En este ejercicio de polémicas baladíes
al que fácilmente nos hemos acostumbrado, la llegada del nuevo año nos distrajo
con la controversia sobre el rey mago pintado de negro y los saludos de Abascal
y Belarra: el primero deseando felicidades a “casi todos”, y la segunda
hablando del “genocidio en Gaza” como recordatorio de que la militancia no se
relaja ni en un brindis.
Sin embargo, solo algunos se detuvieron
en el saludo que Yolanda Díaz había expresado en la red X a propósito de la
navidad, y que fuera replicado por la cuenta de Sumar, en la misma red social,
el primero de enero: “Que todos vuestros buenos deseos se conviertan en
derechos”. Lo que a priori podría parecer una declaración de compromiso,
encierra toda una definición cuyo análisis quisiera desarrollar a continuación.
A simple vista, lo primero que
cabe preguntar es quién determina cuáles son los “buenos” deseos que merecen
transformarse en derechos. ¿La amnistía cuenta como uno de ellos?
Con todo, aun si dejamos de lado
ese detalle no menor, surgen rápidamente otros elementos más de fondo y que ya
hemos naturalizado. Por lo pronto, toda la retórica de “los derechos” abrazada
por la progresía bajo la suposición de que la obligación de los gobiernos es
ampliarlos y que esa ampliación solo es posible con el Estado como
intermediario.
Aun cuando sea un lugar común,
gobiernos que solo hablan de derechos, pero nunca de obligaciones, parecen ser
los indicados para dirigir sociedades infantilizadas con discursos victimistas
que, en muchos casos, pelean contra fantasmas; sociedades demandantes e
insatisfechas a las que se les hace creer que el progreso equivale a una
carrera infinita por establecer, como problemáticas de interés público,
conflictos personales o de grupos cada vez más minoritarios. Tal es la
internalización de esta dinámica que los tecnócratas sociales de la progresía
que crece abrazada al Estado, creen tener como función paralela a la protocolización
de la vida, el crear conflictos nuevos antes que dar respuesta a los vigentes.
El burócrata social realiza así
un trabajo enormemente creativo: por un lado, debe inventar una maraña de
reglamentaciones para complejizar las soluciones que ya se mostraron eficaces
con los problemas existentes; y, por otro lado, debe imaginar problemas
inexistentes para soluciones predeterminadas tanto ideológica como
presupuestariamente. Algo así como “tenemos la solución y el dinero. Ahora solo
nos falta crear el problema”.
Asimismo, la frase de Yolanda Díaz
recuerda una clásica sentencia de Eva Perón que se ha transformado en bandera
del movimiento peronista en la Argentina: “Donde hay una necesidad, nace un
derecho”. Sin embargo, más allá de la discusión que pueda darse sobre tal
afirmación, nótese que, en todo caso, la referencia a la necesidad planteaba
algo del orden objetivo, una carencia que, además, aparecía como una falta que
no obedecía a un drama individual sino a una problemática colectiva.
“Necesidad”, en este sentido, era comer, tener una casa, educación, salud, que
las mujeres voten, etc. Naturalmente los tiempos cambian y el progreso de la
humanidad renueva aquello que entendemos por “necesidad” pero, a diferencia de
lo que planteaba Evita, la referencia a los “buenos deseos” cuadra más bien con
la dinámica caprichosa del narcisismo progresista. Así, no serían necesidades
objetivas de las mayorías las que deben hacerse derechos, sino deseos
individuales cuyo único criterio de necesidad es la autopercepción. El lenguaje
crea realidad y los deseos crean derechos. Tiempos de la política fantástica.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
Por lo pronto, un aporte importante lo hizo la deformación producida por una
interpretación antojadiza y errónea de aquel lema feminista de “lo personal es
político”, el cual, atravesado por el tamiz de la generación de cristal, derivó
en la idea de que cualquier insatisfacción respecto al rumbo de una vida
individual, es responsabilidad del Estado. Si tengo un conflicto con mi
identidad, con mis relaciones, con mi espejo, con mi lugar en el mundo, con mi
trabajo, la culpa es siempre del otro, de algo o alguien que hace las veces de
opresor. Por lo tanto, ese conflicto individual debe transformarse en un asunto
público por el que se hace necesaria la intervención estatal. Que “lo personal
es político” haya devenido esta caricatura, no importa. Al fin de cuentas, la
historia está para adecuarse a las necesidades del presente.
Por último, y ya que hablamos de
reyes magos al inicio de estas líneas, podríamos parafrasear aquella famosa
frase que rompe el hechizo y afirmar “los derechos son los padres”, pero no en
el sentido de que los derechos no existan o sean “un regalo”, sino en el
sentido de que hay algo por detrás que, como adultos, deberíamos reconocer. Me
refiero al hecho de que los derechos tienen un costo, del mismo modo que tenía
un costo para nuestros padres todo aquello que recibíamos cada 6 de enero.
Decir esto no significa
necesariamente subirse a un discurso como el de Javier Milei en Davos, sino
que, de hecho, es reconocido por sectores socialdemócratas que, con cierto
grado de responsabilidad, entienden que detrás de los discursos floridos de los
derechos, hay alguien que paga. Podríamos, en este sentido, remitir al libro de
Cass Sunstein y Stephen Holmes, El costo
de los derechos, el cual, para escándalo del libertario, indica que no solo
los derechos sociales, sino los derechos civiles y las libertades básicas,
dependen de los recursos con los que cuente el Estado a través de los
impuestos.
Esto significa que, aun una
Yolanda Díaz que pudiera acordar con esta última afirmación, debería reconocer que
gobernar no es una estudiantina ni puede regirse por grafitis sesentayochescos.
En otras palabras, los “buenos deseos” del subjetivismo relativista impulsados
por la izquierda progre, van a chocar irremediablemente con el límite de los
recursos, lo cual hace que todo derecho sea relativo, en el sentido de que
necesita dinero para poder efectivizarse.
Entonces, desafortunadamente, hay
un montón de tus deseos que no se van a convertir en derechos porque no tienes
derecho a ello; la razón es que son solo tus deseos y tienen un costo que el
Estado no tiene por qué solventar. A veces el mundo hay que cambiarlo; pero
otras veces está bien como está y el que debe cambiar eres tú porque el
problema no es del mundo sino tuyo.
Caprichos individuales, propios e
inagotables, entendidos como deseos, frente a recursos materiales ajenos y escasos.
Esa parece ser la cuestión en estos tiempos. De aquí se sigue que la labor de
un estadista sea la de determinar las prioridades y no hacer un llamamiento
naif a una sociedad eternamente adolescente que cree que el Estado funciona
como los reyes magos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario