miércoles, 30 de diciembre de 2020

La paradoja del victimismo (publicado el 9/7/20 en www.disidentia.com)

 

Prácticamente toda discusión pública en la actualidad se expresa en términos de víctimas y victimarios. Las mujeres dicen ser víctimas de los varones, los negros de los blancos, los homosexuales de los heterosexuales, los nativos de los conquistadores, los discapacitados de los no-discapacitados, los inmigrantes de… La lista podría continuar. Sin duda que hay hechos y razones para justificar esta perspectiva. El mundo ha sido y es una fábrica de víctimas y en muchos casos esa condición se vincula a la pertenencia a determinados colectivos pero pareciera que desde hace ya unas décadas vivimos en el marco de una “cultura del victimismo”. Hay varios autores de distintas tradiciones que vienen advirtiendo esto especialmente en la medida en que las reivindicaciones de las izquierdas a lo largo del mundo han adoptado las agendas identitarias en detrimento de las disputas de clase pero hoy quisiera detenerme en un libro publicado en el año 2014. Su nombre es Crítica de la víctima y su autor es el italiano Daniele Giglioli.

El título no debe entenderse como un juicio de valor contra las víctimas reales sino como un intento por reconocer cuáles son las características de esta cultura del victimismo y establecer una delimitación entre las víctimas reales e imaginarias.   

El primer párrafo del libro es bastante elocuente y deja una enorme cantidad de elementos para discutir:

“La víctima es el héroe de nuestro tiempo. Ser víctima otorga prestigio, exige escucha, promete y fomenta reconocimiento, activa un potente generador de identidad, de derecho, de autoestima. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia más allá de toda duda razonable. ¿Cómo podría la víctima ser culpable, o responsable de algo? La víctima no ha hecho, le han hecho; no actúa, padece. En la víctima se articulan carencia y reivindicación, debilidad y pretensión, deseo de tener y deseo de ser. No somos lo que hacemos sino lo que hemos padecido”.  

¿Qué quiere significar Giglioli con esta idea de que ser víctima confiere una identidad? Se trata de un signo de los tiempos y de otra de las características que muestra la transformación de las izquierdas después de la caída del muro: es que la clásica pregunta por el “qué hacer”, una pregunta cuya respuesta siempre tenía que ver con una acción transformadora del mundo, hoy ha sido reemplazada por el “qué soy”. El “qué hacer” nos lleva hacia afuera y hacia la acción; el “qué soy” nos lleva a la introspección y a indagar en el terreno de las propiedades atribuibles al sujeto, a algo ya dado. Del “qué hacer” puede venir una revolución; del “qué soy” pueden derivar muchas cosas pero también un manual de autoayuda.

En este sentido no es casual lo que muchos señalan en relación al regreso de la perimida idea de “delitos de autor”, esto es, delitos donde no se juzga la acción en sí sino las características de quien la realiza. Para los nazis, ser judío era un “delito anterior” a cualquier acción que un judío pudiera realizar. Y hoy volvemos a ser testigos de situaciones en las que antes que evaluar qué delito se cometió nos preguntamos qué es quien lo cometió y qué es quien lo padeció. ¿Es un varón o una mujer? ¿Un negro o un blanco? ¿Un hetero o un gay? ¿Un indígena o un descendiente de conquistadores? El qué hizo queda en un segundo plano.

De esto se sigue un elemento central que todavía no hemos mencionado: la cultura del victimismo supone que la condición de ser víctima o victimario no es circunstancial sino esencial. No se es víctima o victimario por algo que se haya padecido o se haya realizado sino que, a priori, en función de a qué identidad se pertenezca, se forma parte del bando de las víctimas o de los victimarios. Si usted ha nacido en una familia de buen pasar, es un varón blanco, heterosexual y occidental cumple con todas las condiciones para ser un victimario esencial. Sus privilegios pueden incluso determinarse a priori y este es un punto a tener en cuenta porque, como indica el propio Giglioli, dado que el concepto de “culpa” se ha secularizado para devenir “deuda”, el castigo que debe recibir el privilegiado/victimario esencial es una deuda eterna. Juega aquí también esta particular concepción por la cual la condición de víctima y victimario se transmite de generación en generación a tal punto que hoy alguien puede sentirse víctima de lo que padeció un ancestro de su comunidad 600 años atrás. Estos reclamos buscan, claro está, efectivizarse jurídicamente o en políticas públicas pero la idea de la existencia de victimarios esenciales con deudas, por definición, inextinguibles, permite comprender por qué muchas de las disputas de la actualidad se dan más en internet que en la justicia. Lo que sucede es que la justicia puede demostrar que una denuncia es falsa o aun cuando demostrara que la denuncia en cuestión es verdadera, impondría una pena proporcional al delito. Esto demostraría que todo individuo agresor no es un victimario esencial sino un victimario circunstancial que debe cumplir una pena que, aun cuando fuera extensa, tiene un límite en el tiempo. En cambio, cuando las acusaciones, denuncias, etc. se dan en redes sociales o se replican en portales, el señalado pierde su presunción de inocencia y automáticamente se le impone de hecho una pena que no tiene proporción. Es una pena eterna porque quedará en el mundo virtual por siempre como merece quien es considerado un victimario esencial. Si su ser es el de un victimario esencial, usted tiene una deuda impagable y le corresponde una pena eterna. Por eso hoy en muchos casos la lucha se da menos en sede judicial que en la edición de wikipedia.       

