domingo, 27 de marzo de 2022

¿Moderación en qué? ¿Radicalización hacia dónde? (editorial del 26/3/22 en No estoy solo)

 

Una buena síntesis del debate que se está dando al interior del FDT aparece condensada en dos cartas que estuvieron circulando los últimos días. La primera, llamada “La unidad del campo popular en tiempos difíciles” es una carta “albertista” en el sentido de que cuestiona las acciones del kirchnerismo duro aun cuando lleve la firma de referentes que han acompañado a Kirchner y a CFK durante buena parte de su gobierno. La segunda, titulada “Moderación o pueblo”, ha aparecido como respuesta a la primera y puede leerse como una carta que representa el punto de vista del kirchnerismo duro y es profundamente crítica de la administración de Alberto. Yo no soy de los que crea que la verdad está en un promedio de ambas cartas pero es cierto que en ellas se mencionan aspectos que vale la pena desarrollar.

La primera carta reivindica la moderación, al menos “como opción táctica en una época específica” y agrega que hay momentos en que la “moderación puede ser transformadora y la radicalización impotente”. Se trata de un dardo directo a la actitud del kirchnerismo con Máximo a la cabeza en el marco del acuerdo con el FMI.  Antes de que se los acuse de “posibilistas”, los firmantes indican que se trata más bien de leer los signos de los tiempos y entender que los otros, esto es, los neoliberales, también juegan. Por último, advierten al kirchnerismo duro sin señalarlo abiertamente, claro, que absolutizar las identidades para una eventual próxima etapa puede resultar catastrófico. Dicho más fácil, el precio de una ruptura en pos de salvar una pretendida pureza del ADN kirchnerista, podría generar un daño inconmensurable, tal como se observó tras la derrota de 2015. En este sentido, agregan “esperar a tiempos mejores incluso tomando el riesgo de grandes derrotas no puede ser hecho sin asumir el propio lugar en las consecuencias calamitosas sobre la vida de los trabajadores (…)”. 

La advertencia parece sensata. Como venimos indicando aquí en los últimos meses, el kirchnerismo duro tiene buenos fundamentos para oponerse al acuerdo con el FMI pero su actitud parece desnudar una suerte de pasión por transformarse en una izquierda testimonial. Incluso podría agregarse un error de diagnóstico en cuanto a avanzar en la ruptura de hecho en el sentido de que el actual acuerdo con el FMI no es más que un parche por 30 meses. No va al fondo de la cuestión, no resuelve nada ni condiciona más que lo que había condicionado el acuerdo impagable firmado por Macri. Pero el kirchnerismo no se opone al acuerdo denunciando que lo único que se logró es ganar tiempo para llegar a 2023 sino que dice que lo acordado por Guzmán impone condicionamientos. Y claro que los impone pero van a ser peores los condicionamientos que sobrevendrán después del margen de 30 meses que Argentina ganó. Asimismo, más allá de la discusión acerca de “moderación sí o no”, no queda claro cuál era la opción planteada por el kirchnerismo. ¿No acordar? ¿Ir al default? ¿Había un plan para esa instancia? ¿Cuál sería ese plan? Incluso metiéndonos en un terreno antipático: ¿cómo piensa el kirchnerismo duro bajar la inflación? ¿Cuál es, por ejemplo, la respuesta que da a la enorme cantidad de subsidios que el Estado otorga en materia de energía y transporte? ¿No sería mejor avanzar en un recorte sensato de los mismos antes que generar una crisis que sirva en bandeja el gobierno a una derecha que puede decretar aumentos de hasta 3000%? ¿Bajo los designios de qué ideología se puede sustentar la idea de que un boleto de colectivo en CABA cueste menos de 20 centavos de dólar (oficial) y una familia tipo pague menos de 10 dólares (precio oficial) de luz, agua y gas respectivamente? En otras palabras, ¿desde cuándo el kirchnerismo tomó como parte de su ADN la idea de gobernar con déficit? No hay que tenerle miedo al déficit pero no se puede hacer de ello un dogma. Pregúntenle a Néstor Kirchner si no, que gobernó con superávit gemelos y con la economía creciendo a tasas chinas.

Ahora bien, como les indicaba, hay aspectos interesantes en ambas cartas. En este sentido, la segunda, más allá de un título más anacrónico que provocador, da en el eje en varios aspectos.

Si la primera hablaba de una radicalización que en algunos momentos de la historia puede devenir impotente, en esta segunda carta se puede leer lo siguiente:

“Mientras tanto, la política gubernamental ha llegado a su punto más trágico: la preparación de escenarios de anuncios donde no se realizan anuncios. Es la práctica fallida de anticipar políticas que no se concretan: el mismo gobierno genera las expectativas y la defraudación de las expectativas. Allí irrumpen los instantes crueles en donde la moderación se transforma en impotencia. Deciden bajarle la intensidad a la política y, como efecto no deseado, suprimen a la política. Proponen ir despacio pero terminan inmóviles. Pretenden hablar suave pero se vuelven inaudibles. Todo lo que se presenta moderado termina siendo débil y sin capacidad transformadora. Es necesario recordarlo: los gobiernos no se evalúan por sus intenciones, sino por sus realizaciones”.

Además, si la primera carta advertía que no hay que olvidar que la contradicción principal está con lo que está afuera del FdT, es decir, con Macri y no con Alberto, en la segunda denuncian que “la carta albertista” olvida mencionar el legado macrista y pasa por alto la pregunta de para qué sirve la unidad. Esta pregunta, agregan, resulta central porque si no queda claro que la unidad tiene sentido en la medida en que sea la base de políticas transformadoras, lo que va a terminar ocurriendo es que la unidad de los dirigentes se podrá mantener pero lo que se va a perder es la unidad de la base electoral del FdT. Creo que ese punto es atendible y es algo que venimos advirtiendo desde este espacio también.

