“Te despertás en la mañana y de espaldas a vos se encuentra en la cama
un violinista inconsciente. Un famoso violinista inconsciente. Se ha
comprobado que él tiene una enfermedad renal grave, y la Sociedad de Amantes de
la Música sondeó todos los registros médicos disponibles y encontró que solo
vos tenés el tipo de sangre para ayudarlo. Por ello, te han secuestrado y
anoche han conectado el sistema circulatorio del violinista al tuyo, así tus
riñones podrán ser usados para extraer el veneno de la sangre de él, así como
el de los tuyos. El director del hospital, ahora te dice: “Mire, nosotros
sentimos que la Sociedad de Amantes de la Música haya hecho esto –si lo
hubiésemos sabido nunca lo hubiésemos permitido. Pero aún así, lo hicieron, y
el violinista está ahora conectado a usted. Desenchufarlo sería matarlo. Pero
no importa, es solo por nueve meses. Para entonces, ya se habrá recuperado de
su enfermedad y con seguridad podrá ser desconectado de usted”. ¿Es
moralmente vinculante para vos acceder a esta situación? No cabe duda de
que sería muy amable de tu parte si lo hicieras, una gran bondad. ¿Pero tenés
la obligación de acceder a ella?”
El párrafo anterior pertenece a la filósofa estadounidense Judith Jarvis
Thomson, fue publicado en 1971 y se ha transformado en un clásico de la
literatura sobre despenalización del aborto. Si bien su argumentación no estuvo
exenta de críticas, lo que la autora intenta señalar es que del derecho a la
vida (de un embrión o un feto) no se sigue que exista un derecho a utilizar el
cuerpo de otra persona ni tampoco una obligación moral de la dueña de ese
cuerpo para con esa vida. Es decir, si te parece razonable que nadie puede
exigirte que estés atado a un violinista durante nueve meses aun cuando
desconectarte supusiera la muerte de él, encontrarías allí una analogía para
justificar que, aun reconociendo que se debe proteger la vida de un embrión,
nadie podría obligarte a que sacrifiques tu cuerpo en pos de ello.
Traigo a colación este texto porque en estas semanas en las que
escuchamos las posiciones a favor y en contra del proyecto de legalización del
aborto, tengo la sensación de que más temprano que tarde se transformará en ley
pero los argumentos que se esgrimen para defenderlo no son los mejores.
De hecho, uno de los que más se utiliza para defender la legalización
podría entenderse como una variante de la “Falacia naturalista”, aquella que
del “ser” deriva un “deber ser”. Me refiero al que indica que, dado que los
abortos se realizan igual, de manera clandestina y con el consabido riesgo que
para la madre conlleva, entonces, habría que legalizarlos. No hay ninguna duda
de que la ilegalidad de la práctica de la interrupción del embarazo no ha hecho
que las mujeres dejen de realizarla pero el mismo argumento podría utilizarse
para quitar las multas de quienes pasan los semáforos en rojo. Es decir, a
nadie se le ocurre afirmar que dado que los automovilistas siguen pasando en
rojo, entonces, habría que dejar de multarlos. En todo caso, este tipo de
argumento funciona para los casos en que hay nuevas costumbres inocuas que
hacen a las leyes obsoletas o, creo que este podría ser el caso, ante la
suposición de que lo que se está cercenando es un derecho. El punto es que hay
sectores de la sociedad que consideran que el derecho del embrión está por
encima del de la mujer. Esos sectores también discuten en términos de
“derechos” por más que en la batalla terminológica se los quiera quitar del
debate democrático bautizándolos de “antiderechos” (lo cual no es otra cosa que
una respuesta del mismo tenor al artilugio que utilizaran “los pañuelos
celestes” al autodenominarse “provida” e intentar dejar a “los pañuelos verdes”
del lado de “la muerte”).
Asimismo, primo hermano de este argumento es aquel que afirma que
despenalizando el aborto acabaríamos con el negocio millonario de las clínicas
que realizan abortos clandestinos y de los laboratorios que aumentan los
precios de las pastillas que producen los abortos. Sin dudas es así, pero, por
ejemplo, a nadie se le ocurriría despenalizar el tráfico de animales en riesgo
de extinción para acabar con el negocio clandestino de la compra y venta de los
mismos. Si bien podría pensarse que el argumento obedece a razones pragmáticas
y no a una valoración moral sobre aquello que se despenaliza, no es el
pragmatismo el que podría distinguir entre los casos del aborto clandestino y
el tráfico de animales en riesgo de extinción, sino la suposición de que detrás
del aborto hay un derecho de las mujeres lo cual hace que el pragmatismo,
entonces, se transforme en secundario.
Pero hay un segundo argumento muy utilizado en favor de la legalización
y es el que hace hincapié en la protección de la vida de la madre.
