Como viene sucediendo los últimos
años, a punto de comenzar el mes de marzo, los gobiernos deben enfrentar la
paritaria más difícil. Me refiero a la paritaria de los maestros y, en
particular, la de los maestros de la Provincia de Buenos Aires. Ahora bien, más
allá de que el número de la inflación ofrecido por las estadísticas oficiales
durante el kirchnerismo no fueron creíbles desde que se intervino el INDEC, lo
cierto es que aun los análisis privados reconocen que las paritarias nunca
perdieron contra la inflación y que, en el peor de los casos, algunos años la
empataron. Pero en 2017 la situación es dramáticamente distinta porque se
comienza a negociar con el antecedente de un año en el que los trabajadores
formales perdieron alrededor del 10% del poder adquisitivo. En este sentido,
resulta curioso el enorme retroceso porque el gobierno presenta, en el mejor de
los casos y como un gesto de generosidad, una cláusula gatillo que
automáticamente actualice según la inflación. Esto significa que el mejor
arreglo posible es el que iguale a la inflación lo cual es una forma elegante
de afirmar que estamos en el techo de la redistribución del ingreso y que
debemos celebrar que, por ser año eleccionario, nuestros sueldos no mejorarán
pero al menos no volverán a retrasarse como el año pasado.
Más allá de esta introducción,
quisiera hacer foco en una particular campaña ocurrida entre el jueves y el
viernes de la última semana a partir de la decisión, de los gremios de los
maestros, de realizar una huelga los días 6 y 7 de marzo. Se trata de un
elemento que resulta sintomático de la disputa cultural por el sentido. Como no
me canso de repetir, si bien el kichnerismo hizo de la “batalla cultural” una
bandera, es el actual gobierno el que parece decidido a brindarla a pasos
agigantados y con enorme éxito pues logró desempolvar ese sentido común liberal
y conservador que el kirchnerismo había logrado al menos sosegar por una
década. Así, uno de los capítulos más interesantes se dio cuando en las redes
sociales, gracias a una estrategia comunicacional de lo que suele conocerse
como el “Troll center” de Marcos Peña, esto es, un grupo de twitteros pagos que
coordinadamente se ocupan de instalar agendas y, por qué no, también infamias,
la categoría más mencionada fue #VoluntarioDocenteNoAlParo
Todo habría comenzado con un
señor que se ofrecía a dar clases gratuitas para que, a pesar de la ausencia de
maestros, los chicos puedan ir a la escuela. Más allá de que luego se comprobó
que ese señor no era un señor cualquiera sino un militante PRO que dio charlas
en locales partidarios y que fue parte del Batallón 601 de inteligencia del
Ejército, la conjunción de acción coordenada más la ingenuidad de algunas almas
bellas hizo que, como suele ocurrir con estas operaciones, los medios
tradicionales replicaran y así se diera la retroalimentación perfecta en la
cual un montón de zonzos opinan y así logran lo que los instaladores de agenda
pretenden, esto es, que, aun para criticar, se hable del tema.
Se podría hacer un comentario sobre
los “rompehuelgas”, aquellos denominados “carneros”, o incluso seguir
machacando en el modo en que se instalan determinadas agendas, pero me interesa
volver sobre el término “voluntario” porque es un término central en la
ideología PRO. Desde mi punto de vista, es tan esencial que es el elegido para
disputar sentido contra el término militante. Sin caer en etimologías, la
decisión de hacer énfasis en un presunto voluntariado busca trazar límites
claros respecto a la experiencia kirchnerista. ¿Por qué? Porque el voluntario es
presentado como un ente individual que expresa una racionalidad que guía su
voluntad; un hombre libre que elige sin bandería política y desinteresadamente;
un ciudadano (del mundo) capaz de suspender el goce de su esfera privada para
otorgarle a la comunidad, una ayuda que, por definición, es siempre acotada. Y
por sobre todo, el voluntario es blanquito y de clase media y media alta
dispuesto a ofrecer su voluntad al necesitado que es morocho y pobre. Presentado
así el voluntario es la antítesis del militante expresado, claro, desde el
punto de vista de aquellos que desprecian la militancia. Desde esta
perspectiva, el militante no tiene voluntad porque su individualidad ha sido
absorbida por la ideología o, lo que es peor, por un liderazgo carismático; el
militante no es un hombre libre porque tiene una obediencia debida para con su
líder y se entrega por completo a su causa algo que, por resultarle inaudito al
voluntario, es siempre sospechado de de acto ignorante o prebendario. En este
sentido, no se dice que el militante tiene Unidad Básica porque necesita
pensarse territorialmente sino que se lo acusa de establecer relaciones
clientelares al tiempo que ensalza al voluntario, esto es, aquel que no tiene
espacio físico y solo cede a cuenta gotas algo de su tiempo en el territorio de
los “otros”, los no voluntarios o aquellos cuya voluntad habría sido cooptada
por los que lucran con su necesidad.
Sin embargo, lo que esta
presentación grosera y viciada con todos los prejuicios que hemos sabido
conseguir omite, es que el contraste para nada sutil entre unos y otros radica
en que el militante busca transformar y en esa transformación expone la tensión
de un equilibrio de fuerzas que el voluntario no problematiza. De aquí que este
último no busque transformar sino mantener lo que hay. Lo digo de otra manera:
no pretendo hacer aquí una defensa cerrada de la militancia y quienes siguen
mis columnas sabrán que he llamado la atención respecto de verticalismos,
burocracias, vicios, posiciones acríticas y un déficit formativo alarmante
incluso en los espacios con los que me siento más identificado; menos aún estas
palabras pretender ofender a quien voluntariamente y de buena fe ayuda a un
desvalido, pero incluso aun cuando muchas veces la acción de unos y otros puede
solaparse, debemos poder identificar la diferencia entre quien lleva ropa a los
pobres y es solidario con ellos y el que lleva ropa a los pobres, es solidario
y además se pregunta por qué son pobres y qué hacer para que dejen de serlo.