Es que la concepción albertista de que la política es asunto de profesionales ayuda a profundizar el hiato entre dirigencia y ciudadanos. En este sentido, adjudicar la despolitización y la desmovilización a la pandemia es una lectura generosa que pasa por alto que, más allá de un virus, es una forma de gobernar. No está ni bien ni mal, o sí, pero es una idea que se apoya en la política entendida como rosca de superestructuras, la política como acuerdos dirigenciales, algo en lo que Alberto parece hábil. De hecho, lo milagroso hasta ahora es que el presidente haya logrado que ninguno de los enojados haya roto el Frente y lo ha hecho con los incentivos propios de la política en el mejor y en el peor de los sentidos: a todos (los dirigentes) algo. El punto es que los ciudadanos se transforman en testigos de las disputas de poder de una dirigencia que no abandona los espacios de poder ni los recursos económicos mientras la vida se precariza siempre un poco más. Así, como se sigue de esta segunda carta, en su afán de lograr que los dirigentes no se enojen, los únicos que van a enojarse son los dirigidos, esto es, los votantes. De hecho no es casual que empiece a aparecer una pregunta incómoda en mucha gente, aquella que se interroga acerca de para qué mantener una unidad e incluso para qué ser kirchnerista. Esa interrogación supone que hoy no alcanza con afirmar las razones por las que se fue kirchnerista. Eso lo tienen claro todos los que apoyan el espacio de CFK. Pero lo que fue una razón en el pasado puede no serlo en la actualidad. En el mejor de los casos la respuesta va por la vía negativa: soy kirchnerista o, al menos, para decirlo menos ampulosamente, voto al oficialismo para que no vuelva la derecha. Ese es quizás el error en el ángulo de la primera carta y aquello por lo que lo allí escrito tiene dificultades para interpelar a una mayoría de los ciudadanos. Me estoy refiriendo a que la primera carta comienza preguntándose cuál es la mejor estrategia para frenar a la derecha y nunca se pregunta cuál es la mejor estrategia para que la gente viva mejor. En otras palabras, solo un grupo particularmente comprometido o ideologizado podría estar preocupado por qué hacer para que no vuelva la derecha pero a la inmensa mayoría lo que le aparece como problema es cómo vivir mejor. No importa si es con un gobierno de derecha o de izquierda; ni siquiera importaría si se trata de un gobierno extraterrestre. Y no están equivocados: tienen razón o al menos tienen derecho a exponerlo en esos términos.

Para finalizar, creo que la segunda carta también acierta en el pasaje donde indica: “no estamos ante un problema de moderación o intensidad. El problema es de orientación de las políticas”.

Es un buen punto porque todo el tiempo hablamos de moderación pero ¿qué significa ser moderado? ¿En qué se está pidiendo moderación? ¿Acaso estamos frente a un gobierno que hace media ley de medios en lugar de una entera? ¿Que otorga una AUH que no es tan universal y que se le da a medio hijo? ¿Se trata de la moderación de subir las retenciones pero un poquito? ¿De televisar dos partidos de mierda en vez de diez? ¿De bajar un portarretrato en vez de un cuadro? ¿De hacer un satélite en vez de dos? ¿De hacer una tecno en lugar de una polis?

Con estos ejemplos lo que quiero decir es que aquí no parece haber un problema cuantitativo, de intensidad o de velocidades. El problema es la agenda del gobierno; el problema es en qué ser moderado porque ese “qué” no coincide con lo que quiere la mayoría de los votantes del FdT ni la sociedad en general.  Entonces no hay un gobierno que por ser moderado hace la mitad de lo que hacía el de Cristina. Hay un gobierno que al no cumplir el contrato electoral se separa de la identidad que tuvieron los gobiernos kirchneristas. Quizás ése sea el plan que tiene Alberto o quizás no; incluso quizás eso puede ser bueno para la Argentina. En todo caso es materia de debate. Pero el descontento es evidente. Si a esto le sumamos que la facción K dentro del gobierno manifiesta sus discrepancias desde una perspectiva testimonial y exige una radicalización pero sin ofrecer respuesta acerca del cómo y hacia dónde radicalizarse, el camino hacia el 2023 es una incógnita o, lo que es peor, es casi una certeza.    

jueves, 24 de marzo de 2022

Los peligros de la excepción permanente (publicado el 18/3/22 en www.disidentia.com)

 

Una de las grandes controversias del momento pandémico fue la que se dio sobre la justificación de los estados de excepción que, en distintos formatos y grados, aplicaron buena parte de los gobiernos del mundo. Más allá de que la terminología puede variar, por “Estado de excepción” se entiende la suspensión del orden jurídico, de los derechos y garantías de los ciudadanos por razones, justamente, excepcionales e, idealmente, por un lapso de tiempo acotado. Situaciones de enorme conmoción interior como pudiera ser una guerra civil, amenazas de terrorismo, guerras, etc. son circunstancias de una gravedad tal que podrían justificar que un gobierno aplique esta potestad que para muchos se encuentra en una situación límite entre lo jurídico y lo no jurídico.

La discusión es riquísima y el filósofo contemporáneo que más la ha desarrollado es el italiano Giorgo Agamben en su saga sobre el Homo Sacer. Dialogando con autores como Walter Benjamin o Carl Schmitt, Agamben toma de este último la idea de que “soberano es aquel que decide sobre el Estado de excepción” para denunciar que detrás de los órdenes jurídicos hay siempre decisión, poder, violencia y un soberano. No casualmente Agamben fue uno de los que más rápidamente salió a afirmar que los confinamientos llevados adelante por los gobiernos y la suspensión de buena parte de los derechos y garantías de los ciudadanos en el marco de la pandemia, abonaban su hipótesis de que, al fin de cuentas, más allá del orden jurídico, estamos a merced de la decisión de un soberano que podrá llevar el nombre de presidente democrático pero que es capaz de actuar con violencia sobre nuestra vida (desnuda). Más allá de que no fueron pocos los que señalaron que Agamben estaba, como mínimo, exagerando, y que era al menos apresurado encontrar una continuidad entre el nazismo, la prisión de Guantánamo y el confinamiento provisorio en el marco de una pandemia, lo cierto es que la discusión acerca de cómo justificar la excepción cobró una centralidad enorme y mi hipótesis es que, aunque no siempre lo observemos, la cuestión de los límites de la excepcionalidad se encuentra detrás de buena parte de los debates actuales.

Pensemos en lo que sucede en el marco de la guerra entre Rusia y Ucrania y observemos cómo la discusión sobre “la excepción” incluye lo que tiene que ver estrictamente con lo vinculado a las decisiones de un Estado pero también las razones que se esgrimen en el debate público. ¿Debe Occidente, excepcionalmente, censurar los canales de información rusos? Gobiernos, dueños de las principales plataformas, casi la totalidad de prensa y también usuarios, a pesar de defender los valores de la pluralidad y la libertad de opinión, han encontrado buenas razones para acallar todo lo conectado de alguna manera con el gobierno ruso. Pero claro, rápidamente, comienza a darse una pendiente resbaladiza por la cual la censura recae también, por ejemplo, sobre cuentas personales de periodistas o sobre opiniones de usuarios, las cuales pueden estar equivocadas o sesgadas pero no dejan de ser opiniones. El carácter excepcional de la medida no se apoyaría en que Occidente estaría dispuesto a cualquier cosa contra el “monstruo ruso” pues hay que mantener las formas. Se trata más bien de que las noticias que vienen “del otro lado” desinforman, “son tóxicas”, buscan generar zozobra, etc. Así, frente a las abundantes Fake news rusas, hemos privilegiado las Fake news nuestras. Porque serán Fake pero son nuestras Fake.

