Figuras de cartón en la tribuna; pelotas desinfectadas; goles
sin abrazos; canchas en las que los únicos gritos que se oyen provienen de
jugadores y técnicos; conferencias de prensa virtuales; hinchas alentando desde
sus casas a través de las pantallas de sus dispositivos. Así se juega al fútbol
en Alemania tras la paulatina apertura post pandemia y es de esperar que así se
juegue al fútbol por una buena cantidad de tiempo en todo el mundo.
Más allá de la sensación ambigua de, por un lado, la alegría de
ver rodar la pelota y, por el otro, la tristeza por ese entorno “sin testigos”,
me di cuenta que no tenía garantía de que ello que estaba viendo estuviera
sucediendo. ¿Qué tal si todo fuese una gran farsa, un gran montaje? Así,
comencé a pensar que quizás el partido no se estaba jugando y que lo que estaba
viendo era producto de un complejo sistema informático o que, simplemente, se
trataba de actores dispuestos allí para entretener a aquellos que todavía
seguimos en casa. Al fin de cuentas puede que el gigante Robert Lewandoski, el
número 9 del Bayern de Múnich, haya sido extraído de la mitología, que Cristiano
Ronaldo sea un héroe surgido de un comic
y que Lionel Messi no sea más que una invención de videojuego. Aun cuando
pudiera parecer algo delirante, mi fantasía no fue para nada original. De
hecho, ya en 1967, bajo el seudónimo de Bustos Domecq, los escritores Jorge
Luis Borges y Adolfo Bioy Casares publicaban un brevísimo texto llamado “Esse est percipi” donde planteaban algo
similar:
“—¿Cómo? ¿Usted cree todavía en la afición y en ídolos?
¿Dónde ha vivido, don Domecq? (…) No hay score ni cuadros ni partidos. Los
estadios ya son demoliciones que se caen a pedazos. Hoy todo pasa en la televisión
y en la radio. La falsa excitación de los locutores ¿nunca lo llevó a maliciar
que todo es patraña? El último partido de fútbol se jugó en esta capital el día
24 de junio del 37. Desde aquel preciso momento, el fútbol, al igual que la
vasta gama de los deportes, es un género dramático, a cargo de un solo hombre
en una cabina o de actores con camiseta ante el cameraman.
—Señor, ¿quién inventó la cosa? —atiné a preguntar. —Nadie lo
sabe. Tanto valdría pesquisar a quién se le ocurrieron primero las inauguraciones
de escuelas y las visitas fastuosas de testas coronadas. Son cosas que no
existen fuera de los estudios de grabación y de las redacciones. Convénzase
Domecq, la publicidad masiva es la contramarca de los tiempos modernos. —¿Y la
conquista del espacio? —gemí. —Es un programa foráneo, una coproducción yanqui-soviética.
Un laudable adelanto, no lo neguemos, del espectáculo cientificista”.
El título del cuento, “Esse
est percipi”, hace referencia a una frase que resume el complejo
pensamiento filosófico del obispo británico George Berkeley (1685-1753). Me
refiero a lo que se denomina “empirismo idealista y subjetivista”, aunque
cueste pensar que esta conjunción fuera posible. La frase suele traducirse por
“Ser es ser percibido” y con alguna imprecisión podríamos intentar explicarla
afirmando que, para Berkeley, aquello que denominamos “realidad” depende de la
percepción del sujeto. No existe algo así como una realidad objetiva, todo
depende del sujeto que la percibe tal como lo demostraría que, por ejemplo, un
mismo chocolate pueda resultar rico o desagradable para dos sujetos distintos o
un mismo pedazo de tela pueda parecer verde para X y azul para Z.
Llevado al ejemplo del fútbol, lo que Borges y Bioy parecen
querer decirnos es que somos los hinchas con nuestra carga subjetiva los que,
en algún sentido, estamos sosteniendo esta ficción del fútbol. Es nuestra
percepción la que le da entidad a esta gran fantasía creada en estudios de TV o
en la voz de relatores.
