¿Estamos
divididos los argentinos? La pregunta viene siendo recurrente al menos desde
que se empezó a delinear el espíritu confrontativo que Néstor Kirchner le
imprimiera a su presidencia y que se transformara en una marca esencial de la
naturaleza del modelo que se encuentra próximo a alcanzar los 10 años en el
poder.
Al kirchnerismo
no le resulta del todo incómodo el mote de “parteaguas” pues entiende que la
política es, ante todo, conflicto que se dirime entre un nosotros y un ellos, aunque
siempre en el marco de los límites democráticos. De aquí que no se rasgue las
vestiduras por el pataleo histérico de los sectores minoritarios que ven
socavada su legitimidad pero sí advierta sobre un conato de violencia preocupante
que se deja ver en las manifestaciones que nuclean a sectores opositores. En
esta línea alcanza con ver los lemas de los letreros que se enarbolan en las
protestas caceroleras y la agresión a periodistas de la televisión pública y
privada que en ese marco se multiplicaron, como así también prestar atención a
la violencia verbal que profieren referentes opositores a veces impulsados por
una envidiable locuacidad. La oposición intenta invisibilizar esas acciones y
cuando no puede hacerlo esgrime que éstas son sólo una consecuencia de la
violencia más sutil impulsada desde el propio gobierno. Independientemente de
la discusión acerca de si esto es o no así, tal argumentación abre una puerta a
la justificación de hechos de violencia más graves. En este sentido, quienes
justificaron la agresión a Kicillof y la englobaron en el marco del hartazgo
ciudadano ante las supuestas micro violencias solapadas que provienen del
oficialismo, podrían también haber justificado el hecho de que la turba
violenta del “Frente jacobino por la liberación del dólar” (filial Punta del
Este), hubiera ajusticiado al “economista marxista”. A lo sumo, encararían la
argumentación afirmando que “no lo justifico pero hay que entender que el clima
de violencia desde arriba da lugar a excesos abajo”. Con todo, no se trata aquí
de discutir quién agredió primero o quién agrede más. Se trata de responder a
esa pregunta inicial acerca de si existe una división en la Argentina. Y la
respuesta que guiará estas líneas es la siguiente: sí, efectivamente, la
Argentina está dividida, pero hace 200 años que lo está. En otras palabras, la
historia de nuestro país ha estado marcada por las divisiones en todo orden y
bajo cualquier paraguas categorial, sea político, sociológico o económico.
Si se toma el siglo XIX, a las disputas
políticas que se dieron ya en el marco de los caminos que debía seguir la
revolución, le siguió la disputa entre unitarios y federales y la conquista del
desierto entre algunos de los sucesos que ponen en tela de juicio la fantasía
romántica de una unidad original perdida por algún pecado populista. Ya en el
siglo XX, el centenario fue el marco en el que se ponía de manifiesto una
sociedad claramente dividida entre una elite criolla y una masa heterogénea de
campesinos pobres y extranjeros explotados que presionaría hasta obtener la ley
Sáenz Peña y vivir una primavera popular en 1916 que no tardaría en desfallecer
a pesar de no haber profundizado demasiado en cambios estructurales que
afectaran a la oligarquía terrateniente. Entonces ¿alguien va a decir que el
modelo agroexportador argentino era el emblema de una sociedad inclusiva? Por
cierto, ¿esa presunta unidad alguna vez perdida se recuperó con el golpe del
30? Ciertamente no, y la irrupción del peronismo no fue una magia de repollo
sino la visibilización de mayorías desplazadas que se sentían representadas por
un liderazgo.
Pero no avancemos tan rápido porque,
justamente, quienes hoy insisten en endilgarle al kirchnerismo el haber
dividido a los argentinos, equiparan la situación actual con aquella que se dio
desde el 45 hasta los años 70 en torno al clivaje peronismo-antiperonismo. En
esta línea se dice que las familias se pelean, las parejas se separan y los
amigos se distancian por las diferencias políticas, del mismo modo que
sucediera en aquellas décadas del siglo XX. ¿Tienen razón al bosquejar ese
panorama? Claro que la tienen pero eso no significa que estas fracturas en el
campo de las relaciones básicas, sea propiedad exclusiva de los procesos
peronista y kirchnerista. Lo que sí parece signo característico de ellos es el
modo en que esas grietas inherentes a la Argentina (y probablemente a buena
parte de las sociedades y los Estados modernos) se han hecho carne y se
manifiestan sin ocultamientos. ¿Por qué sucede esto? Seguramente porque se
trata de procesos que con infinitas diferencias han intentado al menos trastocar
las estructuras vigentes. Se podrá discutir por qué lo hicieron o en qué
porcentaje lo hicieron, pero no se podrá decir que ambos procesos resultaron indiferentes
para las elites.
Sin embargo, claro está, ni la historiografía
liberal ni los comentadores reproductores del relato del establishment podrían
aceptar que ésas han sido las razones por las que el peronismo y el
kirchnerismo generan divisiones. De aquí que recurran a una argumentación
sintomática. Para dar cuenta de ello avanzaré un poquito más en la historia
para poder situarnos en nuestro pasado reciente. Pregúntese entonces por qué
durante los noventa no se afirmaba que la sociedad argentina estaba dividida.
Nadie lo decía a pesar de que ese modelo hizo eclosión en 2001 y produjo la
mayor distancia entre los que más y los que menos ganan, una confiscación de
ahorros vergonzosa, más de un 50% de pobreza, un 25% de desempleados y un país
al borde de una guerra civil.
¿No son estos números signo de un país
fracturado? ¿O el dato para identificar un país partido es simplemente el modo
en que se dirimen las diferencias políticas con nuestros familiares, amigos y
parejas?
Lo que intuyo es, entonces, que esta idea de
una actual argentina dividida responde con naturalidad deductiva a los
principios de una matriz de sentido común neoliberal instalada. Se trata de
aquella que considera que sólo la política es la que divide. Dicho de otro
modo, pareciera que las diferencias económicas son producto de un natural
estado de cosas que aun estirando la distancia entre los más que menos tienen y
los menos que más tienen, responde al orden originario de la unidad nacional.
De este modo existiría una desigualdad original aceptada por los ganadores y
por los perdedores por igual, y cualquier intento por transformarla supondría
un cambio político y, en tanto tal, sería identificado como el mal, una suerte
de intromisión artificial que genera crispación, disputa, peleas y violencia.
Según esta idea, como la economía es sabia, no genera violencia y como los
pobres deben reconocer el lugar que les corresponde no hay espacio para que se
crispen ni para que se peleen. En todo caso, quedará un lugarcito para que la
clase media dispute y, según el contexto histórico, gane o pierda terreno pero
nada más. Así lo indica la matriz cultural que se sigue del modelo neoliberal
que gobernó entre 1976 y 2001, aquel que partió al país pero en el que teníamos
muchos amigos, una buena relación de pareja y una comida familiar en paz en la
que se hablaba de todo, menos de política.
Cuando en 1824 se le ofrece a San Martín la presidencia del país, él argumenta para rechazar el ofrecimiento, que para que Argentina se desarrolle, uno de los dos proyectos en pugna debe ser exterminado, agregando que él no se siente capaz de llevar a cabo tamaña empresa.
ResponderEliminarEs así, hace 200 años que tenemos por delante el mismo dilema.
Los yanquis lo resolvieron con una guerra que duró 6 años; la nuestra y la de la región, se sigue librando todos los días.