Los muertos por covid-19 no
están; no existen; no hay imágenes de ellos; tampoco hay fotos de los
hospitales colapsados en tiempos donde cualquiera filma y sube sus grabaciones
en las redes. La relación con la muerte y la indignación con ella transcurre
por carriles administrativos: cuántos muertos a nivel local, cuántos a nivel
mundial, cantidad de pacientes recuperados, comparación con otros países por
millón de habitantes, etc. Todo se reduce a un problema de contabilidad. Que
los muertos no se vean pero que la administración de la muerte sea transparente.
Hay más preocupación por la pulcritud de la información que por los muertos en
sí. Incluso hablamos con expertos que exponen modelos matemáticos donde nos proyectan
curvas, aumentos de casos, saturación de camas pero los muertos no se ven,
ingresan en el mundo de la inteligencia artificial como dato. Es casi una
cuestión de gamers. El muerto y el
virus siempre es el otro.
A propósito, días atrás,
Arturo Pérez Reverte en XLSemanal.com publicaba una nota titulada “No vimos
bastantes muertos”. Allí el escritor exponía una vez más esta máxima de la
filosofía y de la comunicación: lo que no se ve no existe. En este sentido indicaba:
“fotos que no hemos visto de los ancianos que morían solos en residencias,
dolor de familias enterrando a familiares de los que no podían despedirse,
rostros enfermos y agonizantes, lágrimas de esa vecina mía que en dos semanas
perdió a su marido, a sus padres y se vio ella misma con su hija en un
hospital. Los cuerpos amontonados en las morgues, la desesperación, la
angustia, la muerte de cerca y en directo”.
El punto de vista de Pérez
Reverte se confirma, por la inversa, en el caso que despertó la última ola de
protestas raciales en Estados Unidos. Es que si lo que no se muestra no existe,
podría decirse que solo existe lo que se muestra, y en una cultura de la imagen
donde todos deseamos ser vistos haciendo algo, lo que en realidad altera el
humor social no es la muerte de Floyd sino la imagen de la muerte de Floyd. De
hecho, violencia racial hay constantemente pero lo que lo hizo insoportable fue
la filmación. Es la imagen, antes que el hecho que retrata la imagen, lo que
genera la zozobra. No es que haya sucedido sino que haya sido visto.
En la misma línea, el 13 de
junio, Rafael Ordóñez publicaba una nota en elindependiente.com, cuyo título va
todavía un paso más allá: “Los muertos invisibles, censura en la pandemia”.
Allí se entrevista a un grupo de fotoperiodistas para que den cuenta de las
enormes dificultades que han tenido en documentar el colapso del sistema de
salud español y se llega a la siguiente conclusión: “La gran mortandad causada por la pandemia
en España ha sido invisible a los ojos de la libertad de información. Las
instituciones gubernamentales del país, de todo signo político, han puesto
todas las barreras y trabas para que no tuviéramos registro gráfico de la
tragedia. Periodistas de los gabinetes de comunicación de las instituciones
públicas han ejercido de cerrojos a las órdenes de los políticos y el acceso a
la información no ha sido posible en su libertad total. La muerte (…) se ha
convertido en una serie estadística con forma de curva que ha mantenido
concentrados todos nuestros sentidos con el objetivo de alcanzar la ansiada
nueva normalidad”.
Explicar este fenómeno de la
ausencia de imágenes de la muerte es difícil porque allí conviven aspectos
propios de la cultura y la política local junto a elementos de carácter más universales.
En cuanto a estos últimos,
la idea más o menos extendida en occidente de que es necesario eludir la
morbosidad, el amarillismo y el fomento del miedo en una sociedad a la que se
considera frágil y a la que hay que advertirle que las próximas imágenes pueden
herir su sensibilidad, es un aspecto que no se puede dejar de soslayo. Por
cierto, quien escribe estas líneas está de acuerdo con ello y tiene razones
para justificar su posición. Sin embargo, es necesario reconocer que alguien
podría alegar que mostrar lo que sucede no es fomentar el miedo y que, en todo
caso, si lo que hay da temor, el problema no es del mensajero sino de la
realidad. Digamos entonces que como mínimo es un debate atendible.
Pero si se trata de rasgos
comunes a los tiempos que corren, una referencia más o menos obvia para
entender este fenómeno son los artículos que el filósofo francés Jean
Baudrillard publicara en ocasión de la guerra del Golfo y que luego fueran
compilados en el libro La guerra del
Golfo no ha tenido lugar.