Volviendo al primer párrafo citado de Giglioli y en conexión con lo que estamos desarrollando, aparece la cuestión de cómo juega la problemática de la verdad en esta cultura del victimismo. El italiano entiende que cuando alguien adquiere el status de víctima queda inmune a toda crítica. Efectivamente, siempre ha sido así. Incluso está extendida la idea de que “a una víctima se le perdona todo” y no hay discusión racional posible allí. Esto se ve muy claro cuando un funcionario lleva a la televisión datos de que bajó la delincuencia pero enfrente le ponen al familiar de una persona, que acaba de ser asesinada, llorando y pidiendo soluciones a lo que lamentablemente no tiene solución. Aquí se muestra que, aunque a todas luces se trata de una falacia, la condición de víctima acaba estableciendo una especie de relación directa con la verdad. Y esto resulta bastante paradójico para tiempos posmodernos donde nos dicen que todo es relativo, que toda mirada es una perspectiva, que los grandes relatos han caído, etc. En realidad, la estructura de los grandes relatos, de la verdad con mayúscula, de Dios, etc. no ha sido reemplazada y eso no es ni bueno ni malo en sí mismo. Necesitamos creer en algo aun en los tiempos donde decimos no creer en nada. Y en aquello en lo que creemos es en la víctima real o en cualquiera que asuma públicamente su condición de víctima. Giglioli lo dice así: “Si el criterio para distinguir lo justo de lo injusto es necesariamente ambiguo, quien está con la víctima no se equivoca nunca”.

Esto también explica esta suerte de abrazo colectivo inmediato que recibe quien es, o dice ser, víctima. Por supuesto que no niego la enorme solidaridad humana pero no perdamos de vista que apoyando a quien aparece como víctima muchos buscan, más bien, tener garantía de verdad, tener garantía de estar en el lugar correcto en un mundo donde todo es líquido. No lo hacen por ayudar al que padece. Lo hacen por ellos mismos, más por debilidad que por empatía. Así dicen cosas como “ante la duda estoy con la víctima” o “hay que acompañar a la víctima hasta que se expida la justicia”. Claro que es la justicia la que finalmente determina quién es la víctima y quizás quien decía ser víctima es el victimario. Pero eso es un detalle cuando el yo necesita aferrarse a alguna certeza. Aun cuando la víctima no sea tal, lo que importa es que, si aparece como tal, se garantiza inmunidad y relación directa con la verdad. No sólo para ella sino también para todos los que la apoyen. En ese sentido, la víctima es un Dios de los tiempos seculares.   

Y como cuando hablamos de “verdad” hablamos también de “poder” quisiera culminar con un breve desarrollo a partir de esta frase de Giglioli: “La víctima es irresponsable, no responde de nada, no tiene necesidad de justificarse: es el sueño de cualquier tipo de poder”.

Efectivamente, la cultura del victimismo está erigiendo una nueva forma de poder irresistible, un poder total que anula todo debate porque habla desde una verdad presuntamente inapelable. Este nuevo poder es tan arrasador que hasta los propios poderosos adoptan el lenguaje de la víctima para poder legitimarse. En un nuevo síntoma de este giro de la tradición cínica que, como diría el filósofo alemán, Peter Sloterdijk, ya no se ejerce contra sino desde el poder, hoy podemos escuchar a millonarios europeos decir que son víctimas de los inmigrantes africanos; o a individuos que pertenecen a algunas de las minorías antes mencionadas presentarse como víctimas de un sistema que los ha ubicado en la elite mundial económica, social, cultural, artística y políticamente hablando.    

Esto muestra que, paradójicamente, la retórica del victimismo no está empoderando a las verdaderas víctimas sino generando una competencia en la cual las viejas elites se acomodan y absorben a las figuras emergentes con discurso rebelde en la medida en que entienden que esas reivindicaciones no ponen en tela de juicio sus privilegios de clase.  A propósito de los liderazgos y los referentes, el propio Giglioli recuerda que, cuando Freud hablaba de la psicología de las masas, resaltaba que lo que atraía de los grandes líderes era su potencia; hoy en día se da exactamente al revés: se celebra la impotencia, el padecimiento. No liderará quien haya realizado una acción encomiable sino quien haya padecido una acción aberrante.

De aquí que el italiano se anime a afirmar que nunca hemos vivido tiempos tan contrarrevolucionarios. Es que la idea de revolución estuvo asociada siempre a valores modernos como el sujeto activo, la responsabilidad, la potencia, mientras que la posmodernidad viene a realzar sus opuestos: identidad anclada en el padecimiento propio o ancestral, pasividad e impotencia, ausencia de responsabilidad, etc. Si la modernidad, de la mano del prusiano Immanuel Kant, era una apuesta por abandonar la minoría de edad, la posmodernidad parece una era en la que volvemos a pedir tutelaje y donde se nos pretende anclar en la cárcel de una identidad fija predeterminada por un padecimiento como si lo que somos y nuestro destino estuviera marcado para siempre. 

Un clima de época en el que el “qué hacer” es reemplazado por el “qué soy”, con un mundo que se divide entre víctimas y victimarios esenciales y una verdad irresistible accesible sólo a los que han padecido una injusticia, avanza a pasos acelerados. El cambio cultural se percibe y comienza a tener incidencia directa en diseños institucionales y en políticas estatales. Se auguran tiempos conflictivos pero sobre todo tiempos paradójicos en los que el triunfo de la cultura victimista podrá ser una buena noticia para algunos pero nunca lo será para la inmensa mayoría de las verdaderas víctimas.       

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