Fue recién con los estudios sobre porotos que
realizara Mendel hacia la segunda mitad del siglo XIX, y que significaron un
enorme aporte en la comprensión del mecanismo de la herencia, que se comenzó a
investigar acerca de los orígenes de esa enorme cantidad de compatriotas que poseen
la facultad de poderse quitar y poner los ojos a voluntad. El árbol genealógico
llevó, entonces, a considerar a las lamias como primeras madres argentinas y símbolo
de la particular relación que tiene el país con sus hijos. Como señala
Filóstrato, Lamia era una princesa Libia que tuvo varios hijos producto de su
relación amorosa con Zeus, lo cual generó un enorme ataque de celos de Hera,
que, como venganza, raptaba a la progenie de esta pareja y los asesinaba apenas
nacían. Pero el odio de Hera no terminaba allí y para prolongar el sufrimiento
de Lamia, la condenó a una vida insomne robándole los párpados. Esto hizo que
Zeus, piadosamente, le otorgara a Lamia la posibilidad de quitarse los ojos
todas las noches para poder descansar y adquirir, a su vez, la forma corporal que
desease. Sin embargo, el trastorno producido por Hera hizo que la atormentada
Lamia se transforme en una suerte de espíritu maligno cuya frustrada vida como
madre la llevó a asesinar a todos los recién nacidos de la ciudad.
Probablemente, son estas características las que explican por qué, con el
tiempo, el nombre deviene genérico y se llama lamias a un conjunto de espíritus
que aterrorizan a los niños como los íncubos, el cuco o las serpientes con
gorra de policía.
En esta línea,
Robert Graves recuerda que en el Bestiario
moralizado de Gubbio la lamia es una criatura cuya leche es venenosa y por
ello acaba matando a sus hijos en el amamantamiento. En la actualidad se ha
llegado a la conclusión de que el antídoto no es un asunto de neonatólogos ni
alquimistas sino de legisladores y que la existencia de leyes justas purifica
la leche y regenera los párpados que la maldición se había apropiado.
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