En lo personal desconozco qué sucede en Rusia pero supongo que la situación era y es peor respecto de la censura, en este caso, sobre la prensa occidental, pero intuyo que las razones que da el gobierno de Putin son las mismas que estamos dando en Occidente para justificar la censura y una campaña delirante de rusofobia contra ciudadanos o referentes de la cultura rusa que no tienen por qué padecer las consecuencias de las malas decisiones que toma su gobierno.    

Pero adentrémonos en un terreno todavía más pedregoso. Aquí, una vez más, dependiendo el país, se mezclan aspectos jurídicos con argumentos propios del debate público.

La libertad de opinión tiene límites, como también lo tiene la tolerancia. Uno de ellos, consensuado por lo que se consideran las sociedades libres, al menos, es la reivindicación del Holocausto. Eso no se puede hacer y no es materia opinable el genocidio allí perpetrado. Existe una verdad histórica y hay países en los que este tipo de reivindicaciones están penadas por la ley. Hay, por lo tanto, una excepción a lo que se puede decir y está bien que así sea ya que la libertad de opinión no significa libertad de decir cualquier cosa, al menos públicamente.

El punto es que el clima de los tiempos que corren empezó a ampliar el campo de lo excepcional. Pensemos en el uso del término “negacionista”. Hoy negacionista es quien niega el Holocausto pero también puede serlo quien niega el cambio climático. Y aquí observamos que lo excepcional está siendo cada vez más abarcativo y eso es peligroso porque ese avance se está dando sin un consenso amplio como el que podría haber en torno al Holocausto. Esto obedece a que hay grupos de presión, con una línea ideológica precisa, que están siendo los que determinan en qué casos corresponde aplicar la excepción para que la opinión contraria deje de ser eso y pase a transformarse incluso en una acción con consecuencias judiciales. Ellos son “los soberanos” que determinan cuándo hay “un estado de excepción”.

Antes que alguien entienda algo distinto de lo que quiero expresar, aun si se aceptara que hay evidencia robusta del cambio climático, no es justo expulsar del ámbito de la discusión pública a alguien que considere que ello no es así acusándolo de “negacionista”. Algo similar sucede en la discusión sobre la legalización del aborto. En mi caso, y por razones liberales, soy de los que está a favor de la legalización, pero no creo que debamos aceptar el silenciamiento de quienes piensan lo contrario llamándolos “antiderechos”, categoría que, en este caso, es prácticamente equivalente a “negacionista”.

Nótese que esta misma discusión está en el fondo de la controversia acerca de los denominados “discursos de odio”. Hay jurisprudencia estatal y supraestatal para regular los discursos de odio, esto es, aquellas expresiones que promuevan el odio nacional, religioso o étnico contra un individuo o grupo de personas. Se trata de límites a la libertad de expresión, excepciones, y parecen razonables. Sin embargo, en una época donde hemos cambiado el “no estoy de acuerdo con lo que dices” por el “tu desacuerdo me ofende y por ello debes ser cancelado”, el riesgo de que casi cualquier diferencia se transforme en “discurso de odio” es enorme y ya se padece en los casos de censura y autocensura cada vez más frecuentes en las redes. Así, es probable que una crítica a las políticas que se montan sobre el cambio climático pueda, en breve, ser visto como un discurso de odio contra la naturaleza; u oponerse a la legalización del aborto podría ser interpretado como un discurso de odio contra las mujeres. Una vez más, aclaramos: no se trata de defender los discursos del odio en una versión completamente desregulada de la expresión que no sería aceptada ni por el más acérrimo liberal. Se trata de indicar que allí hay un problema, que hay una zona gris sobre la cual es muy difícil legislar y que el debate se está dando en el marco de una cultura que es tan puritana como la de antaño pero que, a su vez, cuenta con los medios tecnológicos y económicos para que el silenciamiento de puntos de vista divergentes sea casi total. La muestra está en lo que está sucediendo en Ucrania. Casi no hay manera de conocer “la otra campana”. El apagón que han producido las plataformas, exponiendo cada vez más pornográficamente su rol de editores y reproductores de la nueva moral biempensante, y la prensa tradicional, son solo una muestra acelerada del poder de control existente. Que la razón de la excepción sea una supuesta buena causa como combatir las Fake news no puede ser un motivo que aceptemos pues las peores matanzas, las grandes masacres, los genocidios y las persecuciones a lo largo de la historia también se hicieron en nombre de supuestas buenas causas. 

Para concluir, digamos que excepciones debe haber pero de la misma manera que nadie aceptaría vivir en un país que se encuentre en un estado de excepción permanente, es necesario reducir al mínimo indispensable las excepciones que cancelan discursos disidentes. Si no lo hacemos por convicción al menos hagámoslo por temor. Es que ya deberíamos saberlo: cuando la excepción se transforma en regla, es solo cuestión de tiempo que la policía venga a tocarnos la puerta.                

           

 

domingo, 20 de marzo de 2022

Alberto, entre Otálora y el Golem (editorial del 19/3/22 en No estoy solo)

 

En sus habituales intervenciones públicas, el escritor Jorge Asís suele referirse a Alberto Fernández como “Otálora”, el protagonista de un cuento de Borges titulado “El muerto”. Otálora es un compadrito de los suburbios de Buenos Aires que llega a transformarse en capitán de contrabandistas en la frontera con Brasil gracias a su ambición y a una serie de hechos más o menos fortuitos que lo conectan con una estructura mafiosa liderada por un tal Azevedo Bandeira. Tras ganarse la confianza de éste, Otálora comienza a tejer un plan para desplazarlo. Primero se hace amigo de Ulpiano Suárez, guardaespaldas de Bandeira; luego, en medio de un tiroteo en Tacuarembó, Otalorá toma el papel de jefe y contradice las órdenes de su superior; esa misma noche, tras ser herido de bala, Otálora duerme con la mujer de Bandeira quien parece encontrarse en su ocaso. Sin embargo, el cuento da un giro que bien vale reproducir:

