La particular
composición etaria que acompañó en las calles los festejos del bicentenario y
la elocuente demostración de afecto que irrumpió el 27 de octubre de ese año
2010 en el que un porcentaje enorme de los que lloraban la muerte de un
político eran jóvenes, hizo que cualquier análisis serio de la coyuntura
política tuviera que dedicarle alguna reflexión al fenómeno de un abrupto interés juvenil por la participación
política.
Hubo muchos
que en un principio optaron por suponer que el idilio entre juventud y
kirchnerismo era pasajero, una suerte de moda adolescente que rápidamente sería
reemplazada por alguna novedad en la play
station, pero, al observar que el fenómeno persistía, tuvieron que afinar
la inventiva y salir a disputar, con un relato propio, un dato abrumador que
meses después se plasmó en las urnas.
Los más
renuentes afirmaron que no todos los jóvenes simpatizaban con el gobierno e
incluso se apoyaron en resultados de elecciones de centros de estudiantes de
algunas universidades, en las que el peronismo nunca pudo hacer pie, para
apuntalar con números un deseo travestido de diagnóstico. Tienen razón en
parte, pero una razón tan trivial que apenas merece un comentario. Pues claro
que hubo y habrá muchos jóvenes que no se sienten representados por el
gobierno. Hay una juventud PRO que se regodea en el discurso “lanatesco” de la
antipolítica que tanto atravesó a los jóvenes que crecieron en la década del
90; y hay también una porción pequeña pero siempre presente de jóvenes que
militan en minoritarios partidos de izquierda con un peso relevante en
determinadas instituciones educativas. Pero con exponer esto no alcanza para
explicar de dónde salieron esas columnas enormes de jóvenes que con banderas de
apoyo al gobierno inundaron la plaza, por ejemplo, este último 24 de marzo. Es
por eso que algunos analistas optaron por aceptar el fenómeno pero dando cuenta
de él en los términos ya trillados de la cooptación a través de prebendas, la
propaganda y el hipnotismo del líder. Dicho en otras palabras, sería innegable
una participación juvenil mayoritariamente kirchnerista pero esto obedecería a
un goebbeliano aparato de difusión de mentiras, a políticas sociales que son
pura demagogia y a la distribución de cargos en el Estado para los principales
referentes sub 35. En esta línea, los jóvenes que apoyan al gobierno se
dividirían en estúpidos que se dejan llevar por una netbook y trepadores que se
encolumnan sólo por el beneficio de integrar una lista u ocupar un cargo
burocrático dentro del Estado. Sin lugar a dudas, podrán existir casos como los
recién señalados pero dar cuenta de la explosión masiva de participación
juvenil reduciéndolo a formas de engaño e impostura es, como mínimo, un acto de
pereza intelectual.
Por último,
asociado al intento de generar un clima de zozobra, temor y estigmatización
hacia la juventud, varios de los que acudieron a posiciones como las antes
indicadas, introduciendo, en muchos casos, disputas personales acerca de lo
ocurrido en los años 70, agregaron, en una suerte de enorme ensalada conceptual,
que estos jóvenes no sólo serían estúpidos y venales sino también pichones de
terroristas. Efectivamente, como si con lo anterior no alcanzara, referentes
opositores tanto de la dirigencia política como de los medios, han llegado a
decir que grupos como La Cámpora se están haciendo de armas para eventualmente
pasar a la acción en defensa de un gobierno neo-montonero.
Es en este
marco que me gustaría indicar lo que, considero, son algunos aspectos que
definen a este tipo de juventud comprometida con la política kirchnerista y que
la diferencia de la juventud de, por ejemplo, los años setenta. Si bien varias
veces me he referido a este punto desde esta columna quisiera enfocarlo, esta
vez, en términos más abstractos aun con el riesgo que eso implica.
