Habiendo transcurrido ya más de cincuenta años de uno de los
episodios sociales y políticos más conmocionantes de la última mitad del siglo
XX, el mayo del 68 se encuentra presente como nunca. Efectivamente,
intelectuales de distintas tradiciones coinciden en que la configuración actual
del mundo no puede comprenderse sin profundizar en aquel conflicto que
paralizara la capital francesa. Sin embargo, cada vez empiezan a aparecer más
voces, por izquierda y por derecha, realizando lecturas críticas o al menos
fuera de la perspectiva estándar que entendía que allí comenzó una suerte de
revolución cultural de izquierda y anticapitalista cuya consecuencia sería la
hegemonía de un “marxismo cultural”.
Para ser estrictos, habría que decir que si bien existieron
voces críticas a lo largo de estos años, (véase, por ejemplo, el libro de Serge
Audier, El pensamiento anti-68. Ensayo
sobre los orígenes de una restauración intelectual), el clima de época y la
irrupción de una neoizquierda que lleva adelante la bandera de las políticas
identitarias, ha generado nuevas revisiones. Así, no necesariamente desde el
punto de vista reaccionario o conservador, son muchos los que advierten que el
mayo del 68 acabó siendo una revolución burguesa e individualista que significó
la sepultura de la clase social como sujeto político en detrimento de las
identidades múltiples que no encajaban en los patrones de la norma. En este
sentido, en los últimos años aparecieron dos libros que, a pesar de provenir de
tradiciones opuestas, coinciden en el diagnóstico. El primero pertenece a
Daniel Bernabé, fue publicado en 2018 y se llama La trampa de la diversidad. Allí, desde un enfoque de izquierda más
tradicional, el autor advierte que el mayo del 68 no pretendió ser una
revolución anticapitalista, más allá de la circunstancial presunta coincidencia
de intereses entre trabajadores y estudiantes. Se trató más bien de una disputa
generacional que apuntaba a quebrar definitivamente buena parte de los valores
de la sociedad de posguerra que ponían dique a un conjunto de ideas que
pugnaban por imponerse. La salida libertaria, entonces, fue una salida
individualista. Los sindicatos, como la familia, la religión y toda jerarquía,
eran estructuras e identidades que constituían un pasado con el que era preciso
acabar. La imaginación al poder no era la imaginación de una construcción
colectiva sino la del individuo hedonista. Según Bernabé, en la página 61 de la
tercera edición de Akal: “Las características insurreccionales de la juventud
europea y norteamericana no estaban enfocadas hacia unas reclamaciones
centradas en el ámbito laboral o de progreso social (…) La cuestión no era
lograr un mejor salario o más vacaciones (…) sino más bien vehicular
políticamente un descontento abstracto contra el proyecto de la modernidad”.
Otro aspecto que está presente en el texto de Bernabé es que
el 68 y los tumultuosos años sesenta en general dieron lugar a la juventud como
generación y como sujeto político en un mundo en el que de la infancia se
pasaba a la madurez sin transición alguna. Pero aquí, una vez más, podría
agregarse que esa irrupción que en Europa y en Latinoamérica incluso llevó a la
lucha revolucionaria a muchos jóvenes, se transformó años después en decepción
o en sumisión a lo que ya aparecía como la aceleración de una nueva etapa del
capitalismo que se basaría, más que nunca, en la eliminación de todo tipo de
límite. Así, en una sociedad donde la juventud ya no es una edad sino una forma
de consumir que en tanto tal se puede ampliar hasta límites insospechados, se
hizo necesario, por un lado, el globalismo para acabar con las fronteras
nacionales y, por otro lado, fragmentar los reclamos en múltiples identidades
de las cuales se pueda entrar y salir a voluntad.
Pero les comentaba que el texto de Bernabé no es el único que
avanza en esta interpretación. Del otro lado del arco ideológico, desde una
perspectiva que podríamos denominar de un “populismo de derecha o conservador”,
Adriano Erriguel publica en 2020, a través de Homo Legens, Pensar lo que más les duele. En la página 36 de ese libro se puede
leer que “Mayo de 1968 inauguró una época inédita: la transgresión como dogma y
la rebeldía como nueva ortodoxia. Una “rebelocracia” –en palabras de Philippe
Muray- que exalta sus propias contradicciones, las comercializa y las fagocita.
