Como anticipo
de lo que será el “Año Cortázar” en 2014, la última semana se conmemoró el
quincuagésimo aniversario de la publicación de Rayuela, una novela que en los años 60 se enmarcó en lo que fue
conocido como “boom latinoamericano”, un fenómeno editorial y literario que,
además del autor de “El perseguidor”, incluía a jóvenes promesas como Carlos Fuentes,
Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez. Más allá de la trascendencia que
tuvieron personajes como La Maga, Rayuela
contaba con una particularidad: comenzaba con un “Tablero de dirección” previo
al desarrollo de la narración, una suerte de manual que marcaba ciertas reglas
que es preciso conocer, como sucede cuando nos enfrentamos, por ejemplo, a un
juego. El “Tablero” indicaba que había dos maneras de leer el libro. La primera
era la forma tradicional secuencial, digamos, desde la página 1 hasta el
capítulo 56; la segunda, en cambio, suponía saltos de capítulo a capítulo. Así,
Cortázar aclaraba que para esta lectura alternativa era necesario comenzar por
el capítulo 73, luego ir al 1 y al 2, a continuación al 116, al 3, al 84, al 4 y
así sucesivamente, de un lado a otro.
Esta novedosa
posibilidad de ingresar a una obra desde diferentes lugares alterando el orden
(presuntamente) natural, resultaba sorprendente para la época pero décadas más
tarde se transformó en una de las presuntas mejores descripciones de los modos
habituales de acercarse a la lectura a través de Internet. Dicho de otro modo,
la lógica aparentemente rizomática de la web
supone la posibilidad de un transitar nunca prefijado y libre en el que el
lector tiene un rol activo. Se puede ingresar buscando un dato histórico, que a
su vez está linkeado con un
comentario que nos resultó atractivo y que tiene como corolario la referencia a
un libro que es el que acabamos leyendo y que no tiene ninguna relación con
aquella motivación inicial que guiaba nuestra búsqueda.
Esta nueva forma de acceder y construir un
texto es lo que se ha dado en llamar hipertexto
y que, en términos de Theodor Nelson, es definido como “una escritura no
secuencial, (…) un texto que bifurca, que permite que el lector elija y que se
lea mejor en una pantalla interactiva. De acuerdo con la noción popular, se
trata de una serie de bloques de texto conectados entre sí por nexos que forman
diferentes itinerarios para el usuario”.
De este modo, el hipertexto parece ser una
idea que se solidariza con categorías como “red”, “texto abierto”, “nomadismo”
o “ausencia de autor”, propias de pensadores críticos de la modernidad como Barthes,
Deleuze, Foucault o Derrida, entre muchos otros.
Pero con la ayuda de la tecnología, el hipertexto
deviene también hipermedia, esto es,
la posibilidad de una lectura acompañada por recursos audiovisuales. De este
modo, podría darse la situación en la que en una novela se afirme que el
personaje x estaba escuchando
determinada canción y gracias al hipertexto generar un link para que, haciendo click
allí, los parlantes de nuestra computadora reproduzcan aquella música. A su vez
esto podría venir acompañado de una foto o un dibujo de aquella situación capaz
de ayudar a los lectores con poca imaginación o a los escritores que, por
incapacidad, economizan las descripciones. Estas posibilidades han hecho que
algunos pensadores ya reconozcan la existencia de un nuevo género literario
llamado hiperficción, un género
constituido a partir de la lógica hipertextual y del acompañamiento de los
recursos audiovisuales para exigir al lector un rol mucho más activo.
Con todo, en
la literatura argentina, ya existían antecedentes de intentos de fracturar la
linealidad de la lectura clásica, como mínimo, en Macedonio Fernández y en
Borges. Del primero, obsérvese, por ejemplo, Museo de la Novela de la Eterna, que consta de 56 prólogos a una
obra que siempre promete arrancar pero nunca lo hace. Del segundo, por su parte,
se pueden señalar cuentos como “La Biblioteca de Babel”, “Tlön, Uqbar, Orbis
Tertius” o “Pierre Menard, autor del Quijote”, pero entre todos ellos el que
sobresale es “El jardín de senderos que se bifurcan”, también incluido en Ficciones. Allí se cuenta la historia del
personaje Ts´ui Pen quien creó una novela de tiempos paralelos cuya apariencia
contradictoria obedecía a que, en ella, los desenlaces eran múltiples: “En
todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas
alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts´ui
Pen, opta, simultáneamente, por todas. De ahí las contradicciones de la novela.
Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang
resuelve matarlo. Naturalmente hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar
al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden
morir, etcétera. En la obra de Ts´ui Pen, todos los desenlaces ocurren; cada
uno es el punto de partida de otras bifurcaciones”.
No casualmente esta obra de Borges ha sido
inspiradora de uno de los principales experimentadores de la ficción en la web: Stuart Moulthrop. Este profesor oriundo
de Baltimore ya hacia principios de los 90 se introduce de lleno en las
posibilidades intertextuales que brinda internet y crea, entre otras novelas, Victory Garden, ambientada en el
contexto de la Guerra del Golfo y uno de los mejores ejemplos de lo que aquí se
viene desarrollando.
Ahora bien, la
existencia de intuiciones y propuestas como las de Cortázar han hecho que
muchos de los más optimistas defensores de las bondades de la web se apropien de estos autores y los
ubiquen como antecedentes, ya no de una descripción de la lógica de las redes
sino, más bien, de una valoración positiva. Así, por ejemplo, existen
publicaciones y producciones académicas que irresponsablemente ubican a
escritores como Borges del lado de los que hoy ensalzarían la web como una panacea democratizante
contra el totalitarismo estatal. Se trata de los mismos que saludan la
espontaneidad de las redes sociales y las reciben como un termómetro de la
sociedad civil, como si los trending
topic (lo más nombrado en Twitter),
fueran representativos de lo que sucede en la calle.
Pero quisiera volver a Cortázar y dejar para
otra oportunidad la discusión acerca de si estas formas de lectura
post-Gutenberg suponen un paso hacia adelante y si es necesario decretar la
muerte y la obsolescencia del libro en el soporte papel. Porque como
seguramente usted habrá notado, del ejemplo de Rayuela no se siguen necesariamente las propuestas de hipertexto
tal como fueron aquí desarrolladas. Dicho de otro modo, Cortázar no da plena
libertad al lector para que construya activamente la obra. Le da dos opciones
perfectamente delimitadas. Así reglamenta que su novela puede leerse de manera,
llamémosle, tradicional, o según la alternativa de saltos de capítulos
claramente determinada por el autor, tal como se describió algunas líneas
atrás.
La pregunta sería, entonces, si el hipertexto
electrónico puede escapar de esas limitaciones. Se dirá que en parte sí porque
fractura la idea de autor, de unicidad de una obra, etc. ¿Pero no habrá,
quizás, solapadamente, unos límites? ¿No sería posible que, debajo de una
superficie de la plena libertad, de la
total expresividad, y de la profunda democratización a la que aparentemente nos
llevaría Internet, se encuentren lineamientos que reducen drásticamente las
opciones sin que nos demos cuenta de ello? En otras palabras, ¿no nos estaremos
creyendo libres mientras los mismos de siempre manejan el Tablero de
Dirección?
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