El triunfo de
Nicolás Maduro en las elecciones presidenciales de Venezuela puede servir de
ejemplar para realizar analogías e interpretaciones respecto del futuro de la
Argentina más allá de que, por supuesto, ningún modelo y ninguna circunstancia
puede replicarse de un país a otro.
Por un lado,
aun cuando no le alcanzó para ganar, la estrategia de la oposición antichavista
ha sido efectiva pues logró obtener casi 45% de los votos en la última elección
frente a Chávez y más de 49% en la del domingo pasado. Esta “efectividad”
electoral, claro está, nada dice acerca de lo que podría haber sucedido si
Capriles llegaba al poder en el sentido de que, muchas veces, los melones se
acomodan andando pero cuando uno lleva, además, naranjas, sandías, bananas y
manzanas lo que puede suceder es que el carro vuelque. Está metáfora frutal es
la que no comprende cierto sector del establishment argentino que, a toda
costa, pide una unidad opositora cuyo único objetivo es vencer al kirchnerismo
sin tomar en cuenta el día después de una hipotética llegada al poder. Similar
exigencia de unidad es la que se pregona desde los organizadores del cacerolazo
del 18 de abril, protesta que, esta vez, ha sido apoyada explícitamente por la
dirigencia política opositora, aunque, cabe aclarar, el único inconveniente es
que, entre la multitud que cacerolea contra las políticas oficiales, la única
faz propositiva que aparece surge de un entretenimiento, por ahora, infructuoso:
aquel que a falta de un Wally se conoce como “Buscando un Capriles”.
Pero por otro
lado, y quizás esto sea más interesante, el triunfo de Maduro es un dato que se
debe tener en cuenta para esa siempre interesante parte de la biblioteca que se
ocupa de la problemática de los liderazgos carismáticos y su inocultable dificultad
para delegar y, eventualmente ante determinadas circunstancias, lograr
transferir el poder con similar apoyo de las masas. Dicho en otras palabras, y
sin abundar en tecnicismos o referencias académicas, parece casi inherente a la
condición de líder carismático la dificultad de transferir el poder a un
sucesor. No sólo por la resistencia que el propio líder tendría sino porque en
el hipotético caso de que una determinada circunstancia así lo obligue, ungir a
un continuador no garantizaría el traspaso automático de los apoyos.
Con todo, en
el caso de Venezuela, Maduro obtuvo un porcentaje cercano al de la última
elección de Chávez aunque contó con la inmensa ayuda del recientemente
fallecido líder bolivariano, quien, una vez consciente de la irreversibilidad
de su enfermedad, tuvo la sensatez de
dejar bien en claro a quién pretendía transferir el poder. El resto, con
aciertos y errores, ya es parte de la propia historia política de Maduro no
sólo de cara al electorado sino frente a las internas existentes al interior
del chavismo.
Pero si
pensamos en la historia de la Argentina, ha habido ejemplos para un lado y para
el otro si bien las circunstancias fueron muy distintas. Así, con Perón vivo y
en el exilio, parecía más fácil que la orden de apoyar a Cámpora tuviera mejor
recepción que el hecho consumado de tener que seguir a Isabel con Perón muerto.
Esto muestra que en el juego de las variables no resultan indiferentes las
cualidades de los sujetos ungidos y que, por más vínculo vertical o de
obediencia existente, la determinación de un sucesor siempre supone una nueva
conformación con incluidos y excluidos. Asimismo,
está el caso sui generis de los
Kirchner, esto es, un presidente que propone como candidata a una esposa que
acabó demostrando con creces estar preparada para el cargo, algo que deben
reconocer incluso sus más fervientes opositores. Pero por eso mismo, aun siendo
muy distintos, los liderazgos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández fueron
recibidos como una continuidad en una suerte de liderazgo carismático
“monstruoso” de dos cabezas.
Ahora bien, siguiendo
con nuestro país, uno de los focos de incertidumbre política más grande, es la
resolución de la problemática de la sucesión en el gobierno nacional. Dejando
de lado la posibilidad remota de una eventual reforma constitucional que
pudiera habilitar un nuevo mandato, la pregunta que se plantea es quién va a
ser el candidato que el oficialismo propondrá para suceder a la presidente. Independientemente
de los nombres que alocadamente se arrojan y que van desde Scioli hasta Boudou,
Abal Medina, Alicia Kirchner, Máximo Kirchner, Urribarri, Capitanich o
Parrilli, lo cierto es que, más allá de las cualidades de cada uno de los
candidatos, no habría, en principio, nada que conceptualmente pudiera
garantizar que la decisión sucesoria que adopte CFK será seguida a pie
juntillas ni por los diferentes sectores que conforman el kirchnerismo ni por
el electorado. Finalmente pareciera que la única decisión que no siempre es
respetada por todos los seguidores es aquella por la que se designa un sucesor
que, por el modo en que irrumpe en la arena política, carga en sus espaldas el
peso de ser criticado haga lo que haga. Pues si sigue demasiado al líder que lo
ungió lo acusarán de obsecuente, místico o títere y si se muestra con vuelo
propio le dirán traidor y recordarán que con el líder anterior las cosas
estaban mucho mejor.
Pero si bien todo esto es cierto, el caso venezolano se puede tomar como
un ejemplo en el que un líder puede ungir a un sucesor y esto puede trasladarse
a las urnas masivamente. Las razones para que esto suceda son múltiples y, como
se dijo, incluye las circunstancias, las cualidades del elegido de cara al
electorado y el rol que cumpla al interior del entramado de sectores que
conforman el gobierno. Pero a esto hay que agregarle un elemento más que no es
determinante pero que suele pasarse por alto en los análisis politológicos. Me
refiero al nivel de penetración e internalización que un proyecto de gobierno alcanza
en los diferentes estratos de la población como para poder hacerse inteligible independientemente de los nombres propios. Esto
vale tanto para el socialismo del siglo XXI como para el proyecto nacional,
popular y democrático de los Kirchner.
Como se puede
observar, entonces, son demasiadas cosas a tener en cuenta pero un antecedente
irrepetible, pero antecedente al fin, es que el gobierno de CFK no sólo pudo
sobrellevar la muerte de su marido sino que en ese contexto fortaleció su poder
hacia el interior depurando algunos acompañamientos, apostando a una renovación
generacional y dando una vuelta de tuerca a una identidad política que sigue en
proceso de transformación.
Para finalizar, qué sucederá cuando Argentina
se enfrente en 2015 a unas elecciones en las que ni Scioli, ni Macri ni CFK
cuentan con cláusulas que les permitan volver a ser elegidos es algo que no
puede determinarse hoy. De no mediar ninguna reforma, buscarán depositar en un
elegido su caudal de votos y garantizarse un lugar de privilegio en su propia
fuerza o puede que tomen el riesgo de que las disputas internas en cada uno de
sus espacios se diriman en las internas abiertas y obligatorias. Todo puede
pasar y nada garantiza la transferencia de poder de un candidato a otro pero
puede que las distintas variables confluyan y un liderazgo fuerte como puede
ser el de Chávez o CFK sea capaz de empoderar un “tapado”. En Venezuela, hasta
hoy, y al menos electoralmente,
funcionó.
Lo que me preocupa de la brecha tan corta que hubo entre Maduro y Capriles es que la gente (ingenuamente o no,valla uno a saber) este buscando un cambio.nuevos aires,a mi realmente ealerta la poca cantidad de voto que hubo entre uno y otro ,pero creo que esto mas que un estudio politico ,habria que hacer un estudio sociologico
ResponderEliminarComo siempre...Clarisimo analisis!
ResponderEliminar@barbartica