El Gobierno y los representantes de las patronales del campo acaban de suscribir un acuerdo sobre trigo, carne y leche que parece abrir la puerta hacia un impasse en la condición beligerante que impera en el país desde hace al menos un año. Atrás quedó una semana en la que la oposición se reunió en el Senado para ulular y posicionarse de cara a octubre y una solicitada tan insólita como amenazante que respondía al rumor de la estatización de la compra y venta de granos. Como no podía ser de otra manera, en los días previos a la reunión, las palabras más escuchadas fueron “caja” y “diálogo”. Lo de “la caja” se puso de moda desde las elecciones 2007 atravesando la discusión en torno a la 125 y llegando a su punto cúlmine con el fin de las AFJP y el regreso al sistema de reparto. Por alguna razón que desconozco, de repente, que el Estado busque recaudar se transformó en un sacrilegio al tiempo que, paradójicamente, la gente pedía mayor participación del Estado en Educación, Seguridad, Salud y Empleo.
Resulta obvio que en un contexto de crisis internacional y elecciones, el gobierno busque caja. Pero lo interesante es que criticar eso, a manera de latiguillo, paradójicamente, deja sentada las bases de la propia invalidación de la crítica. Para decirlo de otro modo, si el gobierno busca caja, con el dinero de las AFJP le alcanza y le sobra. De aquí que o bien es falso que en la discusión con el campo hoy el gobierno busque caja o es falso que buscara caja antes cuando se regresó al sistema de reparto. Si bien este argumento puede pecar de falaz, en todo caso, cabría preguntarse qué es lo que hace que según quién esté en el gobierno, un dinero recaudado por el Estado sea interpretado a veces como meritorio orden fiscal y otras veces como demoníaca compulsión por la caja.
La otra muletilla repetida hasta el hartazgo es “diálogo”, término que bien puede ser el título de una nueva biblia de la moderación que incluye a figuras que brillan más por su pusilanimidad y travestismo que por su perfil de estadistas.
Sobre este punto quisiera detenerme: aun dejando de lado la cuestión acerca de si es posible solucionar todos los temas a través del diálogo resulta claro que si al menos alguna de las partes peca de soberbia, subestima y humilla a la otra parte, éste será infructuoso y si bien no necesariamente los diálogos son siempre entre iguales, en ellos hay normas básicas y respeto por el interlocutor. CFK es soberbia. Su forma y su estilo son soberbios. Su solvencia es casi irritante. Sin embargo el contenido y la forma de las acciones de su gobierno no lo son. Sin abusar de los decretos de necesidad y urgencia, las decisiones más importantes las giró a un Senado que, como bien sabemos, no siempre le fue leal. De hecho, esta característica fue la que hizo respirar aliviados a los representantes de la Mesa de Enlace cuando se aseguraron que cualquier intento de intervenir en el mercado de granos sería enviado al Congreso. La forma soberbia del estilo de CFK es notoria y basta con escuchar cualquier discurso para observar esa característica de su personalidad; la soberbia de vastos sectores de la oposición que van desde los representantes de las nuevas coaliciones políticas (CC + UCR y Pro + PJ disidente), hasta los portavoces de corporaciones agromediáticas y algunos intelectuales, es mucho más sutil. Pero la gran paradoja es que esta soberbia es tal vez la razón más importante por la que estos sectores no han podido aparecer ante la opinión pública como una opción de gobierno. Si se afirma que el gobierno gana las elecciones con fraude o que compra votos a través del clientelismo político se presupone, de manera soberbia, que no existe ninguna buena razón para elegir a este gobierno. La misma presuposición opera cuando se les achaca a ciertos intelectuales que su apoyo a los K no es otra cosa que producto de cargos y dádivas. Así, el 46% de los votos obtenidos en Octubre surgen de la conjunción de una masa ignorante y unos instruidos cuyas voluntades fueron seducidas por el dinero y el poder. Es esta soberbia la que traslada un manto de sospecha sobre todo aquel que no sea rabiosamente opositor pues o se está con la verdad o se es ignorante y/o corrupto.
Semejante miopía no significa que sea falso que en algunos lugares de la Provincia de Bs. As., impresentables punteros se roben unas boletas y obliguen, a través de sus relaciones clientelares, a que se apoye a determinado candidato. Tampoco es enteramente falso que el gobierno compre voluntades (tanto como las compra la oposición) pero ninguno de estos rasgos alcanza para comprender el fenómeno K ni explica que existan millones de personas que, aun equivocados, hayan decidido apoyar al gobierno. Sin caer en cierta mitología por la cual se afirma que todo lo que no sea peronista es incapaz de comprender al “pueblo”, la generalidad de la oposición parece miope para entender que puede haber gente honesta intelectualmente que apoya las acciones del gobierno. Se trata de la misma soberbia que se encuentra en las afirmaciones de Carrió o Buzzi cuando indican “que no está mal que el Estado intervenga: lo que está mal es que el Estado kirchnerista sea el que intervenga”. Así, los paladines del republicanismo y el respeto institucional descansan en el personalismo más burdo por el cual no hay Estado que funcione sin funcionarios con una moral de ángeles.
