El auge de posiciones libertarias o de un liberalismo radical
se explica por varias razones. Aquí me ocuparé solo de una de ellas: la
compulsión a la intervención estatal. Efectivamente, en ciertos espacios
populares o progresistas, se estableció la idea de “Estado presente” como una
suerte de mantra purificador. Todos los problemas se solucionarían con “Más
Estado” y la inflación estatal es tomada como sinónimo de mayor protección a la
lista cada vez más extensa y variopinta de grupos desaventajados. Así, parte de
los funcionarios, segundas y terceras líneas, o militantes, al momento de
llegar al gobierno, consideran que su deber es utilizar dinero para intervenir desde
sus áreas respectivas. No se discute cómo ser más eficiente ni en qué aspectos
sería mejor una no intervención de modo de canalizar recursos hacia donde sí
hace falta. Nada de eso. Solo disputas interministeriales por el presupuesto y
luego ejecuciones en las que funcionarios y partidarios buscan “ser vistos
haciendo” a través de redes sociales. Esto no incluye solo al actual gobierno.
De hecho ha habido casos en el que los legisladores, en acuerdos amplios que
incluyen mayorías robustas, decidieron intervenir como un gesto de demagogia
que acabó perjudicando a todos, incluso a quienes se quería favorecer. Un buen
ejemplo es el de la “ley de alquileres”. Nadie duda de que el problema
habitacional en la Argentina es muy serio y que la desregulación total del
mercado permitía comportamientos abusivos de parte de los propietarios. Sin
embargo, cuando el “Más Estado” se hace sin tomar en cuenta cómo funciona el
mercado o ciertos principios de la racionalidad y la calle, el resultado es
menos oferta, incertidumbre y, por lo tanto, alquileres que son muy altos para
los inquilinos y que siguen siendo bajos para los propietarios. Frente a ello,
antes que decir que los propietarios son malos, echarle la culpa a la
especulación o enojarse con la realidad, bien cabe preguntarse si lo que falló
fue la intervención. Debería decirse entonces que la desregulación total muchas
veces genera inequidades pero la intervención per se no necesariamente mejora las cosas.
Ahora bien, lo curioso es que, al menos en Argentina, este
intervencionismo compulsivo se hace en nombre del peronismo y, al menos desde
mi punto de vista, esto obedece a una lectura equivocada tanto del legado del propio
Perón como de la tradición de la cual viene el peronismo. Me refiero aquí a la
Doctrina Social de la Iglesia. No hay espacio para desarrollar en profundidad
todos sus principios pero podría decirse que “La Doctrina” se apoya
especialmente en dos encíclicas separadas por 40 años en los que la Iglesia
Católica inaugura la cuestión social buscando un punto intermedio, o superador,
de la disputa entre el individualismo liberal y el colectivismo comunista. El
primero de los textos es la Rerum Novarum
del Papa León XIII escrito allá por 1891 y el segundo es la encíclica Quadragessimo anno, escrita por Pío XI
en 1931. Bien común y función social de la propiedad son solo algunos de los
elementos que forman el eje de una tradición que en Argentina se hizo carne en
el peronismo y que ha tenido distintas articulaciones a lo largo del mundo. En
este sentido, cabe mencionar la corriente distributista impulsada por Hilarie
Belloc y el gran G. K. Chesterton quienes abogaban por una organización social
de pequeños propietarios y acusaban tanto a capitalistas como a comunistas de
acaparar la propiedad: los primeros en manos de una oligarquía y los segundos
en manos de una burocracia centralizada.
Contra los primeros, en Lo que está mal en el mundo, Chesterton
dice lo siguiente:
“La propiedad no es más que el arte de la
democracia. Significa que cada hombre debería tener algo que pueda formar a su
imagen, tal como él está formado a imagen del cielo. Pero como no es Dios, sino
solo una imagen esculpida de Dios, su modo de expresarse debe encontrarse con
límites; en concreto, con límites que son estrictos e incluso pequeños. Soy muy
consciente de que la palabra propiedad ha sido definida en nuestro tiempo por
la corrupción de los grandes capitalistas. Se podría pensar, cuando se oye
hablar a la gente, que los Rothschild y los Rockefeller estarían del lado de la
propiedad. Pero obviamente son enemigos de la propiedad, porque son enemigos de
sus propias limitaciones. No quieren su propia tierra, sino la de otros. Cuando
retiran el límite de su vecino, también están retirando el suyo. Un hombre que
ama un pequeño terreno triangular debería amarlo porque es triangular;
cualquiera que destruya la forma, dándole más tierra, es un ladrón que ha
robado un triángulo. Un hombre con la verdadera poesía de la posesión desea ver
la pared en la que su jardín se une con el jardín de Smith; el seto donde su
granja toca la de Brown. No puede ver la forma de su propia tierra a menos que
vea los bordes de la de su vecino. Es una negación de la propiedad el hecho de
que el duque de Sutherland tenga que poseer las granjas de todo un condado;
igual que sería la negación del matrimonio que tuviese a todas nuestras esposas
en un solo harén”.
