Es un lugar común decir que en
una elección presidencial se juega el futuro de nuestro país y también es un
lugar común afirmar que la elección a la cual uno se dirige es más importante
que las anteriores. Probablemente no sea así pero la intensidad con la que se
vive el presente suele compeler, de una u otra manera, a ese tipo de
suposiciones. Al fin de cuentas, si reseñamos las elecciones que se dieron en
nuestra última etapa democrática, todas fueron y nos parecieron determinantes,
claves, fundacionales, etc. La del 83 porque veníamos de la dictadura más
sangrienta y era necesario encarar el desafío de la estabilidad democrática; en
la del 89, porque debía resolverse el escenario de crisis económica fenomenal
producido por el golpe de mercado y la consecuente hiperinflación; en el 95 se
sometía a la voluntad popular la decisión acerca de continuar o no con el
modelo neoliberal y en el 99 se trataba de terminar con la década menemista y
rescatar de la crisis moral, social, económica y política al país, algo que,
como usted sabe, no sucedió con la administración elegida. Continuando con la
cronología, el 2003 era también una elección clave en tanto la ciudadanía
elegiría por primera vez a su presidente después de la crisis de 2001, y en
2007 y 2011 se jugaba la continuidad democrática de un proyecto nacional y
popular con una permanencia inédita en la historia argentina.
Pero si usted ha aceptado esa
breve y arbitraria descripción acerca de los grandes desafíos de cada una de
las elecciones presidenciales desde 1983 hasta la fecha, tolerará que intente
avanzar en aquello que, creo, se está poniendo en juego en esta elección.
Comenzaré por la perspectiva
regional porque del mismo modo que hubiera sucedido con una derrota de Maduro o
de Dilma en las últimas elecciones, que el kirchnerismo pierda la elección
frente a un partido liberal conservador como el PRO, supondría un efecto dominó
fatal para los gobiernos populares de la región. Ya hemos visto cómo, hace
algunas semanas, Estados Unidos cerró un acuerdo con 11 países incluyendo a
Canadá, México, Colombia, Perú y Chile, esto es, gobiernos que, por diversas
razones, siempre se mantuvieron a distancia de un MERCOSUR hegemonizado por la
variante pretendidamente populista de líderes como Kirchner, Lula, CFK y que,
más tarde, hasta incluyó a Chávez y Evo Morales. De esta manera la gran
potencia del norte intenta hacer pie en Latinoamérica y cercar a los gobiernos
“disidentes”.
Como si esto fuera poco, tanto
por su simbolismo como, sobre todo, por su potencia económica, Estados Unidos
azuza y espera la caída de alguno de los “3 grandes” participantes del “eje del
mal” de la región. Y como se puede observar, la situación de Venezuela es
difícil pues no puede controlar la inflación y su economía es dependiente del
precio de un petróleo que oscila entre los 40 y los 50 dólares, muy lejos de
los 100 dólares a los que había llegado apenas algunos años atrás; en Brasil,
el escándalo Petrobras tiene a Dilma Rousseff resistiendo un pedido de juicio
político y con una imagen positiva bajísima a pesar de haber logrado la
reelección hace menos de un año. En el caso de Argentina, la situación
económica es estable y hasta pareciera ser el único país de la región con
crecimiento de su PBI en 2015; asimismo, los embates judiciales ya tuvieron su
primavera y si bien lograron esmerilar la figura del vicepresidente no pudieron
afectar la imagen de CFK quien también resistió a la tan peligrosa como
insólita operación mediático-judicial que terminó con una denuncia desestimada
por descabellada y un fiscal muerto que, a juzgar por los elementos que se han
dado a conocer, se habría quitado la vida voluntaria o inducidamente, quizás,
por los mismos cómplices de la operación. Sin embargo, el oficialismo no puede
contar con su principal figura por un límite constitucional y eso hace que en
las primarias abiertas se haya impuesto por un margen considerable pero no
concluyente como para llegar holgado a la elección de este domingo.
Si abandonamos lo regional para
centrarnos en lo local, la hegemonía cultural que ha logrado el kirchnerismo ha
obligado a los candidatos opositores a moderar, ocultar y, en algunos casos,
girar 180 grados en sus diatribas contra los principales pilares del modelo.