Para Baudrillard, tras la
caída del muro de Berlín y el fin de la guerra fría, se inauguraba un tiempo de
“guerras irreales”, “virtuales”. Un buen ejemplo de ello era, entre otras
cosas, que en la Guerra del Golfo no había imágenes de muertos y, a favor de
Baudrillard, se trata de un fenómeno que se repitió en los conflictos armados
que se sucedieron hasta el día de la fecha y en atentados como los de las torres
gemelas donde habrían muerto 3000 personas pero prácticamente no hay ni videos
ni fotos de las víctimas.
De hecho las transmisiones
de los corresponsales de zonas de conflicto suelen hacerse desde interiores o,
como mucho, desde balcones donde los misiles y las bombas se ven apenas como
lucecitas que van y vienen a tal punto que no pueden diferenciarse de fuegos de
artificio. El comentario le gana al acontecimiento y
las guerras devienen así guerras asépticas
y virtuales, una pura representación mental de un mundo al que accedemos a
través de pantallas. Esto naturalmente se ha acentuado 30 años después y llegó
al paroxismo en el año 2020 cuando buena parte del planeta, de repente, se vio
obligada a aislarse y a comunicarse a través de sus dispositivos.
Si
las guerras se transforman en virtuales y están mediadas por nuestros
dispositivos, ya no hará falta librarlas en un territorio y en un determinado
tiempo. Por ello los conflictos de la actualidad, salvo algunos resabios, ya no
tienen que ver con la ocupación en el espacio ni con las intervenciones
directas sino que se acomodan más a la lógica de conflictos y amenazas
desterritorializadas. El mejor ejemplo de ello es el terrorismo: la amenaza
está en todas partes. Ya no es un Estado extranjero. Puede ser una célula
migrante o incluso nacionales; puede ser un loco suelto sin preparación que
accede a armas y a información a través
de internet. El terrorista no tiene un género particular, ni una etnia ni una
religión. Puede ser tu vecino, el que come una pizza al lado tuyo, tu cita a
ciegas, quien maneja el auto que frenó en la esquina. Por lo tanto, el riesgo
es total, está siempre y no cesa. Eso es lo importante de los conflictos
actuales: se libran en cualquier espacio y continúan indefinidamente. Son
guerras que necesitan no terminar nunca y que recibirán como respuesta un
control que tampoco cesará y que será ubicuo. En este sentido, la pandemia cumple
con todos los requisitos para ubicarse en el centro de los conflictos del siglo
XXI.
De
hecho podríamos decir, con Baudrillard, que el coronavirus no ha tenido lugar.
La enfermedad no se ve. Solo hay imágenes de barbijos como efectos de
una causa que no está y que al ser invisible nos amenaza todo el tiempo. Es que
las amenazas de estos tiempos necesitan portadores discretos. Solo la
discreción puede tener como respuesta el control total, exactamente como sucede
con el terrorismo. Si quienes ponen bombas o distribuyen virus fueran monstruos
verdes gigantes no haría falta tanto control. Por eso, además, el coronavirus
es ideal porque buena parte de sus portadores son asintomáticos. Ni siquiera
tosen. Parecen sanos pero están enfermos. Gente asintomática. Gente discreta.
El enemigo está en todas partes. Por ello, como decíamos al principio, los
conflictos de la actualidad son un problema de administración. El virus no
existe porque no se ve pero hay que administrarlo. Entonces hay que
protocolizar. Seres humanos resolviendo sus relaciones con las herramientas con
las que en general se resuelven los conflictos es algo pasado de moda. Hay que
protocolizar todo porque siempre hay riesgo. El otro es un peligro: pone
bombas, contagia, ofende.
El virus que no existe, con
muertos que no se ven, seguirá vivo en el control que se realice para continuar
evitándolo. Por ello la noticia que más se espera no es la de la vacuna sino la
del rebrote, la de la reinfección, la de la alteración de la cepa, la
posibilidad que en otro mercado de animales aparezca un virus quizás más letal.
El simulacro debe continuar como la temporada de una serie de Netflix:
covid-2020; covid-2021. Necesitamos que un epidemiólogo de cualquier universidad
de mierda, vestido con delantal blanco, nos diga que vamos a usar barbijos de
por vida y que para besar en la boca habrá que ponerse un látex en la lengua.
Necesitamos saber que vamos a estar siempre en peligro pero sin ver la muerte
porque instagram censura las fotos que puedan sensibilizar.
Por cierto, si vas a sacar
una foto ejerciendo el acto libertario de hacer fila para tomar un café en
frente del hospital, procura que en la toma no aparezcan las ambulancias. No
sea que alguien pueda angustiarse y olvide darte un like.
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