar algún tipo de reflejo
pero, una vez más, ninguno de ellos devolvía imagen, sólo puro vacío.
Esta historia debe
entenderse en el marco de una cultura iconoclasta que no admite la
representación pues cualquier intento de representar a Alá es visto como un
sacrilegio. De ahí la relación tan particular de esta tradición con las
estatuas, las pinturas y los espejos, esto es, el objeto privilegiado que nos
permite re-presentarnos. La aparición de los inmateriales Alharepres con su
sonido característico similar al del golpeteo de un cacharro, había sido una
señal inequívoca para confirmar que se estaba frente a una manifestación
incapaz de hallar representación y representantes. El Sultán lo sabía bien.
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