Porque te vienen a contar que vienen a pacificar la Argentina, a permitirnos
comprar dólares, a darnos seguridad, a respetar las instituciones y a tratar
bien a los periodistas pero en el fondo van por los fondos de pensiones; por
las reservas del Banco Central; por las paritarias; por el fin de los planes
sociales y de los subsidios (no solo los que no deberían darse sino todos los
subsidios); por la baja en los impuestos (para los que más tienen), por la
privatización de YPF; por la privatización de Aerolíneas; por el endeudamiento
a cambio de reformas estructurales bajo receta neoliberal; por una educación
pública pauperizada que restrinja la educación adecuada a los sectores que
pueden pagar un establecimiento privado; por la política de Memoria, Verdad y
Justicia, etc. No te lo dicen porque nadie que explicite estos deseos puede
ganar hoy una elección en la Argentina. Sí lo podía hacer en el 95 pero no hoy
porque la Argentina es otra.
En cuanto al sistema político, está
en juego, sin dudas, la fisonomía de los dos grandes partidos de la Argentina.
El castigado radicalismo, aun si ganara su Alianza Cambiemos, (algo no
imposible pero poco probable) tendrá enormes dificultades para recomponer su
identidad tras haber acompañado a un candidato como Macri; en cuanto al PJ, un
triunfo de Scioli sería una señal para el ala más tradicional pero no deja de
ser cierto que ese espacio deberá convivir con el bloque que ha conformado CFK
y que promete acompañar al nuevo presidente mientras se presenta como el
garante de lo conseguido frente a quienes temen que una presidencia de Scioli
suponga un retroceso o, en todo caso, un gobierno con menos espíritu
confrontativo como para ir por “lo que falta”. A su vez, con un radicalismo
derechizado, el bloque, digamos, “k puro”, intentará aparecer como aquel
espacio al interior del peronismo que recelará de cualquier intento de hacer
del PJ un partido conservador como fuera en los años 90.
Para finalizar, quisiera advertir
algo que no se suele tomar demasiado en cuenta. Me refiero a que del mismo modo
que algunas líneas atrás intentábamos sintetizar en una frase el escenario al
que se debía enfrentar cada unos de los presidentes electos desde el año 83
hasta la fecha, creo que este presidente enfrenta un desafío enormemente
complejo como el de los Fondos Buitre. Usted estará cansado de oír del tema
pero siento la obligación de alarmar y decir que de esa negociación depende el
mantenimiento de las conquistas y los derechos conseguidos en esta última
década y, sobre todo, el futuro de generaciones enteras. Porque no se trata de
pagar un millón más o un millón menos. Se trata de que una mala negociación
retrotraería la situación de la Argentina a la de 2001, con una deuda impagable
y la necesidad de recurrir al sistema financiero para someter, una vez más,
nuestra soberanía política y nuestra independencia económica a los mismos que
llevaron a la Argentina a su momento más difícil. El gobierno actual no se
niega a negociar ni tampoco se niega a pagar. Solo indica que le dará a los
buitres lo mismo que le ha dado al 93% de acreedores que aceptaron la
reestructuración de la deuda. Mientras tanto, el principal candidato opositor
ha hablado de “pagarle a Griesa lo que Griesa pide”, el candidato Massa tiene
estrechos vínculos con la Embajada estadounidense y hasta algún Gobernador
oficialista ansioso se ha pronunciado erráticamente exigiendo un arreglo
“urgente”. Sin embargo, en la negociación con los buitres tras el vergonzoso
fallo de Griesa, CFK se ha mostrado tan intransigente como Néstor Kirchner
cuando negoció una enorme quita en la deuda. El tiempo ha demostrado que era la
manera adecuada de negociar. Ahora llega un gobierno nuevo y una etapa nueva
pero con algo que se va a mantener constante: la presión impúdica con la que
unos pocos vienen por lo que es de las mayorías.
Por
todo esto, quizás una buena parte de los argentinos, al elegir su voto,
entienda que ésta puede no ser la elección más importante de la última era
democrática pero tiene que tener presente que el 25 de octubre se elige algo
más que la administración que gobernará el país durante los próximos 4 años.
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