Naturalmente, el pensamiento de Berkeley es bastante más
complejo pero como a Borges le interesa la creación literaria y no la
rigurosidad exegética en este caso, lo vuelve a usar en un cuento llamado “TLÖN,
UQBAR, ORBIS TERTIUS”. Allí Borges crea un mundo en el cual la realidad se
comporta según el modelo berkeleyano tal como lo entiende el autor argentino.
Esto quiere decir que si, por ejemplo, una única persona estuviera frente a una
silla pero cerrase los ojos y dejara de percibirla, la silla desaparecería.
Borges lo dice mucho más bonito que yo en el siguiente párrafo:
[Hablando de lo que sucede en el mundo berkeleyano]: “Es
clásico el ejemplo de un umbral que perduró mientras lo visitaba un mendigo y
que se perdió de vista a su muerte. A veces unos pájaros, un caballo, han
salvado las ruinas de un anfiteatro”.
Visto así, Berkeley parece mucho más prolífico para la
literatura fantástica que para la filosofía. Sin embargo, como les indicaba, su
pensamiento es algo más complejo y si bien no es este el espacio para
desarrollarlo, merece algunas aclaraciones. En todo caso, supongo que la
pregunta que le surge al lector es cómo hace Berkeley para evitar caer en un
subjetivismo total, en un relativismo burdo por el cual habría tantos mundos
como personas percibiendo. La pregunta viene al caso porque si Berkeley
aceptase esa derivación de su teoría, se hubiera transformado hoy en el ícono
de esta posmodernidad líquida que niega cualquier base estable o dada, llámese
realidad, base empírica o biología.
Si bien hay una serie de pasos intermedios, el último garante
de la estabilidad del mundo, el factor decisivo para no caer en un relativismo
total, es Dios. Volviendo a la metáfora anterior, el Dios de Berkeley es un
Dios que no parpadea y que percibe la realidad sin discontinuidad. Él permite
que la silla siga existiendo si cerramos los ojos y Él es el que salvaría el
umbral y el anfiteatro en caso de que el mendigo o el caballo partieran. Lo que
existe, existe en la medida en que alguien lo percibe pero el que está
percibiendo continuamente es Dios, de lo cual se sigue que el mundo continuará existiendo
de manera estable y objetiva aun cuando todos los humanos perezcamos. Como
cierre para un sistema filosófico deja mucho que desear. Por ello, en todo
caso, Berkeley es recordado más por su énfasis en la labor activa del sujeto al
momento de relacionarse con la realidad que por ese Dios que no parpadea y que
hizo entrar por la ventana para evitar el relativismo y/o un sujeto que no
pueda distinguir la realidad externa de los delirios de su conciencia.
En todo caso, a favor del obispo, su interés estaba en
indagar cómo conocemos el mundo para, desde allí, tener herramientas con las
que distinguir la realidad de la ficción. Se trata de una problemática que ya
estaba en la célebre caverna de Platón, que atraviesa la irrupción del sujeto
de la modernidad y el giro lingüístico, y que llega hasta estos días en que
nuestra relación con el afuera está siempre mediado por pantallas.
Pues entonces, ¿existirá Lewandoski? ¿Vuelve la liga
española? ¿Los hinchas que alientan al Paris Saint Germain son de cartón? ¿El
Liverpool es un equipo real o una creación artificial para humillar al resto? ¿Que
la Juventus siempre salga campeón es un error en “la matrix”?
No tengo respuestas y ahora que lo pienso bien, no solo el
fútbol sino quizás todos nosotros somos una gran ficción; incluso puede que lo
único existente sean los jugadores de fútbol mientras las pandemias, los
conflictos, los gobiernos sean una ficción. Puede que usted y yo, que el mundo
entero sea simplemente el sueño, o la pesadilla, de un sólo hombre llamado
Cristiano Ronaldo; puede que toda nuestra existencia se encuentre a merced del
día en que Messi (o Maradona) decidan parpadear.
No hay comentarios:
Publicar un comentario