Un debate caro al interior al
peronismo que continúa hasta hoy es aquel que presenta una tensión entre los
dos máximos referentes del movimiento. Así, algunos entienden que habría un
supuesto peronismo radicalizado o jacobino encarnado por Evita y un peronismo
pragmático, negociador, con rasgos autoritarios y de derecha que estaría
encarnado en el propio Perón. Sin embargo, tal distinción no es más que una
simplificación que intenta sistematizar y encasillar dos figuras en
compartimentos estancos cuando lo cierto es que funcionaban como una pareja
política. Por ello es que creo más interesante indagar en algo que podría
presentarse como una cierta paradoja alrededor de la figura de Evita. Me
refiero a que fue gracias a su impulso que las mujeres pudieron irrumpir en la
arena pública específicamente a través del acceso al voto. Tal conquista quebró
toda una tradición occidental en la que la mujer aparecía como un individuo de
segunda que debía estar bajo tutela masculina. Se rompía, entonces, con esa
construcción cultural que dividía las tareas con precisión y ubicaba al varón
en el ámbito de lo público, confinando a la mujer al espacio de lo privado.
Esto venía de la mano de toda una construcción de género que suponía que los
rasgos identificatorios de los varones eran el ser activos, proveedores,
fuertes y racionales, mientras que la mujer aparecía como la pasiva,
consumidora, débil e irracional y pasional.
Como es de imaginar en una sociedad
patriarcal, las supuestas características de los varones se extendían al Estado
y al Derecho y por ello buena parte de los movimientos feministas critican el
carácter preeminente masculino de estas instituciones.
Ahora bien, Evita lleva a la mujer al
ámbito de lo público y ella misma por mérito propio, pasa a ser una figura de
primera línea incluso opacando por momentos a su marido. Pero esto lo hizo sin
renunciar al rasgo pasional que supuestamente sería propio de las mujeres. En
este sentido, Evita eleva a las mujeres y a ella misma a un ámbito marcado por
la hegemonía masculina como es la arena pública y al mismo tiempo le da al
Estado una “cara femenina” asociada con el afecto hacia los pobres y con las
políticas sociales. ¿Esto generó que se pudiera ver que el Estado también puede
adoptar las características aparentemente propias de lo femenino? No, aunque
quizás sea injusto echarle la culpa al propio peronismo más allá de que bien
cabía ver en los años en que Evita estuvo viva una suerte de división de las
tareas públicas similar a la división de las tareas privadas: el varón (Perón)
en la estrategia y en la teoría, y la mujer (Evita) en el vínculo afectivo y
solidario con el pueblo.
Más allá de las inmensas
transformaciones igualitarias que jurídica y culturalmente hemos transitado, no
sólo la Argentina sino también Occidente sigue considerando que el Estado
replica los valores presuntamente propios de la masculinidad. De aquí que se
les exija a las mujeres que acceden a la función pública o bien que alcancen esos
supuestos valores masculinos o bien que su trabajo se circunscriba al aspecto
social, una suerte de cara solidaria y caritativa del Estado que siempre es
vista con recelo por las miradas de la modernidad liberal. Esta faz presuntamente
afeminada del Estado todavía sigue siendo vista como una desviación y en tanto
tal, no es casual que los gobiernos técnicos y “bien masculinos” decidan
comenzar por allí con sus recortes presupuestarios.
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