Coleman Silk había sido el único judío en ser decano de la facultad
y uno de los primeros judíos en enseñar en el departamento de lenguas clásicas
de una universidad estadounidense. Tenía predilección por el teatro griego y
por las tragedias en particular. A propósito de ello, justamente, en una clase,
realizó una broma que sería su error trágico. Es que ante la ausencia de dos
alumnos que figuraban en la lista pero que Silk no conocía porque nunca habían
asistido a clase preguntó: “¿Conoce alguien a estos alumnos? ¿Tienen existencia
sólida o se han hecho negro humo?”
Habría pasado como lo que era (una humorada) si los dos
alumnos en cuestión no hubieran sido negros. Así, claro, lo que era una broma
se transformó, para una audiencia sensible y una universidad sensible a la
sensibilidad de los alumnos, en un insulto racista que comenzaría una serie
infinita de peripecias que conforman la trama de La mancha humana, libro que Philip Roth publicara en el año 2000 y que
tendría su versión cinematográfica pocos años más tarde.
La mención viene al caso porque son cada vez más los que
afirman que Roth es probablemente el escritor que mejor ha descrito a la
sociedad norteamericana y es de celebrar que el éxito de la serie The plot against America, basada en su
libro homónimo, invite a que tenga cada vez más lectores. Es que muchas de las
preguntas que nos hacemos hoy encuentran una respuesta en la pluma de Roth.
En este caso específico, escrito algunos años después del
affaire Lewinsky, Roth expone con precisión el modo en que las universidades
comenzaban a irradiar hacia el resto de la sociedad el espíritu de un nuevo
puritanismo que se transformaría en hegemónico a nivel planetario poco tiempo
después. La absurda denuncia contra Silk, que culminó con la renuncia de éste,
había sido impulsada por una joven profesora que respondía a todos los canones
de la corrección política y es en este contexto que el abogado de Silk le
indica a nuestro protagonista: “Anoche tuvo usted un
buen atisbo del mundo que la ha formado [a esta profesora], que la ha reprimido
y del que (…) jamás escapará. Todo esto puede terminar en algo peor (…) Ya no
se pelea en un mundo donde quieren destruirle, echarle de su puesto y
sustituirle por uno de ellos; ya no está luchando contra una banda de elitistas
de buenos modales que aparentan ser partidarios de la igualdad social, política
y civil y que ocultan su ambición tras unos nobles ideales. Ahora pelea usted
en un mundo donde no hay nadie que se moleste en esconder su crueldad bajo el
manto de la retórica humanitaria”.
Este universo cultural que está muy bien
desarrollado en el libro La transformación de la mente moderna, que publicaran los estadounidenses Jonathan Haidt y Greg Lukianoff en
el año 2019, es descrito por Roth con
una agudeza encomiable. Es que en La
mancha humana ya está presente cómo se estaba conformando la generación de
la ultraseguridad con su victimización y sus espacios seguros; aquella capaz de
exigir a profesores y a la universidad que quiten textos por considerarlos
ofensivos para la nueva moral.
Sin ir más lejos y si bien el
eje de la novela tiene que ver con el racismo, Roth, por ejemplo, dedica un
pasaje a la controversia que Silk tuviera con la mencionada profesora a
propósito de una alumna que le exigió a ella que intercediera en tanto
directora de departamento para que Silk quitara de su plan de estudios dos
tragedias de Eurípides por considerarlas ofensivas para con las mujeres. Allí
se da un diálogo en el que Silk le dice a la profesora haber leído estas obras y haber reflexionado
sobre ellas toda la vida, a lo cual su colega le espeta que eso puede haber
sido así pero que esas lecturas nunca fueron desde una perspectiva feminista.
Frente a ello Silk responde con sarcasmo: “[Tampoco lo hice] desde la
perspectiva judía de Moisés. [Ni] desde la elegante perspectiva nietzscheana
sobre la perspectiva”.
Evidentemente a Roth no le
importaba demasiado la corrección política y las citas podrían seguir pero
quisiera tomar una última pronunciada por la hermana de Silk cuando se le revela aquello por lo que
había tenido que pasar su hermano. Ella dice “Cada época tiene sus autoridades
reaccionarias” y esto nos permite pegar un pequeño salto en el tiempo para conectar
con otro texto, en este caso de 1967, escrito por Milan Kundera. Se trata de La broma, su primera novela y aquella
que le valió una temprana persecución del gobierno comunista en Checoslovaquia.
Ludvik, el personaje principal, un joven estudiante universitario y miembro del
partido comunista checo, no hace un chiste sobre negros sino una ironía sobre
el optimismo imperante y sobre la interna entre trotskistas y stalinistas
fingiendo tomar partido por los primeros. Más específicamente, en su intento
por agradar a Marketa, una joven compañera, Ludvik, que siempre creyó tener un
sentido del humor sutil no apto para tiempos de pocas sutilezas, le escribió
una carta que culminaba de la siguiente manera: “¡El optimismo es el opio del
pueblo! El espíritu sano hiede a idiotez. ¡Viva Trotsky!”.