Mercado global, domesticación festivista y educación para el consumo: los
signos definitivos de nuestra época. En este sentido mayo de 1968 fue una
revolución para acabar con todas las revoluciones”.
Tal como indicaba Bernabé, para Erriguel, la revolución para
acabar con las revoluciones hizo que el progresismo reemplazara al viejo
aparato comunista y a la clase trabajadora. Muchos creían que se trataba de la
revolución comunista y que estaba en juego la propiedad de los medios de
producción. Sin embargo, como indica Erriguel a través de Marcello Veneziani,
el 68 fue una revolución contra los padres y no contra los patrones; una
revolución que a su vez ya estaba prefijada por los valores americanos de los
años 60. Podría decirse, en este sentido, que Estados Unidos exportó su
revolución del siglo XX a París.
De la gran cantidad de bibliografía citada por Erriguel me
gustaría mencionar cuatro referencias que considero relevantes. En primer lugar,
Michel Clouscard, cercano al partido comunista francés, quien habría sido el
primero en analizar el mayo del 68 como contrarrevolución liberal y quien
arroja una clave de lectura que puede llegar hasta nuestros días. Es que como
se indica en la página 43 del texto citado, para Clouscard, el nuevo modelo de
consumo impulsado por el plan Marshall necesitaba “acelerar la ruina de los
antiguos valores burgueses e instaurar un modelo hedonista y permisivo. Solo
desde este prisma cabe entender la función auxiliar desempeñada por los
filósofos de cabecera del sesentayochismo: Marcuse y su ‘nuevo orden
libidinal”, Deleuze y sus ‘máquinas deseantes’, Foucault y su teoría de la
sexualidad. Todos ellos serían los animadores de un proceso cultural destinado
a presentar como revolucionario un modelo de consumismo transgresivo que, en el
fondo, sólo respondía al arribismo de las nuevas clases medias”.
La segunda referencia es Regis Debray, quien acompañara al
Che Guevara en su aventura en la selva boliviana y resulta insospechado de
“conservador”. Debray, en el año 78, afirma que el mayo del 68, antes que una
revolución, fue un ajuste del sistema. Y si de referencias que difícilmente
puedan verse como “de derechas” se trata, Erriguel trae aquel pasaje de Pier
Paolo Pasolini donde el italiano indica que entre los estudiantes burgueses e
individualistas del 68 y la policía, prefería a la policía porque ésta última
representa y está conformada por gente del pueblo.
La cuarta referencia, y no es casual que Erriguel lo mencione
varias veces, es central para comprender el recorrido de la degradación del
sujeto revolucionario del 68 hasta nuestros días. Hablo de la novela Las partículas elementales,
perteneciente a Michel Houellebecq. Allí se narra la historia de dos medio
hermanos atravesados por su relación con una madre abandónica que contando ya
largos 60 abriles nos muestra en qué se ha convertido la comunidad hippie en la
cual se ejercía el amor libre y la experimentación con sustancias psicodélicas
mientras se abrazaba sincréticamente elementos del hinduismo. Lejos de
cualquier revolución, aquella comunidad devino una institución donde se brindan
talleres New Age para grandes empresas y acaba funcionando como un espacio de
sexo casual para baby boomers que se
resisten al paso del tiempo.
Para concluir, digamos que si los diagnósticos de Bernabé y
Erriguel están en lo cierto existiría allí una base desde la cual seguir
reflexionando y un elemento para comprender la enorme confusión entre las derechas
y las izquierdas en la actualidad. ¿Qué triunfó entonces en el 68? ¿El
denominado “marxismo cultural”? ¿O el sujeto funcional a la etapa más feroz del
capitalismo? ¿Se trató de una revolución liberal que pocos advirtieron? ¿Fue la
revolución para que no haya más revoluciones, el verdadero fin de la historia?
Para Bernabé las políticas identitarias de la diversidad son una trampa para la
verdadera izquierda y para Erriguel el legado ideológico del 68 es hoy
transversal a la derecha y a la izquierda en un mundo en el cual la derecha le
compra a la izquierda sus políticas identitarias y su “cultura” de la
corrección política, y la izquierda le compra a la derecha su política
económica. Quién gana y quién pierde en esa transacción podemos discutirlo. Lo
que parece seguro es que la vida en sociedad no pasa por su mejor momento.
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