“La última escena de la historia corresponde a la agitación de la última noche de 1894. Esa noche, los hombres del "Suspiro" comen cordero recién carneado y beben un alcohol pendenciero. Alguien infinitamente rasguea una trabajosa milonga. En la cabecera de la mesa, Otálora, borracho, erige exultación sobre exultación, júbilo sobre júbilo; esa torre de vértigo es un símbolo de su irresistible destino. Bandeira, taciturno entre los que gritan, deja que fluya clamorosa la noche. Cuando las doce campanadas resuenan, se levanta como quien recuerda una obligación. Se levanta y golpea con suavidad a la puerta de la mujer. Ésta le abre en seguida, como si esperara el llamado. Sale a medio vestir y descalza. Con una voz que se afemina y se arrastra, el jefe le ordena: -Ya que vos y el porteño se quieren tanto, ahora mismo le vas a dar un beso a vista de todos. Agrega una circunstancia brutal. La mujer quiere resistir, pero dos hombres la han tomado del brazo y la echan sobre Otálora. Arrasada en lágrimas, le besa la cara y el pecho. Ulpiano Suárez ha empuñado el revólver. Otálora comprende, antes de morir, que desde el principio lo han traicionado, que ha sido condenado a muerte, que le han permitido el amor, el mando y el triunfo, porque ya lo daban por muerto, porque para Bandeira ya estaba muerto. Suárez, casi con desdén, hace fuego”.

Alberto sería así “el muerto”, aquel al que Cristina, representada por Bandeira, el jefe de los contrabandistas, “le ha permitido el amor, el mando y el triunfo” por el simple hecho de que “ya lo daban por muerto”. Como metáfora parece insuperable y es un mérito de Asís haberla encontrado. En todo caso el tiempo dirá si esto es así pero es un hallazgo.

Sin ánimo de competencia, otra metáfora que podría utilizarse para referir a la relación entre Alberto y CFK, ya que estamos con Borges, podría ser la de “El Golem”. Aquí, naturalmente, no se trata de una creación del autor de El libro de arena pero sí de un relato que ha aparecido recurrentemente en su obra.

Para quienes no lo tengan presente, la historia tiene como protagonista al rabino de Praga que, allá por el siglo XVI, decidió avanzar en la creación de un ser que pudiera defender a la sinagoga de los ataques antisemitas. Más específicamente, se cuenta que durante el reinado de Rodolfo II, el rabino Löw, quien gracias al estudio de las Escrituras había logrado descifrar la palabra con la que Dios creó la vida, tomó arcilla y barro de la orilla del río Moldava para construir una figura humana a la cual le dio vida inscribiéndole en la frente la palabra EMET, cuyo significado es “Verdad”.

Sin embargo, lamentablemente, esta suerte de autómata/humanoide, resultó ser bastante torpe, no podía hablar y ni siquiera era capaz de terminar actividades básicas como barrer el piso. Es más, se cuenta que un día el Golem enloqueció y, en vez de proteger a los judíos, salió a la calle y arrasó con todo lo que se le interponía en su camino. De aquí que el rabino decidiera acabar con su creación y, siguiendo la lógica de la Cábala judía, lo hizo, naturalmente, a través de las palabras. Así, se acercó hasta la frente del Golem y le quitó una “E” transformando la palabra “EMET” en “MET”, esto es, “Muerte”.

La metáfora en este caso también es potente y hasta puede leerse en los términos de la tan de moda voluntarista idea de que alcanza con modificar el lenguaje para transformar la realidad.  Llevado al terreno de la actualidad política argentina, CFK sería el rabino arrepentido de la creación de este Alberto Golem que no cumple con la función para la cual fue creado. Así, estaría en manos de ella, decretar la muerte (política) de su “creatura”.

Ahora bien, ambas metáforas tienen sentido en la medida en que es evidente que Alberto Fernández está donde está por decisión de CFK y resultan representativas de lo que parece ser un destino inexorable cuando se evalúa su gestión. Pero en todo caso la pregunta podría ser, siguiendo con el juego literario, cuál será el costo político a pagar por el creador del Golem cuya magnitud de destrozos resulta incalculable. Si lo vemos a la luz de los hechos ocurrido en los últimos diez días, sea por mérito de Alberto y/o torpeza/especulación política del cristinismo, lo cierto es que el espacio liderado por Cristina aparece más aislado y menos representativo incluso si lo comparamos con el interregno 2016-2018. Unos 30 diputados que apenas superan el 10% de la cámara y un número cercano al 20% de la cámara de senadores es todo lo que parece quedarle al kirchnerismo duro que había aportado, como mínimo, el 70% de los votos para que Alberto llegue a la presidencia. Sumemos a esto el descontento de los votantes k con Alberto, que se traslada también a la propia CFK, máxime cuando toman estado público actitudes infantiles que incluyen no aparecer en la votación, comunicarse con el pueblo solo a través de mensajes de Twitter, o entrar en una insólita disputa de “me llama, no me llama” o “me clava el visto”. Incluso se publicó una carta de intelectuales, muchísimos de ellos muy respetables y con una historia cercana a CFK, advirtiendo que la radicalización no ha logrado volver a construir mayorías en Latinoamérica, que hay que leer bien los signos de los tiempos, y que los logros del kirchnerismo en el pasado no deben convertirse en “formas ejemplares y absolutas”. Asimismo, agregan que la moderación, esto es, Alberto, “es una opción táctica en una etapa específica” y, en una crítica directa a la actitud del kirchnerismo duro, indicaron que “esperar tiempos mejores incluso tomando el riesgo de grandes derrotas no puede ser hecho sin asumir el propio lugar en las consecuencias calamitosas”. Insisto: no lo firma Diego Bossio. Lo firman Forster, Alemán, Jozami, Mocca y Seoane entre muchos otros.      

El horizonte de Alberto y su gobierno es una incógnita. Con el Frente partido de hecho, una herencia condicionante, la parálisis de gestión y la falta de audacia política, todo parece llevar hacia los caminos de Otálora; sin embargo, también cabe la posibilidad de que Alberto sea el Golem que todo lo destroza y que con su mala administración acabe cumpliendo la fantasía del establishment de cargarse a un cristinismo que se siente cada vez más a gusto en el rol purista y testimonial de minoría intensa. Si la metáfora vale, y Cristina es el rabino que decide ponerle fin “político” a la creatura, la pregunta que cabe hacerse es si está llegando a tiempo o ya es demasiado tarde.   

lunes, 14 de marzo de 2022

El incierto tránsito de un no gobierno (editorial del 12/3/22 en No estoy solo)

 

