Casi
al estilo de esos programas televisivos de preguntas y respuestas, algunos días
atrás, alguien me proponía un juego: ¿a que no adivinas quién pronunció este
fragmento? Y el fragmento en cuestión era el siguiente: “Un ciudadano (…) no
abandona los asuntos públicos para ocuparse solo de su casa, y hasta aquellos
de entre nosotros que tienen grandes negocios están también al corriente de las
cosas de gobierno. Miramos al que rehúye el ocuparse de la política, no como
una persona indiferente, sino como un ciudadano peligroso […]. Es opinión
nuestra que el peligro no está en la discusión, sino en la ignorancia; porque
nosotros tenemos como facultad especial la de pensar antes de obrar”.
Reconozco
que al mirar ese tipo de programas y jugar desde casa, nunca me destaqué. Si a
esto le sumo una mala memoria para las frases, el juego estaba casi perdido
pero la suerte y algo de deducción estaban de mi lado. Respecto de esta última,
estaba claro que solo en la antigüedad podría considerarse peligroso a alguien
que fuera indiferente a la política. A esa mínima orientación le siguió un vago
recuerdo de haber utilizado ese fragmento en un libro y efectivamente era así.
Se trata de un pasaje adjudicado a Pericles en algún momento de su gobierno de
Atenas y veinticinco siglos después nos resulta sorprendente porque, para un
antiguo, apartarse de la cosa pública implicaba renunciar a formar parte del
derecho a tomar las decisiones como miembro de la comunidad.
Pero
si bien naturalmente, en Atenas, la mayoría buscaba ser reconocido como
ciudadano, también es verdad que existían hombres que preferían ocuparse
enteramente de sus asuntos privados. A ellos se los definía con un término
preciso bien conocido por nosotros. Eran “idiotas”. Sí, el prefijo “idio” que
compone muchísimas de las palabras que utilizamos y designa a “lo propio”,
permite comprender que el idiota en Atenas era aquel que estaba metido en sus
propios asuntos. Con el correr de los siglos, el sentido peyorativo del término
se sostuvo pero su significando se fue modificando y hoy lo concebimos como
sinónimo de alguien con poca inteligencia. De aquí que en pleno siglo XXI difícilmente
llamemos “idiota” a quien anda en sus propios asuntos o se desliga de lo
público. Más bien, todo lo contrario: es tonto el que se ocupa de lo público y
astuto y exitoso (a veces) el que solo se ocupa de sí mismo.
Pero
a este fenómeno que es el corolario de varios siglos de florecimiento de
concepciones individualistas que en casos extremos tienen aversión a todo
aquello vinculado al Estado, debemos agregarle una novedad que no ha irrumpido
de repente pero se viene repitiendo con más asiduidad en los últimos años. Me
refiero al hecho de que además de haber dejado de considerar un peligro a aquel
que se desliga de lo público, hoy no solo lo celebramos sino que consideramos
que ese individuo es la persona indicada para la administración de lo público.
Basándose en toda una serie de premisas y analogías falsas, como aquella que
afirma que un empresario exitoso tendrá éxito administrando un país, buena
parte de las sociedades del mundo, por distintas razones, están eligiendo
“idiotas” en el sentido clásico del término, para que administren lo que es de
todos. A este fenómeno lo he bautizado “democracias idiotas” y, por supuesto,
no tiene que ver con que la ciudadanía se haya vuelto imbécil de repente. Con
todo, no deja de sorprender cómo grandes mayorías consideran que los mejores
administradores de lo común pueden ser hombres y mujeres que muchas veces
abiertamente expresan un desprecio por aquello que es común y que hacen campaña
prometiendo la reducción a su mínima expresión de lo que es de todos.
Lo
cierto es que los que votan idiotas celebran cuando el idiota rebaja impuestos
pero luego se molestan cuando el Estado, al que consideran, por definición,
corrupto, no les da la cobertura que dicen merecer. Así, el ciudadano que vota
idiotas exige que el Estado no se entrometa pero también quiere educación y
atención médica públicas de calidad, no ver pobres en las esquinas, cobijar
extranjeros, pasear seguro por el barrio y jubilarse pronto con una asignación
que le permita vivir de turista sus últimos años. Y el gobernante idiota, por
su parte, cuando nota que gobernar un país no es gobernar una casa ni una
empresa, no revisa su modelo sino que, como suele pasar, se molesta con el
país, con sus ciudadanos y, sobre todo, con la realidad. Se puede apreciar,
entonces, que resultan bastante conflictivas las democracias idiotas, más por
idiotas que por democráticas.
Con
todo, quiero hacer un último señalamiento a modo de resumen y como corolario. Y
no se trata de un mero juego de palabras. Es que si se observa bien, en la
antigüedad, como indicaba Pericles, la indiferencia del idiota era peligrosa y
naturalmente ninguna mayoría lo elegiría para administrar la cosa pública. En
la actualidad, en cambio, la situación es inversa y se dan dos fenómenos que
unidos son peligrosos: por un lado, las grandes mayorías eligen idiotas para
que los gobiernen y, por otro lado, a esos idiotas lo público ya no les resulta
indiferente.
Excelente!
ResponderEliminar