Mientras esperamos que estos ángeles caigan desde el cielo o desde el Senado, lo que queda es darse cuenta que para un correcto funcionamiento de las instituciones y un diálogo fructífero, tenemos que entender que éstas deben poseer los mecanismos formales de control para no quedar a merced de los hombres de turno y que, por más fachada y arreglos florales para la mesa de discusión, es imposible acordar cuando uno de los interlocutores es denostado y estigmatizado a priori desestimando así el resultado de comicios democráticos en que los ciudadanos, en su mayoría de buena fe, decidieron apoyarlo y elegirlo como representante de sus intereses.
Resulta obvio que en un contexto de crisis internacional y elecciones, el gobierno busque caja. Pero lo interesante es que criticar eso, a manera de latiguillo, paradójicamente, deja sentada las bases de la propia invalidación de la crítica. Para decirlo de otro modo, si el gobierno busca caja, con el dinero de las AFJP le alcanza y le sobra. De aquí que o bien es falso que en la discusión con el campo hoy el gobierno busque caja o es falso que buscara caja antes cuando se regresó al sistema de reparto. Si bien este argumento puede pecar de falaz, en todo caso, cabría preguntarse qué es lo que hace que según quién esté en el gobierno, un dinero recaudado por el Estado sea interpretado a veces como meritorio orden fiscal y otras veces como demoníaca compulsión por la caja.
La otra muletilla repetida hasta el hartazgo es “diálogo”, término que bien puede ser el título de una nueva biblia de la moderación que incluye a figuras que brillan más por su pusilanimidad y travestismo que por su perfil de estadistas.
Sobre este punto quisiera detenerme: aun dejando de lado la cuestión acerca de si es posible solucionar todos los temas a través del diálogo resulta claro que si al menos alguna de las partes peca de soberbia, subestima y humilla a la otra parte, éste será infructuoso y si bien no necesariamente los diálogos son siempre entre iguales, en ellos hay normas básicas y respeto por el interlocutor. CFK es soberbia. Su forma y su estilo son soberbios. Su solvencia es casi irritante. Sin embargo el contenido y la forma de las acciones de su gobierno no lo son. Sin abusar de los decretos de necesidad y urgencia, las decisiones más importantes las giró a un Senado que, como bien sabemos, no siempre le fue leal. De hecho, esta característica fue la que hizo respirar aliviados a los representantes de la Mesa de Enlace cuando se aseguraron que cualquier intento de intervenir en el mercado de granos sería enviado al Congreso. La forma soberbia del estilo de CFK es notoria y basta con escuchar cualquier discurso para observar esa característica de su personalidad; la soberbia de vastos sectores de la oposición que van desde los representantes de las nuevas coaliciones políticas (CC + UCR y Pro + PJ disidente), hasta los portavoces de corporaciones agromediáticas y algunos intelectuales, es mucho más sutil. Pero la gran paradoja es que esta soberbia es tal vez la razón más importante por la que estos sectores no han podido aparecer ante la opinión pública como una opción de gobierno. Si se afirma que el gobierno gana las elecciones con fraude o que compra votos a través del clientelismo político se presupone, de manera soberbia, que no existe ninguna buena razón para elegir a este gobierno. La misma presuposición opera cuando se les achaca a ciertos intelectuales que su apoyo a los K no es otra cosa que producto de cargos y dádivas. Así, el 46% de los votos obtenidos en Octubre surgen de la conjunción de una masa ignorante y unos instruidos cuyas voluntades fueron seducidas por el dinero y el poder. Es esta soberbia la que traslada un manto de sospecha sobre todo aquel que no sea rabiosamente opositor pues o se está con la verdad o se es ignorante y/o corrupto.
Semejante miopía no significa que sea falso que en algunos lugares de la Provincia de Bs. As., impresentables punteros se roben unas boletas y obliguen, a través de sus relaciones clientelares, a que se apoye a determinado candidato. Tampoco es enteramente falso que el gobierno compre voluntades (tanto como las compra la oposición) pero ninguno de estos rasgos alcanza para comprender el fenómeno K ni explica que existan millones de personas que, aun equivocados, hayan decidido apoyar al gobierno. Sin caer en cierta mitología por la cual se afirma que todo lo que no sea peronista es incapaz de comprender al “pueblo”, la generalidad de la oposición parece miope para entender que puede haber gente honesta intelectualmente que apoya las acciones del gobierno. Se trata de la misma soberbia que se encuentra en las afirmaciones de Carrió o Buzzi cuando indican “que no está mal que el Estado intervenga: lo que está mal es que el Estado kirchnerista sea el que intervenga”. Así, los paladines del republicanismo y el respeto institucional descansan en el personalismo más burdo por el cual no hay Estado que funcione sin funcionarios con una moral de ángeles.
Mientras esperamos que estos ángeles caigan desde el cielo o desde el Senado, lo que queda es darse cuenta que para un correcto funcionamiento de las instituciones y un diálogo fructífero, tenemos que entender que éstas deben poseer los mecanismos formales de control para no quedar a merced de los hombres de turno y que, por más fachada y arreglos florales para la mesa de discusión, es imposible acordar cuando uno de los interlocutores es denostado y estigmatizado a priori desestimando así el resultado de comicios democráticos en que los ciudadanos, en su mayoría de buena fe, decidieron apoyarlo y elegirlo como representante de sus intereses.
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