Se hizo viral en estos días una
conferencia de prensa de Lionel Messi hablando un inglés fluido. Como todos
sabemos, el genio futbolístico de Messi es inversamente proporcional a su
capacidad en el manejo de los idiomas, de modo tal que enseguida supimos que
era falso. Sin embargo, era Messi, era su voz y era su boca la que pronunciaba
las palabras en inglés. La explicación llegó apenas más tarde: se trata de una
de las tantas posibilidades que ofrece la Inteligencia Artificial (IA). Es que
un video, en cualquier idioma, atravesado por la IA, puede reproducir al
protagonista con su misma voz, en la lengua elegida y moviendo la boca como si
esas palabras salieran de allí. Esta maravilla naturalmente abre la puerta a un
sinfín de usos extraordinarios, pero también a manipulaciones que en breve
serán imposibles de detectar. Si desde hace ya mucho tiempo se viene
advirtiendo, con mayor o menor grado metafórico, que cada vez cuesta más
distinguir la ficción de la realidad, el avance tecnológico ha roto ya la última
barrera.
Se trata de un paso más, quizás
el definitivo, hacia la desaparición de la posibilidad de poder afirmar la
verdad sobre algo, aunque para ser más justos, no hacía falta la intervención
de la IA para llegar a este punto. En todo caso, el uso de la IA en esa línea
es una consecuencia de algo que estaba roto desde mucho antes.
Efectivamente, si ya no hay una
realidad objetiva o un mínimo acuerdo respecto de lo que consideramos una base
empírica común, es imposible que haya verdad en el sentido tradicional porque
nuestros dichos no se refieren a un único mundo sino a múltiples. Es más, para
ser precisos, habría que decir que la saludable crítica a la Verdad con
mayúscula ha derivado en un mundo en que hay tantas verdades como sujetos y en
el que todo se reduce a verdades contingentes del aquí y el ahora, un imperio
de verdades minúsculas.
En el mientras tanto, y como
parte de un mismo proceso, han caído en descrédito las instituciones cuya
autoridad “emanaba verdades”: la religión, los maestros, los médicos, las universidades,
la justicia, los científicos, etc.
Conocemos que una de las falacias
más comunes es la de adjudicar verdades a una autoridad por el solo hecho de
serlo, pero estas instituciones que aun falazmente en algún momento generaban
estabilidad y ofrecían confianza, hoy, para bien o para mal, han perdido ese
privilegio: a la iglesia se la acusa de corrupta, a los maestros y a los
universitarios se los señala por adoctrinar, la justicia acaba amoldada a las
presiones de la turba y el poder de turno, los científicos se abocan a la
acumulación de papers y los médicos
han recibido el último cachetazo en la pandemia donde pasaron de ser los héroes
que ponían el cuerpo a ser acusados de atemorizar y promover que nos quedáramos
adentro. Si es tiempo de posverdad es también porque estamos en un tiempo de
posautoridad.
Que sea tan difícil hablar de la
verdad o llegar a mínimos acuerdos en el momento de la historia de la humanidad
en que más información hay disponible, podría parecer paradójico; y sin
embargo, sucede que a mayor información, mayor es la desconfianza. Es como si
hubiera una suerte de descrédito del consenso y de la evidencia.
A propósito, leí hace algunas
semanas una entrevista que le realizaron al experto en comunicación, Ignacio
Ramonet, en CTXT, https://ctxt.es/es/20230701/Politica/43571/entrevista-ignacio-ramonet-pascual-serrano-redes-sociales-trump-guerra-ucrania-conspiracion.htm
en ocasión de su último libro sobre Trump y allí decía lo siguiente:
“Cuanto más
científica es una explicación, más discutible resultará. Por todas esas
razones, para muchos ciudadanos, la pregunta pertinente, ahora, no es: “¿Qué
pruebas científicas hay de que tal cosa es así?” Sino: “¿Por qué tanta
insistencia en querer demostrarme y convencerme de que tal cosa es así?”. Esa
es la sospecha principal, la desconfianza epistémica que se ha
ido extendiendo, vía las redes, en nuestras sociedades. Es como si asistiéramos
a una insólita inversión de aquella célebre predicción
atribuida a Joseph Goebbels, ministro de Propaganda de Hitler, según la cual
“una mentira repetida mil veces se convierte en verdad”. Hoy, muchos activistas
de redes conspiracionistas, consideran que una verdad repetida
mil veces, es probablemente una mentira”.
En la repetición, entonces, la
falsedad se hace verosímil y la verdad sospechosa. Del mismo modo, hay una
desconfianza sobre lo “normal” y lo distinto deviene una virtud.
Pero, sobre todo, mayor
información no supone acercarse más a la verdad porque ésta ha dejado de ser
una conquista de la racionalidad y ya no hay método ni autoridad que funcionen
como vehículo hacia la misma. Es que la proliferación de información hace que
también circulen datos falsos o interpretaciones delirantes que sobresalen por
el único mérito de objetar los consensos. Un verdadero imperio, también, pero
de la diferencia.
Sin embargo, habría que matizar
en parte esta idea o, en todo caso, ser más precisos: porque no vivimos en un
mundo sin verdad; en realidad, lo que ha ocurrido es que la verdad se ha
trasladado a la esfera estrictamente individual. En otras palabras, todo se
puede poner en tela de juicio, hasta hay gente que cree que la biología y la
física son de derecha…, pero lo que no se puede objetar es la “verdad
individual”, lo que el sujeto “siente”.
El punto es que hay una jerarquía
entre los sintientes y entre los sentimientos porque hoy el lugar de la verdad
lo tienen las víctimas, reales o ficticias. En otras palabras, no es cualquier
sintiente sino el que sufrió un padecimiento lo que ubica al padeciente en la
verdad. Más puntualmente: ni siquiera es importante que haya padecido
realmente. Lo que importa es que logre posicionarse como víctima de algo o
alguien. Es una cuestión menor, pero si se hace énfasis en las notas de color
que aparecen en los portales de noticias, toda biografía de personaje famoso
incluye ya en el título un padecimiento. Es como si la única manera de darle
credibilidad al personaje sea como una historia de superación: “Juan Pérez, la
historia del hombre que ganó el nobel, obtuvo 60 medallas olímpicas y llegó a
la luna a pesar de tener una madre alcohólica”.
En tiempos de posverdad y
posautoridad, la única autoridad es la de la víctima y es de ella que emana la
única verdad incontrovertible. Entonces lo que importa es que se pueda
justificar la condición de padecimiento: si soy negro, padezco el racismo, si
soy mujer padezco el patriarcado, si soy trans padezco el “cuerpo equivocado” y
así sucesivamente en la carrera invertida del mérito donde ya no sobresale
quien ha hecho mejor las cosas sino quien haya sufrido más según estándares que
son estrictamente subjetivos.
En resumen, digamos que todavía
hay una pretensión de verdad solo que ésta se ha trasladado al ámbito
individual y no es una verdad racional sino una a la cual se accede por
revelación, ya no religiosa, sino “experiencial”. La diferencia es virtuosa y
por eso la desconfianza es señal de sagacidad porque toda normalidad y todo
consenso debe ser derribado, aunque más no sea desde la defensa de las teorías
más inverosímiles.
Aceptemos entonces este falso
Messi bilingüe, pues es evidente que, en el mundo actual, hay cosas más
preocupantes que los alcances de la IA.
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