Si es verdad que Mauricio Macri gobernó hasta las PASO que perdió en 2019, podría decirse que el gobierno de Alberto gobernó 99 días. Los manuales de historia dirán que cumplió su mandato y entregó la administración el 10 de diciembre de 2023 pero no pudo llegar al día 100 porque atravesó una pandemia desde el 19 de marzo de 2020 y, cuando salía de ella, firmó un acuerdo con el FMI que condicionó fuertemente su política económica. Una verdadera co-conducción, con el detalle de que el co-conductor es el que tiene la plata y el que determina cada tres meses si te la presta para que no caigas al default. Así, entonces, en diciembre de 2023 se habrá entregado un “gobierno interruptus” o un “no gobierno”. Esta idea de un “no gobierno”, obviamente, es deudora de ese concepto del antropólogo Marc Augé, usado hasta el hartazgo, cuando habló de los “no lugares”. Un aeropuerto, una autopista, un supermercado, una habitación de hotel, son “no lugares”, espacios por los que simplemente se transita pero sobre los cuales es imposible establecerse. Son de paso; son para otra cosa; pero Augé no habló de un no gobierno como el de Alberto Fernández. Pues entonces ¿de qué se trata? Hay varias interpretaciones pero podría hablarse de un “no gobierno” en términos de un período que es pura transición hacia otra cosa que no sabemos que es pero que puede ser calva y llevar gobernando seis años la ciudad de Buenos Aires. Sin embargo ni eso está claro. Lo único que sabemos es que es un gobierno de tránsito. Lo saben los argentinos, probablemente lo sabía CFK, y lo saben los del FMI que firmaron un acuerdo a 30 meses para sentarse a negociar con un próximo gobierno las condiciones de la devolución de un préstamo que es imposible pagar. Este elemento hace que sea difícil evaluar el acuerdo por el simple hecho de que todos los intervinientes saben que las condiciones impuestas serán revisadas cuando haya que hacer un nuevo acuerdo. Aun así, lo que sabemos es que habrá ajuste y que el gobierno ya no decide sobre los grandes números de la política económica. El ejemplo más evidente de eso es que el famoso plan plurianual que había anunciado Alberto el día de la elección no llegó, justamente, porque depende del FMI. Entonces no hay plan, ni pluri ni anual. En todo caso, lo que no sabemos es si se podría haber negociado mejor por el simple hecho de que es un contrafáctico. Tampoco sabemos qué piensa Cristina porque no habla (ni sabemos qué piensa Alberto Fernández porque habla y dice distintas cosas según el tiempo y el lugar). Lo que sí parece obvio es que si la negociación se cierra a meses de que perdiste las elecciones y el mismo día que te quedas sin reservas, tu fortaleza  es baja y salir bien parado de allí depende de la buena voluntad del acreedor que, en este caso, es el que brindó un préstamo extraordinario violando todas las normas para que tu contrincante gane. 

El no gobierno de Alberto instala la idea de reelección para sostener algo de poder en este tránsito hasta diciembre de 2023. En política nada es imposible pero su única posibilidad de continuidad es que los actores del Frente estén cada vez más fragmentados y, a su vez, que las encuestas muestren que Alberto es el mejor candidato. Es posible que suceda lo primero aunque resulta remoto lo segundo y la renuncia de Máximo a la jefatura del Bloque parece premonitoria. Las razones de Máximo y de alrededor de ese 30% de diputados del FDT que votaron en contra del acuerdo son atendibles, fundamentadas, contundentes y compartidas por buena parte de los votantes del Frente. Lo que creo que se le recrimina es la sospecha de una lógica especulativa y el carácter extemporáneo de la manifestación. ¿Por qué decirlo ahora y no antes? Es que hoy no parece haber demasiado margen en la relación con el FMI. Hay que firmar, abrir la boca, recibir el escuerzo y prepararse para, posiblemente perder la elección. El tiempo de patear la mesa ya pasó, fue durante 2020, con un gobierno fuerte y un apoyo importantísimo. Pero allí faltó decisión y eso también lo va a pagar el kirchnerismo duro porque o bien fue cómplice o bien negoció mal al interior del Frente y no pudo imponerle su representatividad a Alberto. En este sentido, no creo que en 2023 obtenga muchos votos una eventual versión del kirchnerismo duro que salga a la arena electoral en solitario y afirmando: “Nosotros no votamos el acuerdo. La culpa del desastre es exclusiva de Alberto”. Es que la versión troskokirchnerista se sostiene en una máquina de traccionar votos como es CFK pero ante un eventual corrimiento de ella de la contienda electoral, su futuro es incierto como lo es hoy también su identidad, una suerte de gran ensalada en la que caben Evita montonera, Perón andywarholeado, la socialdemocracia europea, Greta Thunberg y las políticas identitarias de las universidades estadounidenses. Sin duda, se trata de una toma de posición en el marco de una agenda cultural que se ha impuesto en el último lustro y sobre la cual hay que posicionarse, pero eso augura, al menos por ahora, haber elegido como interlocutores y adversarios a los partidos radicales de izquierda y a los provocadores referentes de la derecha libertaria. El punto es que todavía hay una Argentina que es más amplia y no se siente representada por ninguno de esos sectores y pretender formar parte de una tradición nacional popular supone  voluntad de poder antes que un principismo testimonial.   

El no gobierno de Alberto es fruto del corsé creado por el macrismo y de la falta de decisión política transformadora del Frente. En qué porcentaje es imposible determinarlo aunque está claro que la acción del macrismo fue la condición necesaria para la existencia del corsé. Con todo, el condicionamiento que dejó Macri con una deuda impagable no se podía resolver con un gobierno cuyo único objetivo sea que ninguno de la coalición se enoje gracias a la distribución de cargos y caja. La ciudadanía percibió aquello y se lo hizo pagar a un gobierno que aparentemente, a juzgar por las propias declaraciones de Alberto, interpretó el mensaje de las urnas exactamente al revés. “La gente nos pide moderación”, indicó, cuando la gente lo que está pidiendo es que gobiernen y que hagan enojar a alguien porque si no hacen enojar a nadie los que se van a enojar son los votantes del FDT. Y con “hagan enojar a alguien” queremos decir, afectar un interés, modificar algo el estado de cosas, correrse de la corrección política, de los clichés, de los tecnócratas sociales, y, sobre todo, hacer que la gente viva un poco mejor. Y si nada de esto existe, como alguna vez dijimos aquí, al menos creen un relato, una épica, un sentido que movilice a las mayorías por una expectativa de futuro y no por los buenos momentos del pasado. Son pocos los que votan por lo que ya pasó. Las sociedades van para adelante, aunque muchas veces eso sea ingrato. Pero es lo que hay. Ofrezcan entonces, al menos, una mentira de futuro, una mascarada. Pero ofrezcan algo.

Para finalizar, digamos que al no gobierno las cosas le acontecen y le acontece también cumplir el sueño de la alternancia de los iguales, un bipartidismo devenido bifrentismo cuyas diferencias son cosméticas.

