“Confianza” es la palabra. Todo el tiempo se dice que el
problema de la Argentina es la falta de confianza. Los economistas, aquellos
que creen que manejan una ciencia rigurosa, siempre culminan los análisis abrazándose
a su fe: “la confianza”. Que el orden económico y, con él, el político y el social
se manejen en base a la confianza es un problema pero es propio de estos
tiempos posmodernos donde la subjetividad y el “lo que a mí me parece” se ha
elevado a verdad indubitable. La confianza tiene grados y cada uno de nosotros
establece tácitamente distintas pruebas para alcanzarla. Hay gente más o menos abierta
a confiar en el otro por las razones que fueran. Buena parte del establishment no confía en este gobierno
por razones ideológicas. Entonces no es un problema de dinero. Se trata de
sectores que se hicieron millonarios con gobiernos peronistas pero “no
confían”. En realidad, simplemente, no les gusta el gobierno y, por supuesto,
exponen sus razones, algunas mejores que otras. El actual gobierno puede
garantizarle a ese sector más o menos negocios. Pero nunca podrá ganar su
confianza.
Los analistas parecen creer que es el establishment el único que necesita confianza o que finalmente la
confianza es una categoría económica. Se equivocan. Todos la necesitamos. De
hecho no hay comunidad posible sin ella. Buena parte de los que votaron a
Alberto también necesitan confianza no solo para invertir sino para abrazarse a
la esperanza de un cambio. Esto es, esperan que se cumpla el contrato electoral
y ahí aparece el problema porque no se está cumpliendo.
Elegir a Alberto en la fórmula, es decir, elegir a quien, de
alguna manera, era visto como un “traidor” a la causa kirchnerista, fue
paradójicamente un activo de Alberto. De hecho cada archivo de Alberto diciendo
cosas contrarias a las que algunos años después afirmaría en campaña, le sumaba
votos. No es que se valoraran sus contradicciones ni que se hiciera un culto a
la veleta. Lo que se valoraba era el arrepentimiento del kirchnerismo. Alberto
era la autocrítica de CFK. Entonces ya no se pedía que se votara a un presunto
traidor sino que lo que se pedía era que se votara una autocrítica: “Volver
mejores” era el mensaje y la síntesis. El punto es que en la medida en que las
expectativas de los votantes del FDT no se cumplan lo que emerge es la
desconfianza que no recae, naturalmente, sobre CFK sino sobre Alberto. La
confianza del votante duro de CFK para con ella se mantiene, en buena medida,
incólume. El punto es que cuando las cosas no funcionan como se esperaba
resurgen fantasmas. Así se piensa “el que ha traicionado una vez puede volver a
hacerlo” y entonces los ojos se posan sobre Alberto y se examina con quién se
reúne, a quién considera su amigo, si nombra más a Alfonsín que a Perón. Hace
poquito leía una nota de la analista de opinión pública, Shila Vilker, que
asimilaba a Alberto con ese personaje del comic de Batman llamado Harvey “dos
caras”, cuya principal característica es que puede hacer el bien o el mal por
razones azarosas y antes de tomar una decisión lanzaba la moneda al aire. Se
trataría así de una especie de naturaleza jánica que en su afán por complacer a
la mayoría en un consenso amplio puede acabar completamente desperfilado
habiendo hecho enojar a propios y extraños.
La pandemia no ayuda a darle una identidad al gobierno y
cuesta explicarle a un marciano qué tipo de gobierno tiene la Argentina. Para
ese diferencial de 10 o 15 puntos que votó al FDT por la presencia de Alberto,
esto es, por la autocrítica de CFK, la confianza se gana con bienestar
económico. No votaron la reforma agraria ni la patria grande. Tampoco les
alcanzaría con los avances en derechos civiles. No volvieron a votar a Macri
porque con él les fue mal. Votaron a Alberto porque consideraron que con él les
podía ir mejor. Y, como les decía, eso no está sucediendo, en parte por el
desastre de la pandemia; en parte por falta de pericia.
