Se suele repetir en tono de broma
que, para conocer el Partenón, antes que ir a Atenas es conveniente ir al Museo
Británico de Londres. Y algo de razón hay si tomamos en cuenta que allí se
encuentran, entre otros tantos objetos, quince metopas, diecisiete estatuas
procedentes de los frontones, y setenta y cinco de los ciento sesenta metros
que medía el friso del Partenón en su totalidad. Parece demasiado. Y lo es.
Este hecho no resulta risueño
para las autoridades griegas que llevan casi dos siglos reclamando la
devolución de los mármoles y recibiendo evasivas de parte de las autoridades
inglesas hasta el día de hoy, y fue lo que impulsó a la italiana, Andrea
Marcolongo, licenciada en Letras Clásicas, a escribir su nuevo libro: Desplazar la luna. Mi noche en el Museo de la Acrópolis. Evidentemente, a los ingleses
se les reclaman todavía muchas cosas además de Gibraltar y Las Malvinas.
El título del libro tiene que ver
con la curiosa experiencia utilizada como disparador: tras una inagotable
insistencia, Marcolongo logró el permiso del Museo de la Acrópolis para pasar
una noche de luna menguante allí, completamente sola, rodeada de los objetos y,
sobre todo, de las ausencias que decoran este museo inaugurado en 2009 para
demostrar que Atenas contaba con un edificio adecuado para exhibir semejantes
tesoros.
Llevó una cama de camping, un
saco de dormir, una linterna y una edición de la biografía de lord Elgin, el
protagonista principal de toda esta historia, el “saqueador”, cuyo verdadero
nombre era Thomas Bruce, undécimo conde de Kincardineshire, nombrado en
noviembre de 1798 embajador extraordinario y ministro plenipotenciario de Su
Majestad Británica ante la Sublime Puerta de Selim III, sultán de Turquía; “Elgin”,
a secas, para los amigos; “Eggy” para su mujer, aquella que lo abandonaría
cuando la maldición de los mármoles ya estuviera desatada.
“Llevaos todo lo que podáis. No
perdáis la menor ocasión de saquear en Atenas y sus alrededores todo lo que
pueda ser saqueado. No perdonéis a nadie, ni vivo ni muerto”, decía en una
carta desde Constantinopla, el gran rival de lord Elgin, el conde
Choiseul-Gouffier (embajador de Francia en el imperio otomano entre 1784 y
1792) a su asistente Fauvel, representando el mismo espíritu que embargaría a
nuestro protagonista en esta disputa imperial entre Francia e Inglaterra. Pero
sería demasiado tarde: lord Elgin le había ganado de mano y se había llevado lo
más importante. Aquella anticipación es la que explica que el Louvre solo posea
una metopa y una parte menor del friso del Partenón.
A propósito, el destino de los
mármoles estuvo determinado por el retiro de los franceses de Egipto, algo
enormemente celebrado por las autoridades del imperio otomano, el mismo que
ocupaba Grecia en aquella época.
De hecho, como señal de
agradecimiento, a solo tres semanas del retiro de las tropas de Napoleón, la
corte del Sultán le otorga a lord Elgin el permiso, jamás otorgado hasta ese
momento, de poder acceder hasta lo más alto de la Acrópolis.
El pedido original tenía que ver
con una pretensión artística: lord Elgin consideraba que sería provechoso para
Inglaterra adoptar el modelo del arte griego y, para ello, había llevado en su
delegación a artistas y arqueólogos como había hecho Napoleón en Egipto. En
principio, entonces, la idea no era llevarse nada. Solo un poquito de “batalla
cultural” y quizás algo de esnobismo estético.
Pero el escenario era propicio no
solo por la euforia de los turcos sino porque las autoridades del imperio no les
asignaban mayor valor a esos monumentos. Pues, tal como recuerda Marcolongo, el
Erecteón se había transformado en un polvorín, el templo de Hefesto era una
iglesia, la Torre de los Vientos había pasado a ser el cuartel general de los
derviches y, el Partenón, una mezquita con cañones para atemorizar enemigos.