Chesterton desarrolla su
distributismo en diferentes libros y en diferentes momentos de su vida pero
donde quizás se pueda encontrar una buena síntesis es en un pequeño libro que
surge de la transcripción de un debate entre Chesterton y Bernard Shaw
organizado por la Liga distributista en 1923. El libro, al igual que aquella
conferencia, lleva como título ¿Estamos
de acuerdo? y allí Chesterton afirma, contra el socialismo de Shaw: “Acepto
la proposición de que la comunidad debiera poseer los medios de producción,
pero con esto quiero decir que son los Comunes quienes deberían poseer los
medios de producción, y la única manera de hacerlo posible es conservar la
verdadera posesión de la tierra. Mr. Bernard Shaw propone distribuir la
riqueza. Nosotros proponemos distribuir el poder”.
Ahora bien, más allá del juego de las
similitudes y diferencias, y del modo en que se busca hacer un equilibrio entre
“yanquis y marxistas”, tanto el distributismo como el peronismo se apoyan
también en otro principio caro a la Doctrina social: el principio de
subsidiariedad. Este principio le impone un límite al Estado pues indica que
éste solo debe intervenir cuando su participación demuestra ser más eficaz que
la que llevarían adelante instancias inferiores, esto es, los individuos o
grupos sociales. Pongamos un ejemplo más o menos burdo: si reuniéndose en una
feria gastronómica todas las semanas una pequeña comunidad pudiera garantizar
que todos los habitantes alcancen niveles satisfactorios de alimentación. ¿Por
qué debería intervenir el Estado?
Por supuesto que no casualmente el
ejemplo habla de pequeñas comunidades. Es que cuando pensamos a gran escala las
cosas se complican. De aquí que, salvo honrosas excepciones, haya un mínimo
acuerdo en que, por ejemplo, el sistema de justicia o la seguridad pública estén
en manos del Estado porque está claro que en este aspecto una organización
estatal demuestra mayor eficacia. Aunque hay más disparidades según las
tradiciones políticas, al menos en Argentina hay una mayoría que entiende,
también, que el Estado es imprescindible en materia de educación y salud, algo
que, más allá de las críticas que pueda haber, quedó en evidencia en tiempos de
pandemia. ¿Se imaginan un país como Argentina en el que la decisión sobre
confinamientos o acceso a las vacunas quedara en manos de los individuos o los
grupos sociales?
Los ejemplos en los que es necesaria
la intervención estatal abundan pero, en tiempos de tecnócratas sociales
ocupando espacios de decisión, también son muchos los ejemplos en los que observamos
que el Estado interviene en aspectos que los individuos y los grupos sociales
podrían resolver por sí mismos. No siempre el “dejar hacer” es arrodillarse
frente al mercado o ser “un liberal”. A veces es mejor que la gente, de manera
individual o asociada, simplemente haga e interactúe aun con los conflictos que
toda interacción trae aparejada. E insistimos: no se trata de una posición que
solo puede encontrarse en el liberalismo. También el peronismo da herramientas
conceptuales para sostener esta posición. Quizás el peronismo esté equivocado
pero no se le puede adjudicar a éste la idea de que toda nuestra vida,
incluyendo el sentido de la misma, deba estar atravesada por el Estado. Que los
antiperonistas se lo adjudiquen al peronismo puede ser mala fe o ignorancia;
que lo hagan los partidarios también. ¿Cuándo fue que, en nombre del peronismo,
se ha perdido la confianza en la capacidad de la gente para vivir en comunidad?
El hecho de que el Estado esté metido
en todo no es necesariamente protección: puede ser también paternalismo, kiosko
o pereza intelectual. En cualquier caso, no saber discriminar cuándo es
necesario intervenir y cuándo no, supone darle buenas razones a quienes abogan
por la reducción del Estado al mínimo, esto es, a aquellos que han llevado adelante
políticas que han generado mucho daño en nuestro país. Entre un Estado que
atraviesa cada instancia de nuestra vida, como si estuviésemos bajo tutela, y
los divagues del Estado reducido a su mínima expresión hay un montón de grises.
Transitar por allí es el desafío.