Según mi punto
de vista, un elemento identitario de la juventud actual comprometida
políticamente con el kirchnerismo es el modo en que concibe la tensión
filosófica originaria entre lo relativo y lo absoluto. Para clarificar esto,
piénsese en palabras que, desde mi punto de vista, han sido fundacionales y que
Néstor Kirchner ha repetido varias veces. Me refiero a su insistencia en la
idea de defensa de una “verdad relativa”, en la conciencia de que se habla
desde una perspectiva, se lucha por una particular cosmovisión y se defienden
unos determinados intereses. Para algunos será un slogan de falsa modestia pero
a mí me parece clave porque, justamente, expresa un sentido de aprendizaje
democrático perfectamente compatible con la visión de la política que el
kirchnerismo defiende. Pues decir que se defiende una verdad relativa, en
primer lugar, significa que la noción de Verdad (absoluta, con mayúscula) se
aparta del ámbito de la política y quedará circunscripta, si se quiere, a
terrenos morales, religiosos o cognoscitivos. Pero además implica la aceptación
de la existencia de un otro que puede reivindicar poseer otra verdad (relativa,
con minúscula). Finalmente, ahí está el juego democrático: una serie de
consideraciones acerca del bien que se dirimen en la arena política y en la que
lo que interesa es poder persuadir a la mayor cantidad de ciudadanos de los
beneficios de llevar adelante un determinado proyecto que no es ni verdadero ni
falso sino simplemente más o menos apoyado. Asimismo, como decía algunas líneas
atrás, defender la idea de una verdad relativa, supone que habrá otras con las
cuales confrontar, lo cual es coherente con una visión agonal de la política,
esto es, la política como lucha, disputa. Hay política porque hay un otro y
porque hay un otro hay conflicto.
Diferente
parecía la situación de aquella juventud que en los años 70 optó por la vía
armada y fue masacrada por el terrorismo de Estado. Seguramente, por el clima
ideológico del mundo, la idea de lo absoluto aparecía con mucha más fuerza de
lo que aparece en la actualidad. Podríamos decir que la idea misma de
revolución supone la de absoluto pues implica sentar las bases de un nuevo
comienzo que borra lo anterior. Revolucionar no es reformar. Revolucionar
supone un fenómeno absoluto en el que es necesario, incluso, cambiar el
calendario, instaurar una nueva dimensión temporal, y con ello borrar la
historia de lo que antecedió. Y por sobre todo, la idea de revolución no deja
lugar a la existencia de lo otro, es absoluta o no es.
Guste o no, el
kirchnerismo es consecuencia de un clima democrático y el trasvasamiento
generacional que promueve es depositado en una franja etaria que nació en
democracia y concibe que el conflicto es saludable pero dentro de los límites
de la legalidad. En esta línea, la juventud kirchnerista podrá promover todo
tipo de transformaciones institucionales necesarias pero reconoce que siempre
habrá un otro y que, en última instancia, la disputa frente a ese adversario se
dirimirá en las urnas. De aquí que, por ejemplo, el discurso y las acciones
kirchneristas transiten senderos donde se menciona con nombre y apellido a ese
otro con el cual se disputa y se promueva una política de derechos humanos que
hace de la memoria un pilar y que no busca venganza sino justicia a través del
respeto de la ley democrática.
Por todo esto, suponer que la reivindicación
de determinados ideales de los años setenta compromete a esta nueva generación con
la aceptación de la metodología revolucionaria, es no entender, o no querer
entender, un signo de los tiempos democráticos que kirchneristas pero también
anti kirchneristas deberían celebrar: la posibilidad cierta de un masivo
interés por la política en el corazón de una generación que ha crecido en
democracia y que, en tanto tal, no concibe como horizonte de posibilidad ningún
plan o proyecto que pueda desarrollarse por fuera de las instituciones
democráticas.
De acuerdo, los que tenemos mucha historia es muy bueno que no nos quedemos en el 55 y tampoco en los 70 hoy asistimos a un cambio de época, llevamos casi 30 años de democracia ininterrumpida y esto hace mirar a la vida de otra manera hoy nuestras armas son la paz, el debate, la comprensión, la justicia y también la memoria
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