Es más, durante el siglo XVIII
comenzó un incipiente turismo cultural de europeos cultos que pagaban lo que
fuera por llevarse algún objeto, a tal punto que las mismas autoridades
otomanas, algunos aventureros y otros tantos ladronzuelos, solían romper los
monumentos para luego vender los pedazos a manera de suvenires más o menos
transportables. De aquí que, de vez en cuando, aparezca en algún museo con
procedencia desconocida un pie de Atenea, un dedo de Zeus, la impronta de un
centauro o la lascivia de un fauno.
Legalmente hablando, y aunque
resulte insólito esto sigue siendo un punto relevante en la discusión actual, lord
Elgin logra un firmán, esto es, un documento oficial que le permite a sus
enviados algo más que subir al Partenón para hacer modelos y dibujos. De hecho,
una ambigüedad del texto es la que abre una interpretación por la cual se le
estaría delegando además la posibilidad de llevarse todo lo que pudiese
descubrir en futuras excavaciones como así también, y esto es lo más
escandaloso, todo lo ya descubierto. A buen entendedor, era un documento que le
daba vía libre para un verdadero saqueo.
Las crónicas de la época son
estremecedoras. Por ejemplo, quisieron desmantelar el Erecteón adornado por las
cariátides para volver a montarlo en Londres, pero, como ningún barco aguantaba
semejante peso, rompieron el templo y solo se llevaron a una de ellas. Esa
dificultad logística aplicaba para buena parte de los mármoles extraídos de
modo que los operarios de lord Elgin no tuvieron mejor idea que, en muchos
casos, partir los bloques en varios pedazos.
Sin embargo, todo esto tendría un
costo personal altísimo para nuestro protagonista, no solo económico. De aquí
que se pueda hablar de una “maldición de Atenea” o de “Minerva”, a decir de
Lord Byron. Es que en 1803 y 1804, lord Elgin es arrestado dos veces en
Francia, pierde un hijo y su mujer se va con un amante. En ese lapso, a su vez,
llegan los mármoles a Londres en unos cincuenta cajones, pero como a nadie le
interesan, son recogidos por su madre y arrumbados en un jardín cerca de
Westminster durante tres años. En 1806, al regresar a Londres, lord Elgin no
obtuvo reconocimiento alguno por su labor en Constantinopla y perdió su escaño
en la Cámara de los Lores, aunque la posesión de los mármoles podía funcionar
como consuelo. Sin embargo, su situación económica era delicada tras haber
sostenido de su bolsillo a los artistas y operarios de su delegación y, como si
esto fuera poco, se vio afectado por una extraña enfermedad que le desfiguró el
rostro. Las diosas no existen, pero que las hay, las hay.
A pesar de que finalmente consiguió
alquilar una casa de unos doscientos metros cuadrados y que, después de varios
meses, pudo desembalar los mármoles para convivir con ellos en completa
soledad, la diosa debía jugar una última carta en la propia Inglaterra y a
través del gran poeta inglés, el ya mencionado Lord Byron, quien, en La maldición de Minerva, aquel libro
producto de su primer viaje a Atenas allá por 1811, afirmaría lo siguiente:
“Que sin una sola chispa de fuego
inteligente, sean todos sus hijos [los de lord Elgin] tan ineptos como su
progenitor (…) En cuanto a él [lord Elgin], que siga parloteando con sus
artistas mercenarios y que los elogios de la locura compensen el aborrecimiento
de la sabiduría. Que esos aduladores celebren largo tiempo el buen gusto de su
amo, cuyo gusto más noble por naturaleza es…vender. Vender y hacer que el
Estado (…) sea el receptor de su rapiña”.
Los textos de Byron circularon
por toda Europa acabando con la mínima reputación que pretendía conservar “Eggy”.
Para finalizar, ahogado por las
deudas, se ve obligado a vender los mármoles al Estado británico no sin antes
pasar por una comisión investigadora frente a la cual debió defenderse y
explicar la forma en que adquirió los mismos. Si bien salió indemne del proceso
y la comisión entendió que la adquisición había sido legal, el precio
determinado fue de apenas 35.000 libras, un precio irrisorio que lord Elgin se
vio obligado a aceptar. Luego, el Parlamento votó la transferencia de los
mármoles al Estado y desde aquel momento se encuentran en el Museo Británico.
Lord Elgin acabo exiliado en
Francia, solo y en la miseria total. Murió en 1841. Durante 30 años sus hijos se
encargaron de las deudas que supusieron la obtención de los mármoles. Como
diría la propia Marcolongo, toda una verdadera tragedia griega.
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