Sin esperanza alguna de volantazo, tarea imposible tras el acuerdo con el Fondo y en medio de una guerra que puede alterar todos los números del mundo, el no gobierno de Alberto se aferra entonces a un milagro económico que sería eso, un milagro, y a la fragmentación de todo el arco político, el propio y el ajeno. Una competencia por ser el mal menor en un contexto de crisis de representación total. En un horizonte de ajuste y con una inflación enorme que encima será empujada por el frente externo, no queda claro si se trata de una jugada riesgosa o de la única carta que le queda.      

martes, 8 de marzo de 2022

Pensar Occidente más allá de la guerra (publicado el 4/3/22 en www.disidentia.com)

 

Cuando apenas nos reponíamos de lo que parecería ser el fin de la pandemia, al menos tal como la hemos conocido hasta ahora con confinamientos y todo tipo de limitaciones, el eje se traslada a la guerra en Ucrania.

Una mezcla de intuición y deseo indicaría que la guerra no puede durar mucho y que en todo caso se llegará a un acuerdo más o menos inestable en el que los enfrentamientos sean más acotados y, en tanto tales, permanezcan invisibles a los ojos de Occidente como sucedía hasta ahora. Pero incluso si ese escenario se produjera y cesara la guerra, una segunda intuición indicaría que este episodio está enmascarando otro tipo de conflictos que perdurarán más allá de este caso puntual. En otras palabras, una vez pasada la narrativa digna de Netflix en la que un desastre humanitario es presentado como si fuera una serie  donde unos son Hitler y otros la reencarnación de Churchill y de Gaulle, habrá que hacer frente a una serie de interrogantes que la pandemia ha acelerado.

El primer punto tiene que ver con preguntarnos por los valores occidentales, o lo que ha quedado de ellos. Es que desde hace algunas décadas, en una lógica completamente autodestructiva, se viene imponiendo en el mundo occidental la demolición de los valores de la modernidad y la sospecha sobre cualquiera que ose defenderlos. Para muestra, en la época de Kant tenía sentido discutir qué era la ilustración y si existía un progreso moral de la humanidad; hoy, en cambio, la ilustración es acusada de eurocéntrica por los europeos eurocéntricos, la propia noción de progreso es puesta bajo sospecha por los progresistas y cualquier moral universal es vista como una forma de violencia por quienes pretenden imponer violentamente su relativismo a todo el mundo.

Pero el episodio de la pandemia generó una controversia enorme donde, a priori, quedaba expuesto un modelo jerárquico y centralizado como el que se podía observar en China, versus un modelo, en descomposición pero modelo al fin, donde se privilegiaba la libertad de las personas a tal punto que ni siquiera  se le podía obligar a alguien a darse una vacuna aun cuando ello hiciera peligrar a la comunidad toda. Todo esto, claro, “a priori” porque la realidad fue bastante más compleja que esta caracterización y no faltaron análisis que mostraron cómo incluso gobiernos autodenominados progresistas gobernaron bajo la figura de los estados de excepción sin temblarles el pulso.

Sin embargo, si nos posamos en esta presentación esquemática en la que aparecen dos modelos de sociedad notaremos que de hecho son varios los pensadores que venían advirtiendo que los conflictos del futuro serían conflictos en términos civilizacionales. No solo el clásico libro de Samuel Huntington (algunos años después del otro clásico libro de Fukuyama), sino el filósofo ruso Aleksandr Dugin, quien para muchos es el “ideólogo” de Putin, más allá de que en la práctica las cosas no sean tan groseramente lineales. Pero independientemente de títulos rimbombantes para atraer clicks, lo cierto es que cuando se lee a Dugin se encuentran elementos que aparecían ya en autores como Carl Schmitt y que hemos desarrollado aquí con más profundidad https://disidentia.com/que-tiene-putin-en-la-cabeza-apuntes-sobre-el-nuevo-imperialismo-euroasiatico/

A manera de síntesis, en este jurista alemán profundamente antiliberal que, a pesar de su ambigua relación con el nazismo, fue apropiado por las izquierdas en las últimas décadas, aparece la idea de dos grandes civilizaciones, una de tierra y otra de mar. Mientras la primera, la de la tierra, representa a ese tipo de civilización premoderna, jerárquica y estamental donde la presencia de Dios es central y donde prevalecen las grandes estructuras constantes e inmutables como el Estado, la familia y la nación; en la segunda, la del mar, tenemos a ese tipo de sociedad sin centro ni Dios, líquida e inasible como el agua, en constante cambio y en una temporalidad que desprecia la tradición y mira al futuro a través de la idea de progreso. Es este tipo de civilización globalista la que, como el mar, no tiene fronteras, y la que, como el capital, necesita fluir ilimitadamente.

Si bien por su tradición cultural muchísimos de los países europeos podrían ser parte de la civilización de la tierra, (pensemos en Italia o España, por ejemplo), Dugin entiende que éstos son parte de la civilización del mar porque ésta ha sido hegemonizada por los valores del imperio británico primero y por Washington después, culturas identificadas con los valores propios del agua. Para ponerlo en términos del conflicto actual, esta civilización atlantista estaría identificada con la OTAN y el mundo occidental, mientras que la civilización de la tierra estaría representada por Rusia más China y los países del Este. 

Dicho esto, si lo que está sucediendo en Ucrania va a ser interpretado por los protagonistas como el choque de dos grandes civilizaciones en un momento en que Occidente asiste a su propia descomposición civilizacional, es evidente que no vienen buenos tiempos y esto nos conecta con el segundo punto que me interesaba mencionar. Éste tiene que ver con el papel de los líderes y las dirigencias políticas. Y aquí es necesario unir el conflicto en Ucrania con la gestión de la pandemia porque su cercanía temporal puede conectar lo que no tiene conexión. En otras palabras, a la cultura de la queja, la indignación y la antipolítica propia de estos tiempos, Occidente y, probablemente el mundo entero al mismo tiempo como nunca en la historia, fue testigo de la incapacidad de las elites gobernantes a todo nivel para enfrentar una crisis como la que generó la pandemia. La generalización es injusta y es necesario advertir que también ha sido inédito el modo en que “el mundo” logró más o menos organizarse para encontrar una solución como las vacunas en tiempo récord; sin embargo, si hay algo que pareció ser común y atravesar a los gobiernos y a organismos internacionales, es un nivel de improvisación y marchas y contramarchas que no pueden explicarse solo por la propia dinámica del virus. El grado de experimentación social que rodeó el episodio covid19 apoyado, sin dudas, por una prensa cada vez más patética y cómplice, excedió ampliamente la obligación de los gobiernos en relación a la protección de la vida. El hecho existió, millones de familias han llorado a sus muertos y millones de sobrevivientes quisieran no volver a pasar por lo que pasaron pero al mismo tiempo se evidenció que los tiempos de la biología, más allá del detalle de la aparición de la vacuna, tuvieron que acomodarse a las necesidades políticas. Para que se entienda bien, no hace falta caer en las delirantes conspiraciones de los antivacunas o ser un militante contra los pases sanitarios para aceptar que lo biológico puede y, de hecho, coexiste con lo político, incluso con lo estrictamente electoral y con las necesidades económicas. Los lectores podrán listar las excepciones y las administraciones que se han manejado con responsabilidad y coherencia pero, en general, el episodio de la pandemia agudizó más la fractura entre ciudadanos y elites dirigenciales.

