En tiempos donde las democracias
liberales son puestas en cuestión y aparecen modelos alternativos autoritarios,
el nuevo libro de los reconocidos politólogos, Steven Levitsky y Lucan Way, Revolución y dictadura. Los orígenes
violentos del autoritarismo (Ariel), ofrece una serie de hipótesis
reveladoras tanto para el gran público como para la discusión al interior de la
Ciencia Política.
La pregunta inicial que da lugar
al texto es por qué las autocracias revolucionarias son capaces de perdurar en
el tiempo. El interrogante es más que atendible si se toma en cuenta el
análisis comparativo que los autores realizan y que muestra que, desde el 1900
a la fecha, los regímenes autoritarios nacidos de revoluciones violentas han
resistido una media de casi tres veces más tiempo que sus homólogos no
revolucionarios. En otras palabras, habría una correlación entre origen
violento y perdurabilidad.
La hipótesis es perturbadora y
desafía buena parte de la literatura académica, además de cierto sentido común
que reproduce la fantasía del dictador sostenido por la riqueza del país, ya
que muestra que el nivel de desarrollo económico, el aumento del PIB, la
abundancia de recursos naturales y el tipo de régimen autoritario, no resultan
variables determinantes para predecir la longevidad del régimen.
Pensemos, si no, en los 74 años
de comunismo soviético, los 85 del PRI en México y las más de seis décadas que
llevan los regímenes de Cuba y Vietnam, por no mencionar el caso del Partido
comunista chino y el régimen iraní: lejos de constantes tiempos de bonanza,
estos procesos atravesaron circunstancias sociales críticas, entre las que se
puede citar la crisis económica, las guerras y la hostilidad exterior que
enfrentó la URSS, el bloqueo y la crisis por la caída de la Unión Soviética que
padeció Cuba, el desastre ocasionado por “El Gran Salto Adelante” en China, los
30 años de guerra permanente en Vietnam o las cuatro décadas de hostilidad
internacional que sobrellevó Irán, incluyendo los ocho años de guerra con Irak.
Y, sin embargo, todas estas experiencias perduraron en el tiempo.
Al momento de dar una definición
más técnica, correspondería indicar que, según los autores, las revoluciones
sociales violentas desencadenan una secuencia
de reacción que moldea la trayectoria del propio régimen a largo plazo.
“A pesar de la debilidad inicial de muchos
gobiernos revolucionarios, unas élites revolucionarias en un principio movidas
por la ideología fomentan iniciativas radicales que ponen en jaque los
intereses internacionales y domésticos, con el resultado de la guerra civil
(Angola, México, Mozambique, Nicaragua o Rusia), una guerra externa
(Afganistán, Camboya, China, Eritrea, Irán o Vietnam) o amenazas militares a su
propia existencia (Albania o Cuba). Dicho conflicto a veces resulta en un
colapso prematuro del régimen. Sin embargo, cuando sobreviven los regímenes, el
conflicto contrarrevolucionario lleva al desarrollo de una élite cohesionada,
un Ejército fuerte y leal y la destrucción de centros de poder alternativo.
Debido a que los cismas entre las élites, los golpes y las protestas de masas
son tres de las principales causas del colapso autoritario, la revolución y sus
secuelas vacunan con efectividad a los regímenes contras estas causas de
muerte”.
Una élite cohesionada y con
incentivos, un aparato coercitivo desarrollado y fiel al régimen, sumado a la
destrucción de los adversarios políticos y de los espacios de poder
alternativos propios de la sociedad civil, serían, así, los tres pilares sobre
los cuales se edificaría la perdurabilidad de estas revoluciones sociales
violentas.
Esta perspectiva, a su vez, se
distancia de los distintos tipos de explicaciones que la Ciencia Política ha
intentado en las últimas décadas, esto es, la de las condiciones precedentes a
la revolución como factor determinante; las tesis institucionalistas que, por
ejemplo, indicaban que en las características de instituciones como las creadas
en los regímenes comunistas habría una clave, o aquellas sociocéntricas que afirman
que estos modelos perduran porque son efectivos en lo que hoy llamaríamos “la
batalla cultural” y porque una porción importante de la población se beneficia
de ellos.
Pero hay otro aspecto que para
los autores es digno de tomar en cuenta y que surge ante una pregunta más que
interesante: ¿existe algún elemento capaz de explicar por qué algunas
revoluciones sociales se moderan y otras se radicalizan? La pregunta es central
además porque, cuando se toma el poder, en general, la situación es de
debilidad total: sin Estado, sin partido y sin ejército propio. Y, sin embargo,
en esas circunstancias, algunos deciden generar amplios consensos a través de
la moderación y otros van por la vía contraria, la cual, a su vez, como expone
el estudio, ha demostrado ser más efectiva para sostenerse en el poder.
Allí los autores mencionan a la
ideología como factor clave, incluso por encima del eventual apoyo extranjero
(que puede ser relevante, claro) o determinados contextos históricos como el de
la Guerra Fría. Pero cuando Levitsky y Way hablan de ideología no se refieren a
una en particular, como podría ser la comunista dado que la mayoría de los
casos estudiados han sido revoluciones de ese color, sino al hecho de compartir
un conjunto robusto de ideas capaz de cohesionar y ayudar a la toma de
decisiones en los momentos críticos.
Pasando en limpio, los autores
consideran que el libro hace aportes conceptuales en varios sentidos: por un
lado, el énfasis en el rol de la ideología cómo factor determinante al origen
de la acción revolucionaria barre con aquellas teorías que presentan a los
autócratas como meros agentes racionales que solo buscan la maximización del
poder; por otro lado, contra los institucionalistas, Levitsky y Way creen que la
cohesión de las élites para el sostenimiento de los regímenes se apoya más en
amenazas existenciales que en su participación directa en las instituciones.
Asimismo, el énfasis que los
autores ponen en la importancia de las relaciones cívico militares es central
porque, partiendo del hecho de que prácticamente no ha habido levantamientos
militares contra estos procesos sociales originalmente violentos, se sigue que
la decisión de reemplazo de las fuerzas armadas y represivas del antiguo
régimen por hombres y mujeres leales al gobierno revolucionario es una de las
columnas vertebrales que explican la perdurabilidad.
Por último, el llamado que
Levitsky y Way hacen a focalizar en el modelo de Estado, es otro elemento a
tener en cuenta en la medida en que la mayoría de los partidos autoritarios
resistentes del mundo están imbricados en Estados fuertes.
Dicho esto, y tomando en cuenta
el fin de la Guerra Fría, alguien podría suponer que, aunque no desaparezcan
totalmente, las posibilidades de este tipo de revoluciones sociales violentas
estarán muy limitadas. Sin embargo, los autores no son tan optimistas puesto
que mientras sigan existiendo ideologías radicales y Estados frágiles, la
revolución social estará siempre allí latente. De hecho, auguran que el siglo
XXI será testigo de nuevas revoluciones de este tipo. El único interrogante es
si éstas serán capaces de perdurar en el tiempo como lo hicieron aquellas
producidas a lo largo del siglo XX.
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