“Hemos decidido irnos al país de las aves” decían Pistetero y Evélpides, los dos personajes de una de las comedias más divertidas de Aristófanes. No se trataba de un territorio político preciso ni se hacía referencia a un vestuario boquense en el que Riquelmes y Palermos rinden culto a los oráculos cabareteros de los viejos Halcones y Palomas. Tampoco significaba una apuesta de auto-reclusión en una cárcel de la Policía Federal entre gallos y medias noches que a veces se hacen enteras. Se trataba de escapar de una Atenas atravesada por un profundo deterioro moral donde la armonía propia del momento de florecimiento de aquel inigualable siglo V de Pericles, parecía resquebrajada por la irrupción de la individualidad. Se dejaba de pensar en el nosotros y se empezaba a pensar egoístamente en un yo con derechos frente a un otro. En este contexto esos dos ciudadanos atenienses que en esta comedia, Las Aves, deciden migrar, dicen sentirse hartos de esta compulsión de los atenienses a judicializar la vida. Las venganzas, los odios personales se expresaban en querellas. El lugar de la verdad era reemplazado por el de la persuasión: ya no importaba que sea cierto, importaba que resulte convincente. El amor por el saber como rasgo distintivo del filósofo era sustituido por el interés de adquirir una capacidad oratoria que pueda convencer a un jurado o al pueblo desde un púlpito en el ágora.
Era el momento de los sofistas y de los abogados, era el momento del fracaso de la política. Toda negociación era menospreciada a priori. Con esclavos que permitían a los ciudadanos tener tiempo libre pero sin televisión por cable, resultaba más simple litigar y ser observado por los cientos de hombres que deambulaban por la plaza pues entre los grandes retóricos era casi un juego exponerse a demostrar quién defendía mejor el argumento más pobre. No había división de poderes pues todo el poder estaba en el recurso oratorio y en la decisión de los jueces. Un sofista recibía una paga por defendernos. Pero luego también podía atacarnos, si recibía de parte de nuestro enemigo, una paga mayor.
En este contexto los dos personajes deciden elevarse y construir una nueva patria en el cielo reuniendo a todas las aves e, indirectamente, supongo yo, para entablar una relación directa con los dioses sin tener que lidiar con representantes terrenales recelosos de tramitar nuestra salvación eterna, pero ávidos de bienes y mancebos temporales.
Probablemente en tanto emergentes de la ciudad de la que querían escapar, Pistetero y Evélpides deciden realizar un desafío que sabe mucho a extorsión: de ahora en más, la ciudad de los pájaros interferirá en la relación entre hombres y dioses impidiendo que el humo de los sacrificios de los primeros, llegue a los segundos. Todo esto orquestado por el gran Pistetero, un sofista que se quejaba de los sofistas y que con esta especie de doble moral bien podría haber sido juzgado por un Freud extemporáneo como alguien que “proyecta”, alguien que observa en el otro lo que él mismo es aunque sin conciencia de ello. Preocupados, los dioses mandan a Isis a averiguar por qué habían cesado los sacrificios de los humanos pero ésta es capturada y se le informa que ahora son los pájaros los que deciden; ellos son los jueces y, por tanto, los nuevos dioses.
Me gusta pensar que lo que esta comedia magnífica muestra es que no importa quién es paloma y quién es halcón. Las palomas de hoy serán los halcones de mañana y viceversa. No hay amigos en el cielo y los dos bandos pertenecen al reino de las aves que se ha erigido en el mediador que desde arriba observa el fracaso de la política y de la democracia acá en la tierra.
Como no podía ser de otra manera, si no nos cubrimos, tantos jueces, perdón, aves, no tardarán en cagarnos en la cabeza.
Era el momento de los sofistas y de los abogados, era el momento del fracaso de la política. Toda negociación era menospreciada a priori. Con esclavos que permitían a los ciudadanos tener tiempo libre pero sin televisión por cable, resultaba más simple litigar y ser observado por los cientos de hombres que deambulaban por la plaza pues entre los grandes retóricos era casi un juego exponerse a demostrar quién defendía mejor el argumento más pobre. No había división de poderes pues todo el poder estaba en el recurso oratorio y en la decisión de los jueces. Un sofista recibía una paga por defendernos. Pero luego también podía atacarnos, si recibía de parte de nuestro enemigo, una paga mayor.
En este contexto los dos personajes deciden elevarse y construir una nueva patria en el cielo reuniendo a todas las aves e, indirectamente, supongo yo, para entablar una relación directa con los dioses sin tener que lidiar con representantes terrenales recelosos de tramitar nuestra salvación eterna, pero ávidos de bienes y mancebos temporales.
Probablemente en tanto emergentes de la ciudad de la que querían escapar, Pistetero y Evélpides deciden realizar un desafío que sabe mucho a extorsión: de ahora en más, la ciudad de los pájaros interferirá en la relación entre hombres y dioses impidiendo que el humo de los sacrificios de los primeros, llegue a los segundos. Todo esto orquestado por el gran Pistetero, un sofista que se quejaba de los sofistas y que con esta especie de doble moral bien podría haber sido juzgado por un Freud extemporáneo como alguien que “proyecta”, alguien que observa en el otro lo que él mismo es aunque sin conciencia de ello. Preocupados, los dioses mandan a Isis a averiguar por qué habían cesado los sacrificios de los humanos pero ésta es capturada y se le informa que ahora son los pájaros los que deciden; ellos son los jueces y, por tanto, los nuevos dioses.
Me gusta pensar que lo que esta comedia magnífica muestra es que no importa quién es paloma y quién es halcón. Las palomas de hoy serán los halcones de mañana y viceversa. No hay amigos en el cielo y los dos bandos pertenecen al reino de las aves que se ha erigido en el mediador que desde arriba observa el fracaso de la política y de la democracia acá en la tierra.
Como no podía ser de otra manera, si no nos cubrimos, tantos jueces, perdón, aves, no tardarán en cagarnos en la cabeza.
Me gustó mucho. Qué original forma de dibujar su verdad tiene, Dante.
ResponderEliminarLa diferencia principal entre un filósofo y un abogado, debe ser que los primeros aman el conocimiento y los segundos la oratoria y los trucos de la dialéctica. ¡Qué casualidad que tantos políticos sean abogados! Aquí ya no importa que es verdad y qué es mentira, que es bueno para la población y que no lo es, aquí pareciera que lo único que importa es quien puede tener el discurso más altisonante y quién le puede cantar mancha al otro... resumiendo y sin argumentar, la oposición, el congreso, los jueces y los medios me tienen HARTA!!
ResponderEliminarMm... todo muy sofístico para mi gusto.
ResponderEliminarSlds.
Me ha venido como anillo al dedo el impecable repaso... ya que estoy cursando "HF Antigua", sin embargo... siempre se nos ha presntado a los sofistas como equilibradores dudosos de la balanza verdad/realidad. Algún mérito han de tener después de todo ¿No te parece estimado Dante?
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