Es en este marco que me pregunto si nuestros gobernantes están a la altura de la responsabilidad histórica por las que les ha tocado atravesar en un contexto en el que tras dos años de pandemia los ciudadanos buscan al menos un poco de tranquilidad para reencauzar sus vidas. Probablemente siempre haya sido así en un sentido, pero intuyo que la continuidad de la guerra depende menos del poderío armamentístico y las estrategias militares que de la paciencia de una población mundial que está cansada de tener que acomodarse a los desvaríos de su clase dirigente.

En este sentido, la eventual escalada en el conflicto no puede hacer más que agudizar este sentimiento. Porque más allá de poner la banderita amarilla y azul en Instagram, contar la anécdota con un amigo ucraniano y pintarle un bigote hitleriano a Putin, ¿qué europeo está dispuesto a arriesgar su vida y su bienestar por un conflicto en dos ciudades remotas que hasta hace 15 días eran desconocidas para el mundo entero? ¿Por qué lo haría? ¿Por Putin? ¿Por razones civilizacionales de una civilización autodestructiva que no sabe bien qué valores defender?

El debate público, sin lugar para grises, impedirá comprender que una crítica al papel de la OTAN, especialmente por sus actuaciones en países subdesarrollados, no necesariamente nos ubica del lado putinista de la vida, o que una crítica a la embestida de Putin no nos hace necesariamente cómplices de la prepotencia de las administraciones estadounidenses y su autopercibido rol de gendarmes del mundo. Pero me parece que el fondo del conflicto, al menos para el mundo occidental, está en otro lado. De hecho, cuando pase la angustia y la zozobra, intuyo que se tomará conciencia de que el problema, más que el avance de Putin, es el estado de descomposición de los valores occidentales y la relación entre los ciudadanos y las elites gobernantes. La guerra en algún momento va a pasar; la crisis, el enojo y el malestar no.            

 

 

 

martes, 1 de marzo de 2022

¿Qué tiene Putin en la cabeza?

 

En los últimos meses, y a partir de una serie de acusaciones que retoman las teorías conspirativas de la denominada “Guerra Fría”, Rusia ha vuelto a estar en el eje de la prensa occidental para ir, de a poco, constituyéndose en uno de los “Cucos” de Occidente. Ya no tenemos a Iván Drago con cara de malo peleando contra Rocky pero Netflix y HBO hacen su aporte con una profusa cantidad de material propagandístico que estimula las pesadillas de quienes, de este lado del mundo, sobre todas las cosas, sabemos muy poco de lo que sucede y de lo que es Rusia.

En este sentido, antes de brindarles un material que reproduzca prejuicios e ignorancia, propongo aproximarnos a la mirada de alguien que puede ayudarnos a comprender el rol de Rusia y el pensamiento de Putin. Se trata de un autor que ha trascendido los límites de su país a tal punto que ya es posible conseguir parte de su obra traducida al castellano. Me refiero a Aleksandr Dugin.

Con total sensacionalismo, algunos medios presentan a Dugin como “el Rasputín” de Putin y estupideces por el estilo, abonando, una vez más, la fantasía de que detrás de todo siempre hay un hombre malo que, si es ruso y tiene barba larga, debe ser muy malo y debe tramar cosas muy pero muy feas. Pero si pretendemos ser algo más serios digamos que Dugin nació en Moscú, en 1962, posee una vasta formación en disciplinas humanas y sociales que lo ha llevado a publicar enorme cantidad de libros sobre temas diversos y tiene alguna cercanía crítica con Vladimir Putin. En lo que a nosotros concierne, Dugin ha sobresalido por la defensa del “eurasianismo”, su perspectiva de un “mundo multipolar” y por lo que dio en llamar “Cuarta Teoría Política”.

Combinando elementos de dos controvertidos filósofos alemanes como Carl Schmitt y Martin Heidegger, Dugin construye una teoría compleja y abarcativa que se puede leer como una gran crítica al liberalismo universalista desde la perspectiva de las relaciones internacionales y la constitución de la subjetividad.

Para comprender esto comencemos con aquello que Dugin entiende por “Geopolítica” y que en una de las conferencias que diera en la Escuela Superior de Guerra Conjunta de las Fuerzas Armadas en Argentina, publicada dentro de un libro de editorial Nomos titulado Geopolítica existencial. Conferencias en Argentina, ha sido definido así: “Geopolítica es la teoría que mira la estrategia mundial como la concurrencia de dos civilizaciones o de dos grandes espacios: el espacio atlantista y el espacio continental o eurasista”. Esta definición que Dugin adjudica al geopolítico europeo Halford John Mackinder, permitiría repensar la Guerra Fría y también comprender el conflicto actual en el que, caído el comunismo, pareciera no haber razón para la tensión. Así, la Guerra Fría no habría sido una guerra ideológica entre capitalismo y comunismo sino una “guerra entre continentes”, entre espacios civilizacionales, que estaba presente antes de la creación de la URSS y que ha sobrevivido a su desaparición. Es que lo que determina la identidad y las disputas es el territorio, independientemente de las circunstancias que puedan derivar en que esté ocupado por ortodoxos o no ortodoxos, comunistas o liberales, demócratas o zaristas. Este elemento es importante porque, según Dugin, Putin sigue hoy este modelo eurasista.

El libro de donde Dugin abreva es Tierra y mar de Carl Schmitt, siendo “la tierra” lo que caracteriza a la civilización eurasista y el mar lo que caracteriza al occidente liberal globalista. Según Dugin, en el libro de su autoría antes citado: “La tierra, como concepto geopolítico, es la forma de una civilización (…) “Tierra” es un tipo de sociedad (…) Es el paisaje constante, inmutable, inamovible (…) la sociedad que tiene un centro (…) Esta civilización [es] jerárquica, y en el mismo momento, trascendente, religiosa, teniendo un dios eterno como la representación del valor máximo, del valor más alto [para] construir todos los otros valores: el Estado, la familia, la sociedad, la cultura, las jerarquías (…)”. 

