En tiempos donde la cuestión
migratoria está en el centro del debate diario y donde algunos proponen
discutir la identidad nacional española, su lengua y su integridad territorial,
hay una categoría que, apenas mencionada, puede ayudar a comprender las razones
profundas que derivaron en este escenario. Me refiero a la “oikofobia”.
Fue el filósofo británico Roger
Scruton quien allá por 1993 habría utilizado este término por primera vez desde
una perspectiva, llamemos, político-filosófica, para referirse al odio/temor sobre
la propia cultura que tanto prolifera especialmente en Occidente. En griego, el
“oikos” apuntaba, justamente, a la casa propia y utilizado como metáfora para
referirse a la civilización/cultura, Scruton define a la oikofobia como la
necesidad de denigrar las costumbres, la cultura y las instituciones que
identifican la civilización a la que se pertenece. Se trata de una perspectiva que
este filósofo conservador observa en muchísimos intelectuales de izquierda y
que, según él, sería una actitud propia de la adolescencia. El oikofóbico está
siempre muy atento a las aberraciones cometidas por España y/u Occidente, pero
es particularmente benevolente con las aberraciones perpetradas por otras
culturas. Un clásico en este sentido es abonar la leyenda negra española en
América romantizando la perspectiva indígena, como si la relación entre las
comunidades originarias hubiera estado exenta de sojuzgamiento y atrocidades.
Llevado a nuestros días, podría ser el caso de quien omita los crímenes de
Hamas por el hecho de señalar las responsabilidades de Israel en las décadas
que lleva este conflicto.
A propósito, di con un libro de
Benedict Beckeld, publicado en 2022, titulado Western Self-contempt. Oikophobia in the Decline of Civilizations,
dedicado específicamente a la cuestión de la oikofobia. Allí el autor afirma
que hay oikofobia no solo cuando los occidentales culpan a Occidente de todos
los males sino también cuando las universidades sobreactúan culposamente su
proceso de “deconstrucción eurocéntrica”, cuando multitudes derriban estatuas
de los padres fundadores de una nación o cuando flamear la bandera nacional es
visto como un acto xenofóbico que puede herir la sensibilidad de alguien.
Pero un punto todavía más
interesante es que Beckeld sostiene que la oikofobia no es solamente un
fenómeno contemporáneo que podríamos ubicar como parte del clima de autocrítica
occidental pos fin de la segunda guerra, sino que se trata de un estadio que se
repite cíclicamente y que ha atravesado Occidente desde los griegos hasta hoy.
Así, encontramos momentos oikofóbicos en el período que va del siglo de
Pericles hasta la decadencia producida por la caída de Alejandro, durante la
crisis del imperio romano, en la Francia de los tiempos revolucionarios, o en
Gran Bretaña mediando la era victoriana.
Beckeld observa, entonces, un
patrón común y una serie de prerrequisitos para la oikofobia. Si nos centramos
en los griegos, por ejemplo, esos patrones son claros ya que el auge de la
Grecia que estudiamos y admiramos se dio cuando las amenazas externas (los
persas) habían sido disipadas, se había alcanzado cierto grado de riqueza, existía
un gobierno más o menos democrático, las “clases medias” florecían y el tiempo
de ocio hacía que los intelectuales se enfoquen en los problemas internos. Todos
estos elementos son, según el autor, condiciones que derivaron en el éxito de
una sociedad pero que, al mismo tiempo, crearon las condiciones de su propia decadencia.
Es que culturas exitosas como las mencionadas suelen ser abiertas y al mismo
tiempo devenir relativistas especialmente en lo que refiere a la moralidad y
las costumbres de otras culturas. Para ejemplificar, y lejos de cualquier
rodeo, el autor menciona el caso actual en el que lo que él denomina una suerte
de “universalismo relativista europeo” acoge al mundo islámico. El problema
radicaría, según Beckeld, en que acoger a una cultura que defiende verdades
absolutas acabará con la cultura tolerante y relativista que las acogió, en una
suerte de remake de la clásica
paradoja de la tolerancia enunciada por Karl Popper, aquella que muestra cómo
tolerar al intolerante deriva, al fin de cuentas, en el fin de la sociedad
abierta.
Como proceso propio de un tiempo
de decadencia cultural, la oikofobia no aparece abruptamente del mismo modo que
ninguna civilización desaparece de manera repentina. Es que, según Beckeld, y
como se indicaba anteriormente, tras el momento de auge y luego de alcanzar
cierta autoconciencia como cultura, las elites intelectuales posan sus miradas
en los asuntos internos y comienza la fragmentación entre grupos de interés. Así,
por ejemplo, el odio entre los ricos y los pobres, o entre los demócratas y los
oligarcas, era tan grande entre los griegos que superaba al odio que se les
tenía a los persas. Este es un punto interesante pues Beckeld sostiene que este
proceso preanuncia la oikofobia ya que la disputa intestina es tan vehemente
que proyecta un efecto benevolente sobre el enemigo externo. Algo así como afirmar
“contra los persas estábamos mejor”.
Y aquí bien vale volver a Scruton
y al capítulo de los intelectuales porque según el filósofo fallecido apenas
unos años atrás, ser un oikofóbico cotiza bien entre ciertos intelectuales,
particularmente de izquierda. Es como si ser crítico de lo propio gozara de
buena prensa y expidiera un automático carnet de intelectual comprometido con
la realidad. Naturalmente, ni Scruton ni Beckeld ni quien escribe estas líneas
abrazaría una suerte de nacionalismo estúpido que se opusiera a la autocrítica.
De hecho, Beckeld hace todo un rastreo del proceso oikofóbico griego mostrando
cómo en las tragedias griegas o en los grandes filósofos hay una autocrítica
potente a la cultura imperante sin que eso constituya un fenómeno oikofóbico
como el que se observaría ya en casos como el de Diógenes, el cínico, en la
época de Alejandro. En otras palabras, hay una distancia entre hacer críticas y
el hecho de afirmar que lo propio es inferior o es la causa de todos los males.
Se puede ser profundamente crítico, entonces, pero tener en claro, por ejemplo,
que bien vale la pena defender los valores de nuestra cultura. En el mismo
sentido, se puede pretender cambiar el estado de cosas pero eso no significa
glorificar esa suerte de xenofilia que plantea que toda costumbre foránea es
buena en sí misma.
Tal como se desarrolló aquí, la
oikofobia no sería un fenómeno estrictamente español sino, en todo caso,
occidental. Tampoco sería un episodio único en la historia de nuestra
civilización sino el desenlace natural de una cultura que ya ha tenido su
apogeo y que lentamente va mostrando señales de decadencia. Sin embargo, es
particularmente potente el modo en que la explicación en términos de oikofobia
puede dar cuenta de la profundidad que suponen muchos de los debates actuales
en España y en Occidente. Aun cuando una categoría como esta sea incapaz de dar
cuenta completamente del clima de época e incluso cuando se pueda sospechar un
marcado sesgo en los autores mencionados, habituados ya a encontrar y denunciar
“fobias” por todos lados, no estaría mal hacerle un lugarcito a la oikofobia
como elemento a considerar en buena parte de las discusiones públicas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario