Es difícil e inútil
intentar caracterizar de una única manera un determinado tiempo histórico pero
no se falta a la verdad si afirmamos que el problema de la representación está
en el centro de las principales controversias que hoy atraviesan los debates públicos.
Si bien puede que haya sido así a lo largo de toda la historia de Occidente, o
al menos desde que se abandonó la democracia directa, lo cierto es que la gran
mayoría de los conflictos parecen estar vinculados a que buena parte de la
ciudadanía no se siente representada ni por los políticos ni por el resto de
las instituciones que conforman sociedades complejas como las actuales. Cada
país y cada comunidad tiene sus propias reglas, su historia y sus tensiones
pero la sensación es que las reivindicaciones y exigencias cada vez más
fragmentadas y específicas desbordan cualquier modelo y hacen que ninguna organización social
pueda sustraerle a sus miembros el sentimiento de no sentirse representados.
No tenemos aquí el
espacio suficiente para realizar un rastreo conceptual de todas las discusiones
que se han dado en torno a la noción de representación ni de las distintas
soluciones históricas que se han brindado pero en términos generales cualquiera
podrá entender que si no es uno mismo el que se presenta o representa, el hecho
de delegar esa voluntad en un tercero admite la posibilidad de que ese tercero,
finalmente, acabe defraudando nuestras expectativas. Eso es lo que sucede
cuando, por ejemplo, votamos a un político para que nos represente en función
de sus promesas de campaña y luego, al obtener la representación, su accionar
dista mucho de lo que había prometido.
La situación es
problemática porque en países con millones de personas es imposible
logísticamente que cada uno de nosotros tenga voz y voto para cada una de las
decisiones que toma un gobierno. De aquí que los países busquen generar
mecanismos de participación más o menos directa de la ciudadanía o, en todo
caso, mecanismos que permitan que la voluntad popular se sustancie atravesando
la menor cantidad de filtros posible.
Pero si de filtros
hablamos, justamente, tenemos que pensar que la noción de representación
moderna, especialmente en su tradición liberal/republicana, buscaba justamente
eso, esto es, filtrar la voluntad popular a través de representantes que, con
un dejo claramente aristocrático, sabrían mejor que el propio pueblo lo que es
bueno para el pueblo. Dicho de otra manera, el representante recibiría una
suerte de mandato popular pero también gozaría de un cierto espacio de libertad
para, enfrentado a una situación x,
tomar una decisión, aun cuando ésta sea percibida como “negativa” por el propio
pueblo que le había otorgado aquel mandato.
Para ilustrar este punto podemos remitir al clásico libro El Federalista, texto fundamental para
la constitución de los Estados Unidos, donde James Madison, hablando de la
importancia del Colegio Electoral, afirma que ese sistema permite a los
representantes “refinar y elevar las opiniones
públicas, haciéndolas pasar a través de un cuerpo elegido de ciudadanos, cuya
sabiduría sea la que mejor pueda discernir el verdadero interés de su patria, y
cuyo patriotismo y amor a la justicia difícilmente sacrificarían por
consideraciones temporales o parciales”.
En este mismo sentido, y para eludir la
presión de las facciones, otra mediación clave que se expone en El Federalista es la de constituir distritos
electorales amplios y periodos largos de cumplimiento de los mandatos en el
Congreso para que “hicieran al cuerpo más estable en su política y más capaz de
contener las corrientes populares que tomaran una dirección equivocada, hasta
que la razón y la justicia recuperaran su ascendiente”. Esta necesidad de mayor
estabilidad es la que hace que, para escándalo de muchos republicanos actuales,
los autores de El Federalista brinden
interesantísimas razones para justificar, por ejemplo, la reelección indefinida
del cargo de presidente.
Con todo, y volviendo
a la cuestión general de la representación, decíamos que el espacio de libertad
del que todo representante debe gozar es el que hace que algunos de los
representados acuse de traiciones varias al representante en cuestión dado que
muchas veces el elegido toma decisiones que van a contramano del mandato o al,
menos, van a contramano de lo que alguno de sus votantes consideraba que era un
mandato.
Ahora bien, como dejé
entrever anteriormente, hay distintas modalidades a través de las cuales los
sistemas de representación intentan garantizar que la voluntad popular no acabe
diluyéndose en la infinita cantidad de mediaciones existentes. Sin embargo, en
la actualidad, pareciera que estos canales no alcanzaran y comenzaran a
imponerse legislaciones que van a contramano de los valores de universalidad de
la representación. El argumento es, en parte, atendible, y viene de la mano de
la nueva ola de políticas identitarias que denuncian a las democracias modernas
representativas de haberse transformado en un sistema cuyo diseño acaba
favoreciendo a determinados sectores de la sociedad, esto es, los ricos, los
poderosos, los varones, los blancos, los heterosexuales, los que profesan la
creencia mayoritaria, etc. Se afirma que esto sucede porque en general los
representantes son ricos, poderoso, varones, etc. de lo cual se sigue que el
modo de acabar con esta representación que solo representa a un sector de la
sociedad sería establecer los mecanismos para que aquellos no representados
puedan tener un lugar de voz y voto. Una vez más, los mecanismos y las variantes
son casi infinitas pero en general se habla de políticas de discriminación
positiva que deriven en leyes de paridad, cupos o escaños reservados para lo
que cada país considere una minoría “oprimida” (lo que a la fecha suele equivaler
a “mujeres” o “minorías étnicas”).
Se supone, claro
está, que la representación funciona de manera especular y que, entonces, solo
un negro puede representar a los intereses de los negros, solo una mujer a los
intereses de la mujer y así se podría continuar incluyendo todo tipo de
identidad que alcance la suficiente capacidad de presión social como para
obtener un espacio.
Estos puntos de vista
basan sus exigencias en la evidencia de que las políticas de la modernidad,
ciegas a toda diferencia, no han sido capaces, en la práctica, de dar cuenta de
muchísimas reivindicaciones, en algunos casos de grupos o ciudadanos que, en su
conjunto, fueron considerados una minoría en términos cualitativos, esto es, en
tanto no eran parte de “la norma”. Sin embargo, un sistema que avance en esta
lógica de asignar espacios en función de determinadas identidades corre el
riesgo de generar otras inequidades además de trasladarnos a tiempos
premodernos de sociedades estamentales.
En primer lugar
porque siempre habrá controversia acerca de la lista de minorías que deben ser
representadas. ¿Por qué las mujeres sí y los negros no? ¿Por qué los negros sí
y los gays no? ¿Por qué los gays sí y los musulmanes no? ¿Por qué los musulmanes
sí y los discapacitados no? ¿Por qué los discapacitados sí y los indios de la
tribu x no? ¿Por qué los indios de la
tribu x sí y los indios de la tribu y no? Si la respuesta es “porque unos
son más relevantes que los otros socialmente”, o “porque unos tienen mayor
capacidad de lobby que los otros” le estamos haciendo flaco favor a las
minorías que a priori deseamos visibilizar. Además se generarían situaciones
indiscernibles para el caso de algún aspirante al cargo que poseyera más de una
de las identidades mencionadas. Esto es, ¿para qué grupo calificaría la persona
que fuera mujer, negra, homosexual, musulmana, discapacitada y miembro de una
tribu autóctona?
En segundo lugar, porque
aun cuando supongamos que la representación funciona como un espejo y que solo
puede representarnos aquel representante que “sea como nosotros”, ese “ser como
nosotros” siempre deja abierto un espacio de libertad/diferencia porque, al fin
de cuentas, el representante, por más que se nos parezca mucho, nunca es
exactamente idéntico a nosotros. Esto obedece a la obviedad de que ninguna
persona es igual a otra y a otra obviedad que suele pasarse por alto y es que
los grupos elegidos para que tengan representación nunca resultan homogéneos.
En Argentina, por ejemplo, se implementó una ley de paridad de género. Sin
embargo, una vez conformadas las listas, quedó en evidencia que muchas de las
mujeres seleccionadas no pertenecían al campo ideológico del feminismo que
había impulsado la ley de paridad. A partir de ahí existió una campaña en redes
sociales que exigía “feministas en las listas”. Se mostró así que ese “ser
igual a nosotros” no era, entonces, “ser mujer” sino, “ser feminista”, porque,
evidentemente no todas las mujeres son feministas.
Del mismo modo
podríamos pensar en infinidad de casos a lo largo del mundo donde el
representante de la minoría étnica finalmente acaba tomando decisiones que difieren
de los intereses de su minoría o se distancian de los intereses de una parte de
esa minoría. Y lo mismo sucedería si en algún momento se decidieran reservar
escaños o cupos para el colectivo LGBT, los discapacitados o cualquier grupo
que se considere minoría y entienda que su perspectiva solo podrá ser
representada en el parlamento por “uno de los propios”.
A propósito, y para
finalizar, permítanme la licencia de ilustrar el problema de la representación
especular a partir de un fragmento del libro de Jorge Luis Borges titulado El libro de los seres imaginarios.
Allí dedica un
fragmento a unos supuestos “Animales de los espejos” que referirían a la
legendaria época de un mítico Emperador Amarillo:
“En aquel tiempo, el
mundo de los espejos y el mundo de los hombres no estaban, como ahora,
incomunicados. Eran, además, muy diversos; no coincidían ni los seres ni los
colores ni las formas. Ambos reinos, el especular y el humano, vivían en paz;
se entraba y se salía por los espejos. Una noche, la gente del espejo invadió
la tierra. Su fuerza era grande, pero al cabo de sangrientas batallas las artes
mágicas del Emperador Amarillo prevalecieron. Éste rechazó a los invasores, los
encarceló en los espejos y les impuso la tarea de repetir, como en una especie
de sueño, todos los actos de los hombres. Los privó de su fuerza y de su figura
y los redujo a meros reflejos serviles. Un día, sin embargo, sacudirán ese
letargo mágico.
El primero que
despertará será el Pez. En el fondo del espejo percibiremos una línea muy tenue
y el color de esa línea será un color no parecido a ningún otro. Después, irán
despertando las otras formas. Gradualmente diferirán de nosotros, gradualmente
no nos imitarán. Romperán las barreras de vidrio o de metal y esta vez no serán
vencidas”.
Este fragmento de
Borges nos muestra que aun cuando pueda haber buenas intenciones, avanzar hacia
un tipo de representación especular no garantiza que se vean representadas las
minorías que en la representación moderna ciega a las diferencias estuvieron,
en parte, silenciadas. Porque la lógica de pretender representar todas las
identidades en sí mismas lleva a un infinito que deviene absurdo y porque podremos,
como el Emperador Amarillo, forzar a los representantes y obligarlos a acatar
nuestra voluntad pero será una victoria pírrica. Es que aun en los grupos que
se presentan como homogéneos, la heterogeneidad ha irrumpido. La diversidad
existe también al interior de los grupos diversos y pretender representarla
llevaría a negar la propia idea de representación porque la atomización es tal
que la única manera de que se garantice nuestra voluntad sería participando de
forma directa. Y esto resulta imposible en términos prácticos.
Así, pretendemos que
el espejo represente nuestra voluntad, pero nuestra voluntad ya está
fragmentada, ya está completamente rota. Como el espejo, ése al que todavía, y
de manera ingenua, le exigimos que nos imite y se comporte como nosotros
queremos.