El sector de los incondicionales es distinto. Está vinculado
por la confianza ciega hacia el liderazgo de CFK. Si algo sale mal le echarán
la culpa a Alberto. Si en la actualidad putean lo hacen por lo bajo. Entienden
que un gobierno malo del oficialismo es preferible al mejor gobierno de la
oposición. En ese sector, la confianza tiene mucho de componente ideológico
también y en ese sentido el actual gobierno no aporta toda la claridad
necesaria. En realidad, seamos justos, la confusión ideológica no es propiedad
de este gobierno sino un signo de los tiempos. Pero en este punto se está dando
una situación particular: el antiperonismo ha hecho del peronismo una
caricatura para poder pelear con ese fantasma como quien pelea con un
espantapájaros. Pero a veces pareciera que el peronismo aceptase esa
caricaturización. Como si el caricaturizado decidiera mimetizarse con la
caricaturización. Y se levantan banderas confusas y no se entiende bien ya qué
se quiere defender. El artista plástico Daniel Santoro me comentaba en una
entrevista radial algunos días atrás que él consideraba que el peronismo viene
a ponerle sensatez al capitalismo. Creo que tiene razón. Que no lo entiendan
los antiperonistas es atendible. Pero que no lo entiendan muchos militantes del
actual gobierno preocupa. Ponerle límite a la usura es la forma en que debe
entenderse el “combatiendo al capital” que suena en la marcha. Es un límite al
capital. No anticapitalismo. Algo parecido sucede con el supuesto
enfrentamiento entre el peronismo y la clase media. Claro que hay mucha clase
media antiperonista, mucho medio pelo, etc. pero el peronismo, en tanto movimiento
policlasista, ha sido un gran creador de clase media, el que llevó adelante
políticas que derivaron objetivamente en una movilidad social ascendente y
hasta el día de hoy una buena parte de sus votantes son de clase media. ¿A qué
trasnochado moralista se le puede ocurrir que el peronismo acusará de traidores
a la patria a la familia que quiera irse de vacaciones una semana a Brasil? El
peronismo ofrece a sectores bajos y medios el consumo que las clases altas
pretenden en exclusividad. El peronismo no es anticonsumo. Es exceso de
consumo. Y es eso lo que molesta.
Por último, una vez más, podemos escuchar declaraciones de
aggiornados gorilas que dicen que el peronismo, que alguna vez representó a los
trabajadores, hoy representa a los que no trabajan, a los vagos. Como recurso
retórico es muy ingenioso pero, una vez más, el problema es que se lo crea el
propio oficialismo y acabe considerando que antes que crear trabajo lo que hay
que hacer es seguir repartiendo planes o asumiendo como propias todas las
causas perdidas y marginales habidas y por haber. En este revisionismo que
sepulta la historia para vivir en un presentismo que moraliza, con categorías
del presente, todo lo sucedido, dentro de poco nos van a decir que Perón era
vegano y si eso perjudica a Mc Donalds, o a los hermanos malos Etchvehere y Macri,
será la gran causa “popular” a militar en Twitter. Mientras tanto, no se habla
de “pueblo” para no ser acusados de populistas; no se habla de “explotación”
porque es una categoría marxista y es mejor que hoy cada uno se explote a sí
mismo; con 63% de pibes pobres se habla de “inclusión” sin incluir a los pobres.
De repente, peronismo es igual a Estado gigante y bobo como primera opción,
como respuesta a todo, cuando la tradición de la doctrina social de la Iglesia
de la cual abreva el peronismo explica que el Estado debe ser la última y no la
primera respuesta; que todo aquello que pueda ser resuelto por la organización
popular sin la intervención del Estado debe ser resuelto por la organización
popular.
Por cierto, con toda esta enumeración no intento exponer que
la salida está en el peronómetro o en un peronismo mítico y esencial, pues de
hecho el propio Perón hablaría de una actualización doctrinaria por la cual no
se pueden encarar los problemas del 2020 con las soluciones del 45 o el 49. Lo
que quiero decir es que estas grandes confusiones enmarcan la otra
“desconfianza”. Aquella que no es la de los mercados que van a desconfiar
siempre de este gobierno. Es la de esa mitad de la población que votó al oficialismo
y hoy tiene incertidumbre, esto es, una de las formas que adopta la cara
opuesta de la confianza. Una economía que empeora y una gestión deficitaria de
la pandemia generan desconfianza en el sector moderado que apoya al FDT. Y la
pretensión de amplios consensos que obliga a desperfilar ideológicamente al
gobierno genera desconfianza incluso en su ala más dura, aunque no lo admita.
Quizás sea, finalmente, un problema de confianza. Pero la única confianza que
está en juego no es la de los mercados.
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