La civilización de la tierra es una civilización premoderna, estamental y anticapitalista que, según Dugin, a su vez, puede servir para justificar perspectivas continentalistas como aquellas que pretenden afirmar la unidad y autonomía latinoamericana como algo diferente de occidente y del atlantismo que no es otra cosa que la civilización que, en oposición a la de la tierra, estaría emparentada con el mar.

Volviendo a traer a Schmitt, Dugin afirma que la civilización del mar “está basada [en] el cambio (…) El cambio es algo líquido, es el mar. Si la tierra es una constante eternamente idéntica a sí misma, el mar cambia siempre. El mar no puede ser organizado en base a fronteras, porque no es posible trazarlas en él. El mar es universal, está desencarnado. El mar es cambio, es una metáfora del tiempo (…). Sobre el concepto del mar como renovación, progreso, cambio, dinámica, movilidad, se construye la civilización alternativa (…) frente a la civilización de la tierra. El mar es otra manera de escoger (…) el tiempo en lugar de la eternidad, de escoger la igualdad en lugar de la jerarquía, de escoger el progreso en lugar de la tradición, de escoger la ausencia de la jerarquía en contra de esta idea de la verticalidad de la sociedad (…) Es puro capitalismo”.

Dicho esto, es muy interesante observar que la metáfora de “lo líquido” sobre la que tanto ha transitado el sociólogo Zigmunt Bauman para definir a la posmodernidad, tiene antecedentes y que, frente a todas las naturales objeciones o excepciones que el lector pueda realizar, cabe mencionar que el propio Carl Schmitt advierte que esta civilización del mar, atlantista, ha sido hegemonizada por los anglosajones (primero por Londres y luego por Washington). ¿Desde cuándo? Desde que cayó la Gran Armada española, porque tanto los españoles como los portugueses eran civilizaciones “de tierra” tal como demostraron cuando intentaron fomentar este tipo de sociedad en la América del Sur. Pero hoy Occidente está dominado por lo líquido, el único tipo de sociedad donde puede florecer el capitalismo y el liberalismo, y la globalización no es otra cosa que una proyección de la civilización del mar.

Esta afirmación nos permite hacer una breve referencia a lo que Dugin llama “Cuarta Teoría Política”. Es que, para él, la modernidad arrojó tres teorías generales: el liberalismo, el comunismo y diversas formas del nacionalismo (incluye allí también al fascismo). Durante la primera parte del siglo pasado, las primeras dos se unieron para vencer a la tercera. Y luego, en la segunda mitad del mismo siglo, las dos grandes teorías vencedoras se enfrentaron hasta que la caída del muro decretó el triunfo del liberalismo. A partir de allí, esta teoría que originalmente fue revolucionaria, devino totalitaria y la respuesta a ella no puede venir de los simulacros de marxismos y fascismos de la actualidad que, siempre según Dugin, ya no son un peligro para el capital. La salida estaría en una “Cuarta Teoría Política” que no sería ni comunista ni nacionalista y que, a juicio de quien escribe, resulta algo inasible y difícil de precisar. Con todo, podría decirse que para Dugin, el sujeto político de la transformación sería el da-sein heideggeriano arrojado a las determinaciones de su tierra y su civilización como una forma de límite a la pretensión del imperialismo del capital financiero.

Ese sujeto concreto, que en la cerrada terminología heideggeriana es el “ser ahí” “siendo con otros” pensado en el marco de una sociedad jerárquica, es la base desde la cual Dugin arremete contra la perspectiva del “sujeto descarnado” que ofrecería el liberalismo, en una crítica que existe ya desde Hegel y que es sostenida por los neocomunitaristas de la actualidad. En este sentido, Dugin entiende que conceptualmente el liberalismo ha sido una extensa carrera por construir un individuo vaciado sin referencia alguna a las identidades colectivas. De hecho, el ruso entiende que el origen del liberalismo es el protestantismo que intentó “liberar” a los individuos de la identidad católica que constituía a Europa; luego seguiría con la creación de los Estados modernos y el nacionalismo, como forma de deshacerse de la identidad vinculada a los imperios pero, una vez que los Estados modernos cumplieron esa función, el liberalismo habría arremetido contra las identidades nacionales en un proceso paulatino cuyo corolario estaría dado por la creación de los Derechos Humanos (es decir, unos derechos inherentes a la humanidad, determinados por encima de las soberanías de los Estados nacionales) y por una serie de instituciones supranacionales. Este triunfo globalizador se profundizó cuando, caído el comunismo, el liberalismo también barría con la identidad de clase y de esa manera, desde mi punto de vista, inauguraba las políticas de las minorías, esto es, identidades colectivas vinculadas a referencias como la etnia o el género. Pero Dugin advierte que el liberalismo también avanzará sobre éstas y que los discursos actuales de la deconstrucción, especialmente vinculados a algunos sectores al interior de lo que se conoce como “nueva ola feminista”, son funcionales al liberalismo en la medida en que poder optar por un género presupondría un individuo abstracto y racional que toma decisiones y opera independientemente de toda determinación histórica. Es más, Dugin afirma que el próximo y último ataque del liberalismo a la identidad colectiva es el ataque a lo humano mismo a través del “transhumanismo” y en el libro antes citado lanza la siguiente provocación: [el liberalismo buscará] liberar al individuo de la humanidad. Podremos ser humanos, pero seremos libres de escoger en caso de que no queramos seguir siéndolo. Esta es la política del transhumanismo (…) Políticamente hablando, es el mañana. Para nosotros el gay pride es algo habitual, mañana lo será el robot pride. Y si a alguno se le ocurre decir: “Aquel no es robot, es humano”, será acusado de fascista, habrá dicho algo horrible y habrá insultado al pobre robot”.  

Así, el verdadero fin de la historia no es el que auguraba Fukuyama al momento en que la ideología liberal triunfaba por sobre el comunismo y globalizaba sus instituciones sino el que está próximo a llegar y se apoya en la realización del sujeto metafísico y descarnado en el que se sustenta el liberalismo desde sus orígenes.    

Hay un sinfín de aspectos para discutir sobre las posiciones de Dugin, las cuales son, desde mi perspectiva, en algunos casos, sólidas y originales y, en otros, transitan senderos con una carga metafísica que los debates actuales han superado para bien. En cuanto a las advertencias acerca del porvenir el tiempo dirá si Dugin tiene razón. No obstante, mientras tanto, siempre es bueno saber qué se está pensando lejos del microclima occidental.