Como se comentaba anteriormente, esta ironía no captada le
costaría muy caro a Ludvik quien se transformaría, a los ojos de los
stalinistas, en un “trotskista” que acabará expulsado de la universidad y del
partido para luego ingresar en un tortuoso régimen de conscripción que
implicaba trabajos pesados y lo ubicaba dentro del grupo de “enemigos del
régimen”. Pero él no lo era y de hecho se sentía identificado profundamente con
el partido. Sin embargo, lo importante era que los demás ya no lo veían así. No
había wikipedia, ni algoritmos, ni redes sociales para los tiempos en los que
la novela estaba ambientada. Tampoco cultura de la cancelación. Pero al igual
que ahora a nadie le importaba la verdad o la verdad era la que determinaba el
partido, lo cual “no es lo mismo pero es igual”. De aquí que Ludvik realice una
reflexión demasiado acorde a nuestros tiempos: “Comencé a comprender que no habría fuerza capaz de modificar
esa imagen de mi persona que está depositada en algún sitio de la más alta cámara
de decisiones sobre los destinos humanos; comprendí que aquella imagen (aunque
no se parezca mucho a mí) es mucho más real que yo mismo; que no es ella la mía
sino yo su sombra; que no es a ella a quien se puede acusar de no parecérseme,
sino que esa desemejanza es culpa mía; y que esa desemejanza es mi cruz, que no
se la puedo endilgar a nadie y que debo cargar con ella”.
Asimismo, no debemos pasar por
alto que en su broma, más allá del comentario sobre Trotsky, lo que Ludvik
hacía era poner en tela de juicio el optimismo. Ese punto es interesante porque
cuando Kundera describe a la joven idealista Marketa, la ubica como una persona
dispuesta a entusiasmarse por cualquier cosa pero manteniendo la seriedad de
las personas afligidas cuya lucha es tan incesante que no debe olvidar la
importancia del gesto adusto; y ese entusiasmo bobo es otro de los signos de
enorme actualidad. Hay una suerte de vacío profundo que necesita ser rellenado
por un entusiasmo vertiginoso sobre causas más o menos nobles. Este tipo de
entusiasmo adolescente también abrazado por adultos tiene buena prensa más allá
de que sea tan intenso como efímero.
Lo cierto es que la broma y la
ironía, incluso el eventual cinismo, no tenían lugar en una generación
demasiado comprometida como para darse el lujo de reír. Los espíritus demasiado
graves necesitan un mundo sin bromas o, al menos, un mundo donde no se pueda bromear
sobre determinadas cosas. Basta fijarse de qué no nos podemos reír para
entender dónde está el poder. A su vez, en la novela, estos espíritus entienden
que la alegría no puede ser individual sino siempre colectiva. Ludvik lo dice
así: “sí, aquellos años afirmaban ser los más alegres de todos los años y
quienquiera que se no se alegrara era inmediatamente sospechoso de estar entristecido
por la victoria de la clase obrera o (…) de estar individualistamente sumergido
en sus tristezas interiores (…) Porque mis chistes eran excesivamente poco
serios, en tanto que la alegría de aquella época no era amante de la picardía y
la ironía, era una alegría, como ya he dicho, seria, que se daba a sí misma el
orgulloso título de ‘optimismo histórico de la clase triunfante’, una alegría
ascética y solemne, sencillamente la Alegría”.
La única “Alegría” llevaba
mayúscula y era la del conjunto. Una “Alegría” seria, distinta de la alegría
con minúscula, burguesa, corrosiva e individualista.
Para concluir, entonces, quiero retomar el “Cada época tiene
sus autoridades reaccionarias”. Eso no significa comparar lo incomparable,
claro está. Vivir en los años 50 en Checoslovaquia no se parece a vivir en los
años 90, o en la actualidad, en Estados Unidos o en el mundo occidental. Sin
embargo algo en lo que sí parece haber una coincidencia es en la incomodidad
que generan las bromas en contextos donde hay un poder que busca legitimarse en
causas nobles. Es ese poder el que determina qué es lo risible y en la
prohibición establece una nueva sacralidad, un nuevo canon de moralidad que
comienza como una gran invención y luego se literaliza en base a repetición.
Sobre x no se puede bromear porque en
la disputa, en la indignación, en las acusaciones cruzadas la nueva hegemonía
se posiciona pero lo que no puede tolerar nunca es la broma. La broma es la
gran deconstructora de las construcciones impuestas. Es tal la potencia de la
broma que en determinados regímenes podía costar la vida a quien la ejecutara.
Hoy, en el marco de sistemas más o menos republicanos, más o menos democráticos
y más o menos liberales, por suerte no se llega a tanto. Apenas se condena al
bromista a la muerte civil y a una separación de hecho de la comunidad como
gesto de disciplinamiento para el resto de potenciales bromistas.
Pero para llevar algo de optimismo digamos también que hay
otra cosa en común que puede inferirse de los ejemplos de las novelas
mencionadas y es que este tipo de procesos llevan siempre hacia un mismo
destino: aquello sobre lo que no se puede bromear cada vez es más amplio y en
un contexto donde todos competimos por tratar de demostrar que somos más
víctimas que el prójimo, llegará un momento en que habrá un límite. Es como si
por su propia naturaleza la burbuja que intenta proteger los nuevos principios
sacros necesite ser más grande para mantener alejada de la crítica a esos
principios que han dado lugar la burbuja. Y cuanto más grande sea esa burbuja, cuanto
más pretenda abarcar, más injusticias y más opresión creará. Hasta que un día,
sin saber exactamente por qué, lo que estaba al límite, explota.
Gran reflexion ahora pregunto ¿como convivir de manera civilizada en estos tiempos de falsa correccion pplitica y sus autoridades reaccionarias? Y ¿ de que manera estallara la burbuja?? Digo para prepararnos y que la expñosion no nos tome por sorpresa. Saludos Dante!
ResponderEliminar