Efectivamente, si bien los números que se arrojan difieren enormemente, es
evidente que existen muertes de mujeres, en su mayoría pobres, por abortos
realizados en condiciones inapropiadas y que la legalización evitaría esas
muertes. Sin embargo, el error de esta argumentación es que hace foco en la
problemática de “la vida” ya que ese eje es justamente el que utiliza el
adversario. En otras palabras, si quienes buscan la legalización afirman que
alrededor de cincuenta mujeres mueren por año en la Argentina por complicaciones
vinculadas a abortos realizados de manera clandestina, los grupos denominados
“provida” argumentarán, naturalmente, que, entonces, cada año mueren, en
Argentina, quinientos mil seres humanos “inocentes” por abortos.
Además, dar el debate en términos de “vida” corre el riesgo de olvidar
que, para los sectores que buscan la legalización, lo central es instalar la
distinción entre “vida” y “persona” entendida como sujeto de derecho. Que hay
vida desde la concepción nadie lo duda. Lo que se discute es cuándo esa vida se
transforma en sujeto de derecho. Decir que se es persona desde la concepción,
desde la semana catorce o desde el nacimiento es, por cierto, toda una
discusión metafísica.
Para concluir, creo que la mejor manera de defender robustamente el
proyecto es evitar la variante de la falacia que supone que lo que se repite en
los hechos debería transformarse en derecho y correr el eje de la discusión
quitándolo del terreno de la “defensa de la vida (de la mujer)” y la salud
pública. Para ser más claro: probablemente estas razones sean las que más
conmuevan a la sociedad y las que acaben siendo más persuasivas pero,
sinceramente, no creo que sean las más potentes. En este sentido, si bien, por
supuesto, no está exento de controversias, los que abogan por la legalización
quizás encontrarían un terreno argumentativo más sólido si trasladaran el
debate al terreno de un derecho que lo que busca es reguardar el valor de la
autonomía de las personas.
De hecho, si retomamos el fragmento de Thomson, una lectura posible de
ello es la de la reivindicación del derecho de, en este caso, las mujeres, a
disponer libremente de su cuerpo y a proyectar un plan de vida, características
que, claramente, un embrión, como tal, no posee. Esto, a su vez, dejaría a los
adversarios del debate prendidos de argumentos bastante débiles y arcaicos en
torno a las supuestas potencialidades de esa vida que se sumaría a la visión
tan frágil como conspirativa por la cual se afirma temerariamente que detrás de
todo esto hay un plan de Soros para despoblar la Argentina y traficar órganos
de embriones.
Enfocarse en la autonomía es un argumento liberal y quizás sea por eso
que los sectores de izquierda y del progresismo “nac and pop”, que hoy son los
principales impulsores del proyecto, se sientan incómodos y prefieran esgrimir
otras razones. Porque está claro que incomoda mucho a estos sectores aceptar
que están defendiendo un argumento liberal y que en muchos casos llevan como
banderas reivindicaciones que son liberales. Pero la incomodidad, las tensiones
y los complejos al interior de movimientos, partidos o corrientes ideológicas,
no parecen razones suficientes para despreciar un argumento sólido, provenga de
la tradición que provenga.
Quedará para otra
ocasión, en todo caso, revisar elementos que han aparecido en el debate pero
que lo trascienden. Por ejemplo aquella acusación que indica que se trata de
una agenda progre de clases medias/altas ilustradas y urbanas. Creo que es así
pero eso no invalidaría la reivindicación. En otras palabras, las ilustradas y
progresistas clases medias/altas urbanas tienen todo el derecho a llevar
adelante una agenda propia, máxime si se esgrimen buenas razones para
justificar que hay un derecho que la ley está negando. Ahora bien, por qué esas
clases medias/altas evitan asumir esa agenda como propia es un aspecto que,
insisto, trasciende la discusión sobre el aborto e incluso trasciende a la
Argentina. Es que, en general, pareciera que las agendas progresistas nunca
aceptan la agenda como una agenda de clase sino que siempre la llevan adelante en
nombre de sectores desaventajados o víctimas. Y aquí se dan enormes paradojas
porque hace años que todo se hace por, y en nombre de, los pobres pero cada vez
hay más y más pobres. Asimismo, en Argentina en particular todo tiene que
hacerse en nombre de Perón y de Evita y si las nuevas reivindicaciones no
encajan con los principios del peronismo pues entonces se cambian los
principios. En este sentido, se podría ser oficialista, defender la legalización
del aborto y sin embargo admitir que de la doctrina social de la Iglesia de la
cual abreva el peronismo no se sigue fácilmente una propuesta como ésta. Claro
que admitirlo generaría incomodidad y por eso se rechaza. Pero pareciera que
importa más el hecho de que se haga en nombre de Perón y Evita, y,
presuntamente, a favor de los pobres, que la solidez de la argumentación con el
fin de alcanzar un objetivo.
La Cámara de Senadores
tiene en sus manos la decisión y lo dicho aquí probablemente no sirva de nada.
Es que más allá de mejores y peores argumentos, o de discusiones metafísicas,
se tratará, al fin de cuentas, de una decisión política.
*Una versión preliminar de este artículo fue publicada en
2018 bajo el título “Argumentos equivocados para despenalizar el aborto”
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