viernes, 3 de noviembre de 2023

La oikofobia española (publicado el 26/10/23 en www.theobjective.com)

 

En tiempos donde la cuestión migratoria está en el centro del debate diario y donde algunos proponen discutir la identidad nacional española, su lengua y su integridad territorial, hay una categoría que, apenas mencionada, puede ayudar a comprender las razones profundas que derivaron en este escenario. Me refiero a la “oikofobia”.    

Fue el filósofo británico Roger Scruton quien allá por 1993 habría utilizado este término por primera vez desde una perspectiva, llamemos, político-filosófica, para referirse al odio/temor sobre la propia cultura que tanto prolifera especialmente en Occidente. En griego, el “oikos” apuntaba, justamente, a la casa propia y utilizado como metáfora para referirse a la civilización/cultura, Scruton define a la oikofobia como la necesidad de denigrar las costumbres, la cultura y las instituciones que identifican la civilización a la que se pertenece. Se trata de una perspectiva que este filósofo conservador observa en muchísimos intelectuales de izquierda y que, según él, sería una actitud propia de la adolescencia. El oikofóbico está siempre muy atento a las aberraciones cometidas por España y/u Occidente, pero es particularmente benevolente con las aberraciones perpetradas por otras culturas. Un clásico en este sentido es abonar la leyenda negra española en América romantizando la perspectiva indígena, como si la relación entre las comunidades originarias hubiera estado exenta de sojuzgamiento y atrocidades. Llevado a nuestros días, podría ser el caso de quien omita los crímenes de Hamas por el hecho de señalar las responsabilidades de Israel en las décadas que lleva este conflicto.    

A propósito, di con un libro de Benedict Beckeld, publicado en 2022, titulado Western Self-contempt. Oikophobia in the Decline of Civilizations, dedicado específicamente a la cuestión de la oikofobia. Allí el autor afirma que hay oikofobia no solo cuando los occidentales culpan a Occidente de todos los males sino también cuando las universidades sobreactúan culposamente su proceso de “deconstrucción eurocéntrica”, cuando multitudes derriban estatuas de los padres fundadores de una nación o cuando flamear la bandera nacional es visto como un acto xenofóbico que puede herir la sensibilidad de alguien.  

Pero un punto todavía más interesante es que Beckeld sostiene que la oikofobia no es solamente un fenómeno contemporáneo que podríamos ubicar como parte del clima de autocrítica occidental pos fin de la segunda guerra, sino que se trata de un estadio que se repite cíclicamente y que ha atravesado Occidente desde los griegos hasta hoy. Así, encontramos momentos oikofóbicos en el período que va del siglo de Pericles hasta la decadencia producida por la caída de Alejandro, durante la crisis del imperio romano, en la Francia de los tiempos revolucionarios, o en Gran Bretaña mediando la era victoriana.

Beckeld observa, entonces, un patrón común y una serie de prerrequisitos para la oikofobia. Si nos centramos en los griegos, por ejemplo, esos patrones son claros ya que el auge de la Grecia que estudiamos y admiramos se dio cuando las amenazas externas (los persas) habían sido disipadas, se había alcanzado cierto grado de riqueza, existía un gobierno más o menos democrático, las “clases medias” florecían y el tiempo de ocio hacía que los intelectuales se enfoquen en los problemas internos. Todos estos elementos son, según el autor, condiciones que derivaron en el éxito de una sociedad pero que, al mismo tiempo, crearon las condiciones de su propia decadencia. Es que culturas exitosas como las mencionadas suelen ser abiertas y al mismo tiempo devenir relativistas especialmente en lo que refiere a la moralidad y las costumbres de otras culturas. Para ejemplificar, y lejos de cualquier rodeo, el autor menciona el caso actual en el que lo que él denomina una suerte de “universalismo relativista europeo” acoge al mundo islámico. El problema radicaría, según Beckeld, en que acoger a una cultura que defiende verdades absolutas acabará con la cultura tolerante y relativista que las acogió, en una suerte de remake de la clásica paradoja de la tolerancia enunciada por Karl Popper, aquella que muestra cómo tolerar al intolerante deriva, al fin de cuentas, en el fin de la sociedad abierta.  

Como proceso propio de un tiempo de decadencia cultural, la oikofobia no aparece abruptamente del mismo modo que ninguna civilización desaparece de manera repentina. Es que, según Beckeld, y como se indicaba anteriormente, tras el momento de auge y luego de alcanzar cierta autoconciencia como cultura, las elites intelectuales posan sus miradas en los asuntos internos y comienza la fragmentación entre grupos de interés. Así, por ejemplo, el odio entre los ricos y los pobres, o entre los demócratas y los oligarcas, era tan grande entre los griegos que superaba al odio que se les tenía a los persas. Este es un punto interesante pues Beckeld sostiene que este proceso preanuncia la oikofobia ya que la disputa intestina es tan vehemente que proyecta un efecto benevolente sobre el enemigo externo. Algo así como afirmar “contra los persas estábamos mejor”.

Y aquí bien vale volver a Scruton y al capítulo de los intelectuales porque según el filósofo fallecido apenas unos años atrás, ser un oikofóbico cotiza bien entre ciertos intelectuales, particularmente de izquierda. Es como si ser crítico de lo propio gozara de buena prensa y expidiera un automático carnet de intelectual comprometido con la realidad. Naturalmente, ni Scruton ni Beckeld ni quien escribe estas líneas abrazaría una suerte de nacionalismo estúpido que se opusiera a la autocrítica. De hecho, Beckeld hace todo un rastreo del proceso oikofóbico griego mostrando cómo en las tragedias griegas o en los grandes filósofos hay una autocrítica potente a la cultura imperante sin que eso constituya un fenómeno oikofóbico como el que se observaría ya en casos como el de Diógenes, el cínico, en la época de Alejandro. En otras palabras, hay una distancia entre hacer críticas y el hecho de afirmar que lo propio es inferior o es la causa de todos los males. Se puede ser profundamente crítico, entonces, pero tener en claro, por ejemplo, que bien vale la pena defender los valores de nuestra cultura. En el mismo sentido, se puede pretender cambiar el estado de cosas pero eso no significa glorificar esa suerte de xenofilia que plantea que toda costumbre foránea es buena en sí misma.  

Tal como se desarrolló aquí, la oikofobia no sería un fenómeno estrictamente español sino, en todo caso, occidental. Tampoco sería un episodio único en la historia de nuestra civilización sino el desenlace natural de una cultura que ya ha tenido su apogeo y que lentamente va mostrando señales de decadencia. Sin embargo, es particularmente potente el modo en que la explicación en términos de oikofobia puede dar cuenta de la profundidad que suponen muchos de los debates actuales en España y en Occidente. Aun cuando una categoría como esta sea incapaz de dar cuenta completamente del clima de época e incluso cuando se pueda sospechar un marcado sesgo en los autores mencionados, habituados ya a encontrar y denunciar “fobias” por todos lados, no estaría mal hacerle un lugarcito a la oikofobia como elemento a considerar en buena parte de las discusiones públicas.  

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