Mucho se viene hablando en los últimos años de la
infantilización de la sociedad occidental asociado al culto a la juventud y al
desprecio por la vejez. Efectivamente, si bien jóvenes ha habido siempre, este
fenómeno se coronó en el mayo del 68 cuando la juventud irrumpió como sujeto
político para establecer una querella generacional de la cual salió victoriosa.
Hoy todos queremos ser jóvenes pero lo más interesante es que ese deseo va más
allá de la cuestión estética. En otras palabras, no se trata solamente de
emular a través de cirugías o tratamientos las bondades que la biología depara
a la juventud sino de algo que no se deja ver fácilmente en la superficie. Me
refiero a la necesidad de abrazar una serie de valores y actitudes asociadas a
la infantilización y en franca oposición a los valores ilustrados que
constituyeron occidente en los dos últimos siglos.
A propósito, en “¿Qué es la ilustración?”, un brevísimo
artículo publicado en 1784 en un periódico de Berlín, el filósofo Immanuel Kant
respondía a la pregunta de la siguiente manera:
“La ilustración es la liberación del hombre de su culpable
incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su
inteligencia sin la guía del otro. Esta incapacidad es culpable porque su causa
no reside en la falta de inteligencia sino de decisión y valor para servirse
por sí mismo sin la tutela de otro. ¡Sapere
Aude! [¡Atrévete a saber!] Ten el valor de servirte de tu propia razón: he
aquí el lema de la ilustración”.
A fines del siglo XVIII, en un claro intento por avanzar en
un proceso de secularización que se apoye en los valores que emanan de una
razón universal, Kant nos está diciendo que debemos atrevernos a pensar por
nosotros mismos, a abandonar todo tutelaje, sea de la religión, un libro o lo
que fuera. Claro que, agrega, los tutores van a decirnos que no estamos
preparados y van a meternos miedo; y claro que será enormemente difícil hacerlo
porque esto de dejar que otros piensen por nosotros, dice Kant, se ha
transformado casi en una segunda naturaleza, sobre todo porque es muy cómodo no
estar emancipado y que la responsabilidad de las decisiones recaiga sobre los
otros.
Pero detengámonos un momento en esta idea de “emancipación”,
que en distintos sistemas jurídicos del mundo suele estar asociado justamente a
aquello que sucede cuando cumplimos determinada edad. Estar “emancipado”, en
este sentido y al menos jurídicamente, supone un punto de inflexión para
ingresar en la adultez, es romper con la tutela de los padres, dejar de
depender y asumir enteramente las responsabilidades de los propios actos.
No casualmente, 200 años después de la publicación de Kant,
el filósofo francés Michel Foucault, en un artículo que lleva el mismo nombre
que el del prusiano, afirma que, para Kant, la ilustración “es un proceso que
nos saca del estado de ‘minoría de edad’” y que por “minoría de edad” debe entenderse,
justamente, el hecho de aceptar la autoridad de otro al momento de tomar
decisiones.
Como bien observa Foucault, para Kant, salir de la minoría de
edad es un hecho pero es también una tarea y una obligación. En otras palabras,
el fin del siglo XVIII, con Federico II dando libertad en materia religiosa, no
es una época ilustrada pero sí una época de ilustración en la que se está
comenzando con el proceso de abandonar la minoría de edad aunque su consecución
todavía esté lejos. De aquí que la idea de ilustración aparezca más bien como
un proyecto cuyo cumplimiento es una obligación.
Si bien está claro que hoy tampoco hemos alcanzado la mayoría
de edad, incluso podríamos contentarnos con algo que Foucault menciona en su
artículo y refiere a la modernidad como una actitud antes que como un período
histórico. Dicho de otro modo, lo que caracterizaría a la modernidad (y a la
ilustración), más que una serie de hechos que pudieran ubicarla entre una fecha
y otra de nuestro calendario, es una actitud crítica sobre la realidad. Eso es
la modernidad y la ilustración.
Dicho esto, entonces, cabe retomar la idea de infantilización
de occidente para observar que, como les decía algunas líneas atrás, no solo el
proyecto kantiano de atreverse a saber y abandonar la minoría de edad no se ha
cumplido; tampoco goza de buena salud la actitud crítica tan propia de la
modernidad que establecía Foucault. Esto plantea que la crisis es bastante más
profunda de lo que imaginamos porque no se trata simplemente de otorgarnos más
tiempo para la consecución de un proyecto. Se trata de haber cambiado
radicalmente el proyecto. Hoy no es un valor ni un objetivo de la sociedad
abandonar la minoría de edad ni todo tutelaje. Por el contrario, la competencia
por la victimización y la creación de nuevas generaciones de jóvenes autopercibidos
vulnerables, hace que no se busque la emancipación sino perpetuar la demanda
contra los tutores. El “Atrévete a pensar” deviene “Atrévete a sentir” para
luego coronarse en un “Atrévete a reclamar”. Es que como el eje está puesto en
los sentimientos y son ellos los que constituyen la identidad, las opiniones
adversas no son vistas como parte de un juego democrático o un uso de la razón
pública sino como una agresión por la que alguien debe pagar. El otro no es un
ser racional sino un deudor por el solo hecho de que yo lo considero así. La
relación acreedor-deudor es determinada voluntaria y unilateralmente. Por eso de
la búsqueda de libertad y autonomía pasamos a la necesidad de protección. Si
vivir una vida en el mundo real nos daña, la responsabilidad no estará en
nosotros sino en el tutor que no nos protegió en cualquiera de las formas que
este tutor venga, esto es, Estado, padres, etc. La culpa siempre la tiene el
otro o el victimario que nunca es circunstancial sino esencial y eterno. La
apelación a la razón es mal vista; la pretensión de objetividad es fascismo;
exigir responsabilidades es ser de derecha. Les estamos diciendo a los jóvenes
que, si no se realizan, la culpa la debe tener alguien o, lo que es mejor, el
sistema que seguro está representado por alguien que es el enemigo y el
responsable de todas sus frustraciones.
Como indica Robert Hughes en el ya clásico La cultura de la queja:
“El numero de americanos que sufrieron malos tratos en la
infancia y que gracias a eso deben ser absueltos de culpa por todo (…) puede
equipararse al de quienes (…) aseguraban haber sido en una vida anterior
Cleopatra (…) Parecer fuerte puede ocultar simplemente un tambaleante andamiaje
de “negación de la evidencia”, mientras que ser vulnerable es ser invencible.
La queja te da poder, aunque ese poder no vaya más allá del soborno emocional o
de la creación de inéditos niveles de culpabilidad social. Declárate inocente y
te la ganas”.
Este contexto, que Hughes ya describía en las conferencias
que darían lugar al libro mencionado en 1993, hace que más de dos siglos
después del llamado a atreverse a saber hoy nadie quiera saber nada ni nadie
quiera ser mayor de edad porque eso automáticamente lo ubica en el lugar de
responsable. A fines del siglo XVIII lo revolucionario era pensar por nosotros
mismos, alcanzar la mayoría de edad. En estos días, se inculca que es
revolucionario seguir siendo menores de edad y encontrar nuevos tutores a
quienes poder reclamar.
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